No es que esté celoso, pero viste como es... En el fondo uno es como un purrete, mezquino de sus cosas, aunque las tenga tiradas en un rincón del conventillo. Y viene al caso porque da la impresión de que a Violeta la tiraron al mundo y cayó así, y así quedó. La vas a ver siempre igual, ya sea en el piletón lavando la ropa o yendo a misa. Con ese batón floreado, enroscada de ruleros, y con esa telaraña de tela negra cubriéndole la cabeza. Si te la pinto de tal forma seguro me vas a preguntar qué le vi. Digamos que me despertó ternura, o no sé, como que me dio de protegerla, por verla así, tan poquita cosa toda ella. Eso es lo que aparenta. Un pingo flaco que no paga cinco guitas, pero no sabés como tira del carro, ni te das una idea. Cuando llegó al conventillo vino con lo puesto y, como para completarla, con un crío en brazos. Doña Rosa, siempre tan compasiva ella, la instaló en una de las piezas de arriba. Ésas llenas de humedad, las que están a dos días del baño o de la cocina.

En aquel entonces solo lavaba para afuera. Era una cosa más del patio, como las baldosas negras, o la glicina, o el mismo piletón de material donde hace sus quehaceres.

Primero era solo un buenos días, buenas tardes. Después me le fui arrimando, y mate va mate viene, nos empezamos a contar la vida. Según ella es de un pueblito del interior. La despacharon por un tiempo para tapar lo del crío. Por el qué dirán, viste. Como no quiso deshacerse de la criatura deambuló de pariente en pariente hasta que se les acabó la bondad. Entonces la despacharon para la pensión. Así es la vida. Se ensaña con algunos, los templa de golpe, les queda esa cosa negra en la mirada, como a Violeta, y da miedo arrimarse más de la cuenta.

Hace como seis meses se compró una plancha. Un tiempo después la máquina de coser. Y fue que con eso largaba la ropa lista y no daba abasto con el laburo.

Como soy mozo de una cantina, y hasta las siete de la tarde me rasco el ombligo, la ayudaba con la hija a la Violeta. Le daba la mamona, la hamacaba, le cantaba algún que otro tango. Ella dale que dale con la plancha. Yo que sí o que no, dudando de decirle que la quería. Bueno, eso era lo que tenía intenciones de decirle, pero no sé si llegaba a tanto. Mi miedo dilataba la cosa, y de no ser por la llegada de ese tipo no sé cómo hubiera terminado la cuestión. 

El tal Raimundo llegó hace como dos meses. Es de esos tipos que uno no sabe de qué vive. Todo el santo día de camisita almidonada mateando en el patio, o en la cantina, o a la noche truqueando en el bar. Cuando vi que se le arrimaba a Violeta me le fui, con disimulo viste, como silbando la cumparsita. No hace falta ser muy baqueano para darse cuenta que era un vividor, pero tenía que asegurarme. Y era así la cosa, era de carrera el hombre. Entonces una noche vi cómo se metía en la pieza de mi Violeta. Él comenzó a ocupar mi lugar, o yo me fui abriendo, no sé bien, pero creo que en verdad fue así. Y como éste le esquiva a San Cayetano le vino al pelo que dejé campo libre, y largó los cigarros armados, y empezó a fumar de paquete.

La cuestión es que una tarde la vi sola a Violeta, y tomé coraje, y le dije que el Raimundo seguro le mangueaba guita, la estaba viviendo, no le convenía. Le dije todo y más, pero no lo que sentía por ella. Entonces se le ablandó la mirada, y lo que nunca, me acarició una mejilla. Luego con una voz cuidada, como de quien da algo de muy preciado me dijo: "Qué lástima Orlandito, pero no sabés lo que es sentirse sola. Yo necesitaba un hombre, ¿entendés?".