“La multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras que perder privilegios provoca rencor”, decía Arturo Jaureche. Linda frase que muestra un linaje político libertario y un credo de justicia social. Pero el odio no es unilateral. Como toda pasión, crece entre X e Y, y no de X a Y. Lo contrario del odio no es el amor sino la simbolización y el apaciguamiento que permita encontrar los puntos en común en las diferencias para abrir el diálogo aunque sea con la cortesía entre los dientes.
No hay dos odios como no hay dos demonios. Pero hay fascistas y antifascistas. Y un odio histórico al peronismo que últimamente ha pretendido convertir los “muera” en actos.

 

El antiguo gorilismo radicaba en la mera enunciación de un sentimiento que certificaba per se la pertenencia a la razón (justicia), libertad (antiperonista), educación (decencia): la indignación, algo que se expresaba como irreprimible, incapaz de sosegarse aun –y por eso sería más valioso– en las maneras flemáticas propias de un sentido de discreción asociado a la clase media.

Es cierto que hubo gorilas geniales, pero en quienes es precisamente el rasgo gorila el que detiene toda creación. Basta recordar al Borges que, en la dedicatoria del primer tomo de sus Obras completas, le escribe a su madre estas frases del zonzo esencialismo (gorila): “Me has dado tantas cosas (...) tu memoria y en ella la memoria de los mayores, los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú, y el oprobio de Rosas, tu prisión valerosa cuando tantos hombres callábamos” (doña Leonor había pasado quince días presa en la cárcel del Buen Pastor, acusada de escándalo en la vía pública).

Hay un gorilismo autobiográfico en donde la desgracia de la Patria se asimila a la desgracia de la familia, un gorilismo que enfatiza, si no la denuncia de algo, la denuncia de que algo no se puede decir. Y un gorilismo de empate que pretende una equidistancia apolítica de los bandos en pugna y concede, por ejemplo, que el bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 fue una masacre, pero jamás lo hace espontáneamente. Consiente sólo si se lo menciona.

En el intento de magnicidio de Cristina Kichner fue el pasaje al acto violento de ese odio que suele revelarse como una forma de buscar en el otro lo que el sujeto no puede simbolizar, lo que no puede articular con palabras sobre sí mismo. En el odiante “negro de mierda”, por ejemplo,"anida el deseo de ser como él, suponiéndolo, no un sujeto de derecho sino meramente una criatura del goce: 'en cueros'”, descamisado, un Hércules de identidad marrón que levanta las maderas del piso burgués para cruzarlas en un fueguito, choripanero. (El choripán es un embutido de forma jocosa, crepitante, que se hace a la parrilla, se coloca entre las dos tapas de un pan y luego se aprieta con una mano para unificar los dos elementos en uno como ya lo sugiere su nombre).

El discurso del odio nueva generación parece empezar donde terminan las palabras. Es anónimo, casi sin figuras retóricas ni arte de la injuria, pertenece a la lengua oral vomitada como lengua escrita o representada por una imagen (tatoo, graffiti, caricatura).

Pulsional, genera en su descarga repetida la sensación de volverse acto. Por sus mensajes de muerte el odio ha secuestrado en sus performances imágenes vencidas de la ejecución como la horca, la guillotina y la bolsa de basura.

Su antecedente nacional fue cuando en el cierre de las elecciones de l983 Herminio Iglesias quemó un féretro en miniatura que llevaba escrito el nombre de Alfonsín y pintado de rojo y blanco, colores que identifican al partido radical.

Desde el primero de setiembre mientras C5N seguía las alternativas de la investigación y el juicio por el intento de magnicidio, otros medios lo despolitizaban como el acto aislado de ”dos loquitos”, cuando no lo consideraban un simulacro. Entonces la palabra “odio” se agitaba hasta perder todo significado, y esa pasión que parecía explicar la política toda se derramó y sublimó en oleadas de amor y cholulismo cipayo cuando la reina Isabel murió en su palacio de Balmoral y un velo de amnesia cubrió la guerra de Malvinas. Antes, hasta el nuevo rey Carlos lll se había sumado a la odiomanía diciendo en su idioma "odio esta maldita cosa" al referirse a una lapicera que goteaba mientras él firmaba un documento oficial.

Mientras nuestra Elizabeth plebeya se postulaba como querellante en la causa de intento de magnicidio, el historiador Ezequiel Adamovich recordó los miles de muertos en Asia y África sacrificados a la ambición colonial del Reino Unido bajo el reinado de la otra Elizabeth, que fueron omitidos convenientemente en The Crown. El secuestro de la performance a las fuerzas progresistas se mostró una vez más cuando la flamante ministra italiana Giorgia Meloni, cuyo proyecto político fascista consiste en la quita de derechos como el aborto y el matrimonio igualitario, el cierre de las fronteras a la inmigración y la lucha contra la “ideología de género” en nombre de la “familia natural”; posó para la prensa con dos melones sobre los pechos como una versión moderna de la loba Luperca que según la mitología, amamantó a los mellizos Rómulo y Remo, fundadores de Roma. Hay un odio que retorna en las fuerzas oscuras de la historia y hay un odio negacionista que, más ciego que el amor, puede negar un intento de crimen político.