Llegamos a Ulán Bator desde China cruzando el desierto de Gobi en el tren Transmongoliano para asistir a la Fiesta del Nadam, el masivo evento cultural y patriótico de los nómadas en Mongolia, que desde hace ocho siglos detiene el país por tres días.
La capital mongola está en la parte baja de un valle y semeja una ciudad rusa de los años sesenta, con apenas un par de edificios modernos. Pero a cinco minutos del centro aparecen las tiendas blancas circulares de los nómadas, a veces en el patio de la casa de ladrillos de una persona sedentarizada hace poco. Y si uno se aleja de la ciudad en cualquier dirección, esas tiendas aparecen por miles en un radio de muchos kilómetros.
A media mañana asistimos al desfile militar en la plaza Sukhbataar frente al Palacio de Gobierno. Miles de soldados van a pie y a caballo vistiendo la indumentaria de guerra del legendario ejército. Una estatua de Gengis Khan preside la plaza y uno se pregunta cuál será el sentido de idolatrar a uno de los hombres más sanguinarios de la historia. Pero no es la crueldad lo que celebran, sino el orgullo de una de las identidades nacionales más singulares de la Tierra, resultado de que el 50 por ciento de la población viva en tiendas y sean nómadas de manera parcial o completa.
La mitad de los mongoles lleva una vida muy parecida a la de sus antepasados, un pueblo móvil en perpetuo desplazamiento en busca de pasturas para sus rebaños: el suelo no permite la agricultura. Mongolia mide tres veces el tamaño de Francia –el 80 por ciento de su territorio es estepa verde y el resto desierto– y su densidad de población es la más baja del mundo (1,4 persona por kilómetro cuadrado). Una mirada darwinista clásica plantearía que los mongoles son menos evolucionados y por eso son nómadas. La antropología moderna considera, en cambio, que la evolución cultural no existe en estos términos: los nómadas llevan una vida agropastoril sujeta a la búsqueda de alimento para sus animales y simplemente no tuvieron la necesidad de cambiar.
Los soldados con escudos, armaduras, arcos y flechas ingresan al estadio nacional y miles de personas en la tribuna visten sus tradicionales deels de seda. Millones miran todo por televisión. El presidente de la Nación abre la ceremonia y el campo de césped se llena de bailarinas, contorsionistas, hombres con máscaras shamánicas y mil músicos tocando el morin khuur, una especie de viola de dos cuerdas inspirada en la forma del caballo. También se lanzan globos al cielo, hay pantallas gigantes y ejércitos de arqueros simulan una batalla.
En medio del desfile entra al estadio el legendario luchador Bayanmonh y es como si Diego Maradona lo hiciera en la Bombonera. El hombre, aún hoy una temible mole de 65 años, ganó 20 títulos del Nadam.
El lugar tiene algo de arena de Coliseo Romano: aquí se desarrolla la competencia de lucha tradicional bökh, el deporte nacional. Comienza la primera ronda y salen al césped 512 luchadores simulando con los brazos el aleteo de un halcón. Visten calzoncillos azules, botas de cuero y chaquetilla dejando el pecho al descubierto: esto evitaría que otra vez una mujer se hiciera pasar por hombre y derrotara a cada contendiente del sexo fuerte en nueve rondas, quedándose con el título nacional.
La principal regla en esta lucha es que el primero que toque el suelo con cualquier parte del cuerpo -salvo manos y pies- pierde. Así que los púgiles se zancadillean y enroscan en abrazos de oso mientras el estadio ruge. Hay una única categoría y en general ganan los más grandotes. Algunos son mastodontes de 160 kilos con el cuello grueso como un tronco de árbol.
En tiempos de Gengis Khan esta disciplina era de primer orden en el entrenamiento militar. Y no es sólo una cuestión de fuerza y habilidad sino también de resistencia: a veces los combates duran horas con los contendientes entrelazados sin que pase gran cosa. En los últimos años se ha establecido un límite –quizás por la transmisión televisiva– luego de una soporífera final que duró más de cuatro horas. Si el combate se alarga, instrumentan un método equivalente a la definición por penales: detienen la lucha y se reanuda con los gladiadores tomados mutuamente de los tobillos.
En la segunda jornada los dos invictos del medio millar inicial se disputan el campeonato. El ganador es un héroe nacional con acceso a contratos publicitarios y una posible carrera política.
CON ARCO Y FLECHA Para un lego que no sabe apreciar las sutilezas del combate mongol, estar dos horas al rayo del sol mirando a los gladiadores es una prueba de resistencia a la monotonía. Salgo del estadio hacia un vecino anfiteatro a observar la competencia de arquería.
Según los arqueólogos, en la estepa mongola se ejercita el disparo con arco y flecha desde hace unos 12.000 años. Así que por tradición los arqueros mongoles están entre los mejores de la historia. Los soldados de Gengis Khan eran infalibles aún desde el caballo, pudiendo disparar al galope, adelante y atrás.
La competencia se divide por género: las mujeres tiran desde 60 metros y los hombres a 75 del blanco. A diferencia de Occidente –donde los equipos son de aleaciones y tienen visor telescópico– aquí todo es “al natural”; para los mongoles usar visor es “trampa”. Los arcos son de bambú revestido con cuero de cabra y la cuerda es de tendón animal. Como adhesivo usan vejiga de pescado y las flechas son de madera de abedul.
Se compite en diez rondas de cuatro tiros y el blanco es una pared de cuatro metros de ancho por 24 centímetros de alto, construida con cilindros de cuero de ocho centímetros. En el centro de ese blanco hay un cilindro rojo: muchos ponen la flecha exactamente allí.
El jurado está justo detrás del blanco y a veces la flecha sobrepasa el objetivo. Los jueces, haciendo gala de buenos reflejos, las esquivan con maestría (la punta es roma pero suficiente para vaciar un ojo).
AL GALOPE En Mongolia el mejor amigo del hombre es el caballo, domesticado hace 3000 años. A los cinco años se aprende a montar y hay una especie de culto equino, una adoración profana que dio lugar a una literatura legendaria y una poética sobre la lealtad y la resistencia de esos ejemplares robustos y bajitos, que recorren largas distancias soportando 40 grados bajo cero y fueron el sostén del imperio. En Mongolia hay poco más de un caballo por persona.
La equitación es el segundo deporte nacional y en la tercera jornada del Nadam se desarrollan las carreras. El evento es a campo abierto a una hora de la ciudad, en plena estepa, donde se instala un gran campamento nómada con decenas de tiendas. A las 8 de la mañana largan y centenares de caballos preclasificados salen al grito de “¡ghingooo!”, como habrá ocurrido con la primera horda de Gengis Khan que partió a la conquista del mundo.
El recorrido mide 30 kilómetros, la distancia que podía hacer un caballo imperial sin parar. Los jinetes son niños y niñas de 7 a 12 años seleccionados por su bajo peso. La gloria no se la llevan el jinete ni el caballo, sino el entrenador y luego el dueño. Las yeguas no compiten y los caballos no tienen nombre sino un adjetivo que los distingue por su color: 300 palabras los describen según diferencias imperceptibles a nuestros ojos.
Los premios están en un segundo plano y el ganador recibe una mención honorifica titulada: “Por delante de los 10.000”, el número de integrantes de una unidad militar de Gengis Khan.
La fiesta es un espectáculo de masas –a esta altura moderno, lo cual no anula sus raíces- donde los mongoles se muestran orgullosos al mundo y también puertas adentro. Y subrayan el rasgo libertario de una cultura de hombres errantes que no son de aquí ni de allá, cuya vida es un viaje permanente desde que nacen hasta que mueren. Son hombres libres en el más amplio sentido de la palabra: van donde se les antoja, desprendidos de todo lo que no puedan acarrear. El día que se detengan, se les derrumbará encima el castillo cultural construido durante milenios. Por esto es razonable que les cause desamparo la idea de perder su identidad tan ligada al imperio mongol, del cual casi no ha quedado rastro –no construyó palacios ni ciudades– salvo los juegos del Nadam.