Carlos, 30 años, se acostó tarde, para poder controlar la ansiedad. Se duchó a las dos de la mañana y después eligió la ropa: la planchó, la dobló, la perfumó; armó el bolso lo más lento y prolijo que pudo. Escuchó música con sus compañeros, charló con ellos, chateó con amigos por Facebook, desde un teléfono celular prestado. Se durmió a las cinco de la mañana para levantarse lo más tarde posible. O, mejor dicho, lo más cerca de las cuatro de la tarde.

Se despertó a las 13. Se volvió a duchar, volvió a escuchar música, volvió a hablar con sus compañeros, volvió a conectarse a Facebook y a todo lo que pudiera hacer para controlar la ansiedad. Necesitaba hacer cosas; no importaba cuáles; si se quedaba quieto podía volverse loco. Hace siete años que sueña con lo que está por ocurrir.

Cuando faltaban 15 minutos para las cuatro, un guardia lo llamó por su apellido. Era sábado y resto se preparaba para recibir a sus visitas. Carlos se puso la camiseta y saludó, recibió felicitaciones y lindos deseos de sus compañeros. Pasó la primera reja, después la segunda, la tercera y la cuarta, acompañado por un guardia. Firmó papeles, le recordaron el horario de regreso, le tomaron las huellas hasta que la puerta, esa última puerta, y la más importante y con mayor cantidad de guardias custodiándola, se le abrió. El sol seguía estando ahí, afuera, como antes.

Carlos, ahora del otro lado, del de la calle, tiene puesta una camiseta de Gimnasia y Esgrima La Plata, un jean claro, zapatillas de vestir y una mochila con más ropa. Pero cuenta con algo mucho más valioso: 48 horas de libertad transitoria. El juez que lo encerró hace siete años por un robo con armas de guerra a un restorán de una de las cadenas más importantes del país le otorgó un permiso para salir por dos días y regresar el lunes por la tarde, al mismo pabellón en el que soñó años lo que está por pasar.

¿Y qué puede hacer un preso que goza del beneficio de salir de la prisión y debe regresar a las 48 horas al pabellón?

Los menos, nunca vuelven y quedan prófugos de la Justicia. Otros pocos se dedican a delinquir. La mayoría disfruta de su familia y no se mueve de su casa, por miedo a que la asistente social los llame y no los encuentre y suspenda el beneficio de las próximas salidas transitorias. Esa es la única condición para recibir el permiso, además de llevar cumplidos dos tercios de la condena y tener buena conducta. Si no se los encuentra en el domicilio que declararon, podrían ser sancionados y cumplir la totalidad de la pena en la cárcel.

Pero hay uno que en este texto se llama Carlos, tiene 30 años, lleva casi media vida encerrado y que va a hacer algo que no hizo, ni hará, ningún otro preso del mundo. Algo que puede costarle muy caro. El riesgo es por un equipo de fútbol con cien años de historia que nunca ganó un campeonato en el profesionalismo.

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Carlos nació y se crió en un conventillo de La Boca, a tres cuadras de Caminito. A los 9 años ya se las ingeniaba para colarse a la zona de plateas y palcos de La Bombonera. Cuando terminaban los partidos saltaba al campo de juego y pedía tarjetas de árbitros, canilleras, medias, pantaloncitos.

Por las tardes jugaba al fútbol en los potreros del barrio y miraba los ensayos de la murga “Los amantes de La Boca”. Una tarde, en esos mismos potreros, decidió dejar de ser de Boca. “Para llevarle la contra a los pibes, nada más”, explica arriba de un colectivo 53, que lo lleva de Devoto a La Boca. Son sus primeros minutos afuera. “En esa época todos decían ser ‘el Mono’, por Navarro Montoya. Y yo había visto por la tele a un arquero que se llamaba Enzo Noce. Cuando me tiraba al piso después de una buena atajada, gritaba ‘el Enzooooooo´ y me hice de Gimnasia de La Plata por él”.

La decisión, tomada inconscientemente, tal vez por un capricho o por el rebelarse ante los demás, iba a ser un reflejo de lo que sería, de lo que ya era, su vida. Carlos tenía todo servido para continuar siendo hincha de Boca: vivía en el barrio, con sus amigos ingresaba gratis a La Bombonera, practicaba deportes en el club. Pero eligió Gimnasia. Por Enzo Noce, un arquero al que sólo pueden recordar los hinchas más fanáticos del equipo.

Ahora Carlos cuenta la historia, o parte de su historia, en una casa de La Plata, rodeado de integrantes de la filial “Cuestión de honor”. Hace semanas que los contactó vía Facebook para que le reserven un lugar en el colectivo y una entrada, que paga con el dinero que gana por trabajar en la cárcel. No es que Carlos mienta; sólo que no aclara algunas cosas. Ante el resto dice que estudia Derecho y es verdad. Lo que no agrega es que comenzó a hacerlo en el Centro Universitario de la cárcel de Devoto y en el último tiempo, gracias a su conducta, le concedieron el beneficio de salir a cursar todos los días. Pero después debe regresar a dormir a la cárcel. Con el trabajo igual. Cuenta su oficio sin explicar que lo hace tras las rejas.

Es sábado a la noche y cuando se termine el asado, llegará el micro que los trasladará hasta el estadio de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Desde allí la caravana partirá hasta Mar del Plata. El domingo por la noche, o sea mañana, o sea cuando a Carlos le queden menos de 15 horas para regresar a la cárcel, se jugará el clásico contra Estudiantes.

La última vez que alentó desde una tribuna a Gimnasia fue hace más de diez años. Porque a los 11, ya siendo hincha de Gimnasia, comenzó con los robos. A esa edad ya no le interesaba ingresar a la cancha de Boca a llevarse medias, canilleras o tarjetas de los árbitros; robaba los estéreos de los autos que se estacionaban en las calles linderas a la popular visitante de La Bombonera. Con esos primeros pesos que le daban por lo robado se compró una bicicleta. El siguiente paso fue asaltar a chicos de su edad del barrio “Catalinas”, lo más “cool” de La Boca. Su primer robo con armas fue a una perfumería de Barracas. Tenía 13 años. Ese mismo año falleció su mamá, por un paro cardio respiratorio. Carlos ya había dejado la secundaria y en el entierro le prometió que algún día la terminaría. Su hermano y su primo también cometían robos. Algunos de sus vecinos del conventillo, lo mismo. Carlos se crió en ese ambiente. Viéndolos llegar con cosas que en su casa nunca pudieron ni podrían comprarle. Su padre alquilaba y manejaba un taxi 14 horas al día, como hoy. La única diferencia es que vive solamente con su hija. Sus dos hijos varones están en prisión. Hace 14 años que no duran más de tres o cuatro meses libres.

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-Mirá, esto es una fiesta -dice Carlos mientras filma un video con el celular que le compró apenas salió de la cárcel en un local de peruanos. Se refiere a los 100 o 200 hinchas de Gimnasia que cantan y bailan al ritmo de los bombos, mientras el resto sube a los más de veinte micros y combis y autos que componen la caravana.

-En estos momentos, ¿te acordás que el lunes vas a estar otra vez en la cárcel?

-Trato de no pensar en eso. Si no me volvería loco y no disfrutaría de nada. Esto es una fiesta… no puedo pensar en la cárcel.

Carlos sube al micro. Ha pagado, como el resto de los pasajeros, 380 pesos por el boleto y el ticket para el partido. A los pocos kilómetros, en una rotonda para cambiar de ruta, los juegos artificiales hacen que Carlos vuelva a sacar su celular. Y que vuelva a decir:

-Mirá, esto es una fiesta.

La última vez que Carlos estuvo en el mar fue a los 12 o 13 años, de viaje de Egresados. Siempre quiso volver un verano; casi que nunca pudo. A los 15 ingresó a su primer instituto de menores. Con 18 recién cumplidos fue a parar al sector de jóvenes-adultos de la cárcel de Ezeiza. También estuvo en Marcos Paz y ahora en Devoto.

Los presos, por lo general, suelen afirmar que una de las primeras cosas que harían apenas recuperen su libertad, es ir a la costa.

-Son años y años viendo en la cárcel a los movileros de la televisión recorrer la playa, hablando con las chicas, metiéndose al mar-explica-. Cada verano que los veo pienso para mis adentros “cuándo será el día que yo esté en esa playa”.

La caravana de Gimnasia crece por la ruta 2, pero alguien comenta algo y a Carlos, por primera vez, le cambia la cara. No trajo documentos y del otro lado del peaje la Policía Bonaerense está parando a todos los micros. Se dice que es para requisarlos. Si llegan a pedir sus antecedentes penales y salta que debería estar durmiendo en la cárcel de Devoto, perderá las salidas. Pero lo que más le preocupa es que el próximo domingo se jugará la revancha. Y Carlos tiene otro permiso y, por ende, quiere volver a estar en la tribuna.

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Después de recibir la condena por su último robo, Carlos se replanteó qué hacer de su vida. Tenía 24 años, y debía, por lo menos, cumplir tres años más para comenzar a pedir las salidas transitorias. Para eso debía tener buenas calificaciones en conducta, estudiar, trabajar. Durante el primer año y medio de condena no hizo nada de eso. Cambió de opinión sólo para evitar los traslados a penales federales de Chaco, Rawson o Chubut y se anotó para terminar la secundaria. Además, tenía esa deuda pendiente con su mamá.

Tiempo después, durante el último año de secundaria, se inscribió para cursar el Curso de Ingreso en el CUD, el Centro Universitario de Devoto, la sede de la Universidad de Buenos Aires en la cárcel. Estando allí, iba a mantener su lugar en el penal.

En la cárcel seguía los partidos de Gimnasia. A veces, como no tenía televisor, debía escucharlo por la radio. Así lo hizo el domingo 11 de julio: en una celda de no más de tres por dos, para cuatro compañeros, caminando de una punta a la otra de los nervios. Era la promoción: Gimnasia había perdido el partido de ida por 3 a 0, y debía ganar, al menos por tres goles, para mantenerse en la máxima categoría. Iban 43 minutos del segundo tiempo y Gimnasia sólo ganaba por un gol. Jugaba con dos hombres menos. Pero en tres minutos, la hazaña. Dos goles más de Gimnasia y el último hizo que los guardias se acercaran a la reja a ver qué había pasado de los gritos y ruidos de golpes que daba Carlos festejando.

Pero el estudio lo fue cambiando. De los peores pabellones se pasó al de “universitarios”. Allí también se le complicaba tener silencio para estudiar. Por eso bajaba antes, con tiempo, al Centro Universitario, y leía en la biblioteca. Y así se fue metiendo. Hasta ser el coordinador del CBC. Él se encarga de inscribir a todos los presos que quieran estudiar.

-Pero hubo un documental que también me hizo reflexionar. Uno sobre la crisis del 2001, de Pino Solanas. A partir de ahí entendí un montón de cosas. Y no digo que me arrepiento de lo que hice, porque mi situación, mi vida me llevó a eso, pero sí digo que no lo volvería a hacer más.

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Es la primera vez que hay silencio en el micro. Que no se canta, que no se ven botellas, que los pibes del fondo no fuman porro. Dos policías suben al piso de arriba del micro. Uno es bien grandote, andará por el metro noventa, y el otro es más petiso y gordo.

-Bueno muchachos, vamos a hacerla corta: me dan un par de botellas de cervezas o cartones de vino, todos vacíos y nos vamos y siguen viaje.

Seguramente mañana, Prensa de la Policía Bonaerense, enviará gacetillas con fotos de todo lo incautado.

Horas después:

-No, me muero…

Son las doce del mediodía y Carlos tiene, después de 17 años, la playa, el mar, las chicas tomando sol, todo para él. Esta vez no se lo muestra ningún canal de televisión; no se lo cuenta ningún movilero. Ningún compañero de prisión le comenta lo bueno que estaría estar allí. Esto es verdad. Esto está pasando de verdad. Y no puede ser mejor: rodeado de hinchas de su equipo, haciendo previa para alentar en el clásico, teniendo que estar encerrado, con calor, aburrido y triste como es la cárcel un domingo.

El día está soleado. Pero no hace un calor como para salir corriendo a meterse al mar. Harán 20 o 21 grados. Pero no importa. Carlos se quita la camiseta de Gimnasia por primera vez. Ya tiene la maya de baño y sale corriendo. Es la primera vez que no usa el celular, que se olvida del celular. Es la primera vez en años que algo se da tal cual lo soñó.

-Discúlpame si estoy excitado, si no paro un segundo, si quiero hacer todo junto. Pensá que hace siete años que estoy encerrado-dice, como con culpa.

Cuesta seguirle el paso. Quiere hacer todo junto. Pide que le saquen fotos a cada rato. En su celular, se alcance a leer parte de un mensaje de texto que le envía a alguien: “costó, pero estoy acá, muy contento porque es algo que me había planteado y lo logré”. También llama a su casa. Necesita estar tranquilo: que su hermana le diga que no pasó ningún patrullero a verificar que esté, que no haya ningún llamado de la asistente social pidiendo hablar con él.

Las horas pasan volando. Cada vez falta menos. Para el partido, para tener que subirse al micro y volver, y también, para tener que presentarse en la cárcel. Carlos se va caminando a los puestos de comida del balneario, diciendo que pedirá unas rabas y una hamburguesa con queso. Pasan 20 minutos, y no viene; pasan 40 minutos, y no viene; una hora, y no viene. Cinco minutos más, y regresa, con las manos vacías.

-Me tomaron el pelo. Me dicen que tienen miles de pedidos y que se olvidaron del mío. Estoy re caliente. Me perdí más de una hora estando ahí parado, esperando, pudiendo estar en el mar.

Carlos camina, se queda sólo por unos segundos. Regresa otra vez. Le dicen que hay una camarera que toma pedidos y los trae a la carpa en la que estamos.

-Igual, me enojé pero se me pasó a los pocos minutos. Me puse a pensar dónde estaba, y dónde debía estar, y me tranquilicé. No me puedo enojar nunca.

Y cómo enojarse. Y cómo, a la vez, no olvidarse de la realidad: que cada vez falta menos, que mañana otra vez a lo mismo, que esto es como cuando uno sueña y se da cuenta que no es verdad, que es un sueño, que en cualquier momento se terminará, que no hay chances de ilusionarse. La felicidad de Carlos tiene día y horario de cierre: es mañana, a las 16 horas.

Más tarde, habrá un fútbol-tenis en la arena, más baños en el mar, (por más que el clima no invite), más selfies y más caminatas por la orilla. Hasta que sean las ocho y haya que volver en colectivo al parque donde están los micros, para salir a la cancha.

Adentro, la tribuna está repleta. Carlos busca un lugar al costado de la barra, y vuelve a sacar el teléfono celular. Saca fotos a cada rato, canta, grita, salta. Alcanzo a preguntarle si uno, en la cárcel, se olvida del amor a su equipo de fútbol. La última vez de Carlos en la cancha fue en 2003:

-Para nada-responde cortante.

Antes de los diez minutos, Lucas Licht pone el 1 a 0 para Gimnasia, de penal. Cristian lo grita igual, o más fuerte, que todos los goles que gritó en la cárcel durante diez años. La tribuna de Gimnasia le canta a la de Estudiantes que lo más importante que tiene su club, es su gente. Y eso que no saben la situación de uno de sus hinchas, que salió de la cárcel para venir a la cancha. La de Estudiantes, le recriminará a la de Gimnasia que nunca ganó un campeonato. Después, pasará lo de siempre. Gimnasia no podrá mantener el resultado, y la alegría no será completa. Pero no había motivos para ponerse mal. Para sufrir, estaba todo el día de mañana, cuando tenga que pasar por esa primera puerta, después la segunda, la tercera, la cuarta, y entrar al pabellón, y hacer lo de siempre: conectarse a facebook, escuchar música, hablar con compañeros, ducharse, jugar a juegos de mesa, y todo lo que se pueda hacer para que no lo mate la ansiedad y que llegue el próximo sábado. Porque al día siguiente, Gimnasia vuelve a jugar con Estudiantes. Y Carlos, demostrando lo locos que estamos los argentinos por nuestros equipos, estará allí.

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A tres años de aquella tarde, Carlos lleva dos en libertad. Se enamoró, se juntó, fue papá y vive en familia. Sigue estudiando Derecho, milita en un partido político y tiene dos trabajos. Uno es en un estudio. Y claro, sigue yendo a ver a Gimnasia.

Gimnasia y Esgrima La Plata fue fundado el 3 de junio de 1887. En la era profesional del fútbol argentino, sólo pudo ser campeón de la Copa Centenario de la AFA (1993) y fue subcampeón de la Primera División en cinco ocasiones. Sus hinchas, como el protagonista de la historia en cuestión, representan un bastión de orgullo y de pertenencia.