En los últimos treinta años, la región californiana de Napa Valley ha logrado un prestigio en la viticultura que se acerca al de Borgoña en Francia, o la Toscana en Italia. Desde 1970 la cantidad de bodegas se ha multiplicado por treinta, y el principal gurú de esta industria a nivel mundial, Robert Parker, ha otorgado a numerosas botellas y enólogos del país los cien puntos que equivalen a la perfección.

El éxito cosechado por la región se convirtió en un imán para los turistas de todo el mundo. Solo en los últimos dos años arribaron más de seis millones de personas. De un día para otro, las ciudades del corredor que conforman esta zona –Yountville, Oakville, Santa Helena, Calistoga– se llenaron de hoteles y restaurantes, de todos los estándares y presupuestos.

El gran despegue de Napa Valley se remonta a mediados de los años 60, cuando el empresario Robert Mondavi estableció las bases del negocio, con el ambicioso objetivo de “competir con los vinos más finos del mundo”. Mondavi no solo creo la principal bodega de aquellos años sino que entendió que la única forma de impulsar la producción a un nivel internacional, era desarrollando la marca Napa Valley. Así ayudó e integró a los empresarios, enólogos y winemakers de la zona para trabajar de forma conjunta.

Barricas de la bodega Grgich Hills Estate, fundada por una leyenda viva del Napa Valley.

UNA LEYENDA Un caso emblemático de esta sinergia se produjo cuando Mondavi empleó en su bodega a Miljenko “Mike” Grgich, una leyenda viva de Napa Valley. En la actualidad, Grgich es dueño de la bodega Grgich Hills Estate, que produce una diversidad de cepas y vende sus botellas en mercados tan disímiles como el estadounidense, el japonés y el ruso. Pero la historia de este hombre, que a sus 93 años suele visitar sorpresivamente su bodega, comenzó en 1954 cuando se escapó de su Croacia natal, en aquel tiempo parte de la República Federativa Socialista de Yugoslavia.

“Era de vida o muerte,” afirma conmovido. “Jubilaron forzosamente a Marco Mohaèek, mi profesor preferido en la Universidad de Zagreb”. Las autoridades comunistas de Croacia en aquellos tiempos echaron al profesor Mohaèek porque este les señaló “las contradicciones de un manual de comunismo que debía aprender”. Cuando Grgich quiso defenderlo, sufrió la misma persecución. Sin embargo, antes de que pasara a mayores, logró abandonar el país. “Me fui a Alemania en tren. Tenía un pasaporte otorgado por Naciones Unidas para un intercambio estudiantil y 32 dólares que un zapatero colocó en una guarda en mi zapato.”

En aquellos años, Grgich ya había escuchado hablar sobre el sol californiano y el verde de las colinas de Napa Valley; su sueño era poder radicarse allí. Sin embargo, las dificultades para obtener su visado lo obligaron a detenerse en Alemania, y posteriormente en Canadá. 

Arribó a Napa Valley en 1958, y a partir de allí fue protagonista central de la historia de la región. 

Primero colaboró con otro exiliado famoso, el ruso Andrei Tchelistcheff, quien según Grgich fue “la persona que más enseñó sobre la producción de vinos” al estilo francés; luego fue contratado por Robert Mondavi; y finalmente se convirtió en winemaker en la bodega Chateau Montelena, con la cual logró el primer triunfo de un vino estadounidense en un concurso internacional (el Chardonnay de la cosecha 1973 incluido en el 2013 entre los 101 objetos más importantes en la historia del país según un catálogo del Instituto Smithsoniano).  

El galardón fue una confirmación personal y el envión necesario para fundar su propia bodega, cuyas botellas oscilan entre los 40 y más de 200 dólares, según cepa y cosecha. Al mismo tiempo, sirvió como una  prueba de que no solo Francia o Italia estaban bendecidos por su terroir. El hecho impulsó a que Australia, la Argentina, Chile y Sudáfrica probaran suerte en el negocio. 

UN VINO PARA LOS AMIGOS Harlan Estate es otra de las leyendas de Napa Valley, al igual que su dueño, William Harlan. En los años 50 conoció el valle como un lugar en el que se podía tomar vino sin “tantos controles”. De tanto frecuentarlo, se enamoró y prometió producir un vino para sus amigos. 

Treinta años después, tras amasar una fortuna con un emprendimiento inmobiliario en San Francisco, y luego de un viaje inspirador a Francia, hizo realidad su promesa. 

Harlan compró las primeras tierras a mediados de los 80 sobre un conjunto de colinas ubicado en Oakville. Un verdadero paraíso de ondulaciones montañosas actualmente sembradas con Cabernet Sauvignon, Petit Verdot, Merlot y otras uvas que sirven para la producción del blend Cabernet Sauvignon. El único y elegante ejemplar que producen cada año.

Desde la galería de piedra de una hermosa vivienda en la cima de una colina de la propiedad, el director, Don Weaver, señala las virtudes de sus viñedos: “Aquí arriba reciben la frescura que trae la niebla. Por su orientación, también reciben mucho sol; y al estar en un terreno elevado, la planta se hace más fuerte porque debe esforzarse para tomar los minerales.”

Weaver destaca la diversidad climática, que alterna el poderoso sol californiano, con los mantos de niebla que cada madrugada se desprenden de la Bahía de San Pablo, ubicada a unos 50 kilómetros. Una diversidad que también se registra en las tierras de Napa Valley, donde se hallan desde minerales oceánicos a volcánicos. Una particularidad que, para más de un productor, constituye uno de los factores más determinantes en el éxito de los vinos californianos.

Harlan Estate realiza un cultivo y una producción de gran calidad. Muchos de los trabajadores en la bodega proceden de las regiones mexicanas de Michoacán y Morelia, donde existe una “vasta trayectoria en el sector agrícola”. 

Para la fermentación, se adquirieron modernos “tanques de aluminio que remueven las uvas automáticamente;” y desde los cuales se drena el líquido a las barricas. En Harlan Estate este transvase se realiza directamente al roble francés para evitar la “contaminación” u otras “alteraciones” que puede producir el paso de un tanque a otro (un procedimiento habitual en otras bodegas). Después de permanecer en barricas mayormente nuevas por un período de entre un año y medio y dos, el vino es envasado en botellas que estarán estacionadas por un tiempo similar, antes salir a la venta. Los precios son restrictivos, al igual que la forma de conseguir una botella. Puede costar desde 300 a 600 dólares y para adquirirla por su precio real es necesario ser miembro del club de la bodega. De hecho los clubes y las suscripciones son una de las ventanillas de venta usuales para los vinos californianos. No importa si la botella sale 20 dólares o 200.

Viñedos de O Shaughnessy, propiedad de una familia irlandesa, sobre las colinas más altas de Howell Mountain.

NUEVA GENERACIÓN Kistler y O Shaughnessy son el ejemplo de la generación siguiente a Mondavi, Grgich Hills y Harlan Estate. En el primer caso se trata de una familia de origen austríaco de tradición vitivinícola que compró tierras en Sonoma County, a unos kilómetros de Napa Valley.  

Una región de pequeñas colinas, vegetación frondosa y vivos colores verdes, por donde corre el Russian River. La bodega realiza vino al estilo tradicional de Borgoña, pero con su filosofía. “Cuanto menos intervenimos en el proceso, mejor,” destaca Martina Baggett, anfitriona de Kistler. 

Los viñedos se encuentra sobre colinas poco pronunciadas pero a una altura de 213 metros sobre el nivel del mar; un sitio privilegiado puesto que alterna el sol con la frescura de la niebla, permitiendo un crecimiento pausado de la planta. 

“La tierra aquí es de la más diversa del mundo. Hay tantas capas diferentes que se parece a un sandwich,” destaca Baggett mientras enseña una serie de tubos de vidrio con muestras diferentes de tierra y rocas volcánicas que hallaron en el lugar.

Su especialización es el Chardonnay, que en su caso procede de una sola planta, “un solo clon (ADN);” la cosecha se realiza de noche para que la uva no reciba el impacto del calor durante el día; y la fermentación se hace de forma natural, sin prensar la uva.

El arte de prensar las uvas para extraer su jugo se realiza desde hace miles de años. Pero en la actualidad se utilizan formas “gentiles”, con el uso de máquinas modernas, o ni siquiera se prensan. 

Kistler realiza una producción mediana: 35 mil cajas por año. Su Chardonnay, puede adquirirse por entre 80 y 150 dólares según la cosecha.

Relieves y contrastes ideales de temperatura pusieron el valle en el mapa vitivinícola mundial.

DE ORIGEN IRLANDÉS O Shaughnessy es otra joven bodega propiedad de una familia irlandesa que “aburrida a los 50 años” invirtió los millones sobrantes de su negocio en la realización de un vino. “Empieza así, pero después emerge el espíritu de competencia. Entonces ya no se trata solo de hacer vino, sino de hacer uno bueno,” cuenta Luke Russ, director comercial de la bodega.

Sus tierras están ubicadas en algunas de las colinas más altas de Howell Mountain. Un sitio al que se accede por una carretera en serpentina, custodiada por filas de abetos, robles y pinos, y en donde las ardillas se pasean con total libertad.  

Su producción es minuciosa y utiliza tecnología de última generación. Las uvas se recolectan manualmente y se utilizan solo aquellas que alcanzan un estándar determinado. 

La fermentación se realiza en tanques de aluminio diseñados por ellos mismos, que poseen control de temperatura y remueven las uvas automáticamente. Finalizada esta etapa, el vino es estacionado en barricas francesas dentro la cava. Una construcción semicircular con una superficie de mil metros cuadrados y una altura de siete metros, que se construyó dentro de una ladera trasera de la bodega. Posee equipos de ventilación para mantener una temperatura acorde para la conservación del vino, y hasta un sistema de sonido para mejorar las condiciones del personal que trabaja allí. 

Al momento de explicar el éxito de sus vinos, Luke Russ destaca que su winemaker, Sean Capiaux (anteriormente se desempeñó como asistente del prestigioso bodeguero Peter Michael) dejó otros proyectos de lado para dedicarse solo a la bodega de Betty O’Shaughnessy. 

El dato es significativo. En la actualidad, los winemakers exitosos reparten sus horas en diversas bodegas. Un caso emblemático es el de Michel Rolland. Un multipremiado enólogo francés que ha logrado distinguir a un buen número empresas sin importar que tan pequeñas o desconocidas sean. En la Argentina se ha destacado internacionalmente con las marcas San Pedro de Yacochuya, producida con viñedos de la ciudad salteña de Cafayate, y Miraflor, en Valle de Uco, Mendoza.

El tren del vino, restaurante en vagones vintage para recorrer la región sobre rieles.

A LO GRANDE En las antípodas de bodegas pequeñas como esta de familia irlandesa, se encuentra la megacompañía Jackson Family. Una empresa con tantos vinos como paladares o presupuestos hay en el mundo. La compañía se fundó a comienzos de 1980 y cuenta con más de 20 bodegas repartidas en Estados Unidos, Europa, Australia, Sudáfrica y Chile; sus terrenos superan las 12 mil hectáreas y la producción alcanza las dos millones de cajas al año. 

La Crema en Napa Valley, o Calina en los Andes chilenos, ofrecen muy buenos ejemplares de Chardonnay y Carménère respectivamente, por menos de 30 dólares la botella. Yangarra, ubicada en Australia, ofrece una botella de Grenache a 35 dólares, mientras que Wild Ridge en Sonoma County, una de Pinot Noir, por 50 dólares.

En el escalafón más alto pueden citarse tres casos: Lokoya, La Jota, y Cardinale. Esta última está ubicada en Napa Valley y mediante una cita previa se puede visitar para realizar una degustación.  

A pesar de la enorme porción de mercado que cubre Jackson Family, junto a bodegas míticas como Harlan Estate, y otras familiares como Kistler, queda espacio para los pequeños emprendedores. Ese es el caso de Massimo Di Costanzo, que sin millones en su cuenta bancaria, ni en posesión de tierras, produce vinos que se venden en distintos restaurantes del mundo. 

Después de trabajar en la bodega Screaming Eagle (dueña de un hermetismo único y unos precios ridículos de 2000 dólares por botella) y para la familia Farella, Di Costanzo comenzó a comprar uvas y a producir su propio vino: Di Costanzo, Cabernet Sauvignon. 

“Hace un año no tenía ni una botella vendida. Hoy el vino está en varios restaurantes de Napa Valley, y puedo venderlo en países de Europa como Reino Unido, Suecia y Suiza”. Mientras enseña algunos de los viñedos de donde toma sus uvas, ubicados en la ciudad de Coombsville, Di Costanzo precisa que “una tonelada americana (900 kilogramos) de uvas de un buen viñedo cuesta unos 10.000 dólares”. Para sus inicios, adquirió dos toneladas de uvas y produjo 360 cajas.

Adentro de la bodega Farella, una hermosa casona al estilo de la Toscana donde produce su vino, Di Costanzo explica cómo se realiza el proceso: “Recogemos las uvas a mano y las dejamos en la bodega; luego son puestas en el despalillador para quitarles el tallo; tras ello son llevadas a tanques de aluminio para el proceso de fermentación, donde permanecerán entre 15 y 25 días”.

Al contrario de Harlan Estate o Kistler, Di Costanzo drena el líquido de los tanques y luego somete a un prensado el orujo y las cáscaras de la uva restante. El vino obtenido de ese proceso luego se mezcla con el primer líquido extraído. Finalmente, se transvasa el vino hacia barricas de roble francés y se deja estacionado hasta el momento de envasarlo en botellas. 

El precio del Cabernet Sauvignon resultante es de 85 dólares. “Más o menos el promedio al que se vende una botella de este tipo de vino en Napa Valley”, afirma el productor para justificar el precio. Di Costanzo espera aumentar su producción y conquistar nuevos mercados. Lo mismo que Harlan Estate, que proyecta construir una nueva bodega y un restaurante en una montaña cercana a su propiedad. Dos ejemplos del optimismo que se respira en este valle californiano. Sin embargo, algunos productores advierten del riesgo de una sobreproducción; de la misma forma que numerosos integrantes de la comunidad temen que la región, destacada por su microclima especial y sus tierras fértiles, termine siendo víctima del apetito empresarial.