La enumeración caótica es un recurso que provoca alegría y al mismo tiempo angustia. Puede no terminar nunca y en su generoso amontonarse da la sensación de infinito, de libertad. Pero, por eso mismo, al suspender el cobijo de lo finito, desintegra el sentido, da vértigo y satura. Frente a la libertad, que por definición es absoluta y nunca puede ser a medias, uno siente felicidad pero también intemperie: puede pasar cualquier cosa.”Siempre tiene sentido, pero el sentido no está en la explicación”, advierte Pablo Katchadjian en la primera página de un libro que desde el título se postula como un juego dialéctico. El caballo y el gaucho reúne más de cien relatos breves encadenados en un fluir continuo y caprichoso donde los temas y personajes varían y pueden ser casi cualquier cosa. Un ejercicio materialista y aleatorio en donde cada historia encierra de forma muy comprimida un universo. Mundos breves que se pliegan con fuerza alegórica, son parábolas, poemas en prosa, meditaciones sobre el amor, la felicidad, la amistad y la supervivencia; historias sobre celos, libertad y fe. Pero, sobre todo, son consideraciones sobre la literatura y el sentido, o, más bien, la falta del mismo.
A veces busca confundir para descubrir algo y a veces es transparente y se vuelve misterioso. Como la profecía del oráculo, en donde el héroe al tratar de evitar su destino lo provoca y al tratar de cumplirlo se aleja, el autor abraza la tensión como un fin en sí mismo. El sentido –como la felicidad, la salud y el amor– es una promesa y, como tal, se encuentra en perpetua tensión.
Guiado por la idea de que la saturación de sentido mediante acumulación genera aturdimiento pero sabiendo que al final del ruido aparece la claridad, Katchadjian construye una obra rítmica en donde la disonancia expresa la armonía. Adorno decía que cada obra de arte contiene, al menos como momento, aquello de lo que se aparta, y que a la tradición es preciso tenerla dentro para poder odiarla. El caballo y el gaucho es vanguardista, porque intenta genera sentido a través de la confusión y el capricho, pero al mismo tiempo es clásico, porque está obsesionado con el sentido, al tiempo que no cesa de acumularlo en forma de relatos. La presentación formal bajo una enumeración o collage que aísla cada fragmento en una cadena de movimiento continuo descansa así en una recurrencia a géneros arcaicos como el sueño, la fábula o la parábola. Lo experimental del procedimiento es una funda que presenta de manera novedosa algo antiguo y misterioso: la narración. El autor rastrea el ancestral gusto literario por la paradoja para desembocar en historias que, aunque a veces suenen absurdas u oníricas, contienen el eco moral de las fábulas de Esopo, Las mil y una noches o El Decameron.
Hay novios celosos que arruinan sus relaciones,leyendas míticas sobre el origen de la mujer, un profeta que cura sin avisar, un hombre que intenta “matar al Miedo” pero se pierde y termina en una fiesta, dos renos peleando por una hembra que quedan enganchados entre sí por los cuernos, un artista que le entrega su mujer al diablo y después vende el alma para recuperarla, una versión libre del poema de Rilke Torso de Apolo arcaico, tres brujas que comparten un mismo ojo y un mismo diente, un poema rimado sobre la falta de imaginación, alguien que logra atrapar a “los tormentos del mañana” en una botella de lavandina, el universo en un vaso sucio. La enumeración enloquecida no descansa. Katchadjian recuerda a Aristóteles: “Marco Siracusano no era nunca tan buen poeta como cuando estaba fuera de sí”. Más adelante, la historia de alguien que al momento de dar un discurso descubre que “su parte inaccesible podía ser más inteligente que su parte inteligente, y que esa parte sabía más que él sobre todas las cosas y estaba más conectada con el mundo que la rodeaba mientras que la otra parte solamente estaba conectada con ella misma, por lo que era una parte semimuerta”.
Absurdo pero todavía consciente, El caballo y el gaucho, en su caos surrealista, es como un sueño que razona. Medita y se enloquece. Como el galope, tiene un movimiento continuo pero de a saltos. “¿Quién es este caballo que me lleva? ¿Dónde estará la manguera que me moja?”, se pregunta Katchadjian. El movimiento avanza sumando un argumento tras otro porque la consigna es que el caballo no retroceda jamás. Lo que a primera vista parece una enumeración inconexa más tarde conforma una constelación de climas que actúan en conjunto. Como contrapartida, la saturación de signos alberga una fondo nihilista y trágico en donde la acumulación es síntoma de un hambre en perpetua inapetencia, una apatía o tono gris que asumen las cosas cuando pasan de a muchas y a gran velocidad. Es como una melodía suave y enérgica que se pregunta: ¿Qué significa todo esto?, y responde: no significa nada.
Parece que está todo revuelto y que nada tiene sentido, pero el hechizo es justamente ese: un encantamiento que siempre parece estar a punto de desplomarse. Una manera de señalar que cualquier orden formal es frágil y al mismo tiempo eterno. A falta de un solo argumento, propone una sobredosis en movimiento.
Sin lugar para el hastío –o, justamente, usándolo como fondo–, la fuga hacia adelante de los relatos, se da a veces mezclando la tradición de lo absurdo y la tradición de la lógica, pero siempre hacia adelante. Detenerse para tratar de descifrar el sentido o la moraleja de cada historia es menos provechoso que dejarse llevar en andas por el galope de la narración.