Israel Adrián Caetano cruzó el charco para filmar una película en su país de nacimiento, una primera vez en su extensa filmografía. El codirector de la mítica Pizza, birra, faso, además de responsable de largometrajes esenciales del cine argentino de las últimas dos décadas como Un oso rojo, Crónica de una fuga y El otro hermano, recorrió las calles de Montevideo e imaginó una historia de marginalidades y violencias muy diferentes a las que pueden observarse en series como Tumberos, El marginal o Puerta 7, proyectos televisivos que lo tuvieron como creador o realizador bajo contrato.
En Togo, que tendrá su estreno en Netflix el miércoles 5 sin pasar antes por las salas de cine, Diego Alonso –un viejo conocido de Caetano desde los tiempos de Tumberos– interpreta a un ex boxeador que vive en las calles de la capital uruguaya acomodando autos y realizando otras changas en “su cuadra”, un territorio ganado a fuerza de constancia, apoyado en la confianza ciega de los vecinos luego de años de permanencia en el lugar.
Con tonalidades de western urbano, un universo que Caetano ha recorrido en varios títulos de su carrera, la historia pone primera cuando una noche como cualquier otra Mercedes, una joven de clase acomodada, aparece de la nada y decide aprender el oficio del callejeo junto a Togo. Al mismo tiempo, un grupo de narcos al menudeo ha estado testeando el mercado y decide hacer suyos esos metros de asfalto, entrando en conflicto directo con el protagonista y uno de sus compañeros.
En comunicación con Página/12, Caetano confirma que nunca había filmado en Uruguay, con una única excepción: algunos capítulos de una serie para la televisión abierta de ese país llamada Uruguayos campeones. “Fue en 2004 o 2005, justo después de Tumberos y Disputas. Siempre es un placer volver al país donde uno nació. Pero a diferencia de esa serie, que ya estaba encaminada cuando me sumé, Togo es la primera historia que se me ocurre afuera de la Argentina. Viajé huyendo de la pandemia y me instalé en Uruguay para tener una vida un poco más normal. El encierro me tenía bastante neurótico”.
Existió otra razón de peso más allá de los embates personales de la encerrona: por la escasa cantidad de casos de covid, Uruguay era el único país de la región donde se podía filmar en aquellos momentos, los más duros de la pandemia. “Cualquier idea que tuviera, dentro de cierto límites, era realizable. Como ocurrió con otras películas de creación y producción propia, como Bolivia o Francia, esta también empezó con ponerse a pensar desde cero. No tenía ganas de salir a buscar productores para que pusieran plata, en parte porque después todo se termina desnaturalizando. O porque se te van las ganas", explica.
Caetano da cuenta de cómo fue tomando forma el nuevo proyecto, donde jugó algo del azar. "Hacía bastante que no filmaba una película y salí a caminar para buscar ideas, imaginarme cosas. Así surgió todo: pateando la calle, juntándome con cuidacoches. Montevideo es una ciudad chiquita, con un millón y medio de personas, y todo está muy a la vista. Los amigos te quedan cerca, la cancha de fútbol te queda cerca, la marginalidad te queda cerca. Una marginalidad muy particular, porque los cuidacoches en Uruguay están más cerca de ser como los homeless yankis, gente que vive en la calle. No es como en Buenos Aires, que muchas veces están ligados a mafias y es gente que te aprieta para sacarte unos mangos. Es muy diferente. Por otro lado, las personas que habitan las calles de Montevideo no están ahí sólo por motivos económicos. Hay muchos con problemas psiquiátricos. Incluso hay gente que elige vivir así, de la mano que le pueden dar los vecinos. Me acuerdo de que cuando filmábamos decía ‘bueno, yo también podría vivir en la calle’. Igual es una pavada eso, porque no está bueno. Pero a veces es el único lugar que te destina esta sociedad cada vez más excluyente, y no te queda otra que apoderarte de ese lugar y convertirlo en tu casa. Además de transformar esa suerte de mendicidad en trabajo. Es una manera de darle dignidad a ese lugar."
-Togo es otra de tus relecturas del western, aunque trasladado a un ámbito urbano y contemporáneo. ¿Qué es lo que más te atrae de esos códigos narrativos?
-Supongo que esa idea de que todo está podrido hasta que alguien dice que no. Hasta que alguien dice "basta, hasta acá llegan". El héroe solitario, el tipo que viene a impartir una idea de justicia a la que uno adhiere y que no es necesariamente la institucional. Togo es además alguien que protege su espacio. Él ve un asesinato que ocurre a unos doscientos metros y no se mete. Pero cuando se meten con él la cosa cambia. Tampoco es que es un tipo que viene a representar una justicia social para todos. Es un pequeño acto de justicia que ocurre en un espacio reducido. Cuando estábamos filmando, los dos productores, Ignacio Jaunsolo y Luis Ara, me decían que si uno llegara a pasar con el auto por una esquina parecida y viese el conflicto desde afuera lo entendería como la pelea de unos locos. No vería un acto heroico, sino a un cuidacoches peleándose con unos pibes que venden falopa, y no mucho más. Es recién cuando uno se detiene, se baja del auto y se queda un rato cuando se empiezan a ver un montón de cosas que, desde el confort, no se suelen ver. A mí me interesan esos héroes. Me interesa más andar a pie que en auto. De hecho, odio manejar (risas).
-Además hacés chocar dos clases sociales diferentes. Por un lado, el ex boxeador de cierta edad que vive desde hace mucho tiempo en la calle; por el otro, la joven de clase acomodada, en conflicto con sus padres y tal vez consigo misma, que decide adoptar ese estilo de vida tan opuesto al que la rodea. Ahí también hay algo de western, con el veterano enseñando sus saberes a quien recién llega.
-Sí, la enseñanza, la herencia, el legado. En muchos westerns hay alguien en retirada que le hereda sus cosas a un novato. Es algo muy del cine gringo. Acá se da eso, ¿no? Ella llega, él le dice que la calle es peligrosa, pero a la vez es el hogar que tiene. Hay muchas contradicciones. Por otro lado, es la primera vez que me engancho con un personaje de clase alta, y desde ese lugar la película es quizás un poco más contemplativa. Siempre fui un poco belicoso con eso, tenía un discurso arraigado con las clases más bajas, algo incluso antropológico de meterme en ese lugar. Pero como decíamos antes, en Montevideo la gente no se va a vivir a la calle sólo por la falta de dinero. Hay problemas afectivos que muchas veces llevan a la gente a la soledad y a optar por esa vida. En las calles encuentran un espacio e incluso algo parecido a una familia. Cierto respeto. Es bastante particular ese fenómeno social y estaba bueno darle una vuelta a eso. Darle a todo un aire un poco más agradable. La verdad es que nunca imaginé que la realidad iba a ser tan terrible como para escaparle un poco a esos relatos medio desesperanzadores que venía haciendo. Siento que Togo es una especie de mezcla entre Francia y Un oso rojo, más franca y linda. Es también una película menos violenta, creo, a pesar de que transcurre en la calle. Tenía ganas de abordar una historia en la cual dos personajes de clases sociales, experiencias de vida y edades muy diferentes pueden unirse. A fin de cuentas es la historia de una amistad.
-¿Cómo fue el trabajo con un actor experimentado como Diego Alonso y una debutante, la actriz Catalina Arrillaga?
-Ella es un descubrimiento, es increíble. Me acuerdo de estar en pleno casting y una amiga, la actriz Antonella Costa, la vio y me dirigió la mirada hacia ella. Menos mal, porque yo no le había prestado demasiada atención a Catalina. Ella tiene un talento innato y, a la vez, una inteligencia emocional como actriz que es notable. Fue un placer trabajar con todos los actores, la verdad. Uno de los chicos narcos es músico, bastante popular en Uruguay, pero el resto son todos actores. Y a Diego… bueno, lo conozco desde hace un montón. Trabajamos juntos en Disputas, Tumberos, Crónica de una fuga. Fue guionista en la serie Apache: La vida de Carlos Tevez. Tenemos un vínculo desde hace años. Hace casi treinta que hago películas y la verdad es que la paso re bien con los actores. Es lo que más me gusta: dirigirlos.
-El rodaje en locaciones regala cosas que el estudio no puede ofrecer. ¿Fue difícil filmar en las calles de Montevideo?
-La calle tiene algo paisajístico, de western, ¿viste? Esa cosa donde el horizonte está muy lejos. Es la primera vez que hago una película donde no hay espacios cerrados. Bolivia, Crónica de una fuga, son películas muy claustrofóbicas. Tenía ganas de tomar eso del western, el más clásico: el de las praderas y las montañas. Aunque en este caso el horizonte es el mar. Pero fue un lío. Además filmamos mucho de noche. ¡Pasé frío! El frío ahí, al lado del agua, te cala la ropa. El problema central del rodaje era ese: que todo transcurre en la calle. Es un problemón. Al principio pensé que estaba todo bien, vamos a la calle y filmamos. Pero tenés que cortar las esquinas, parar a la gente. Al principio los vecinos te adoran porque estás filmando una película, pero al poco tiempo te odian por la misma razón. Fue un desafío, pero creo que la película tiene una riqueza visual muy austera, con esa profundidad de campo y horizontes largos. Cuando hice El otro hermano me quedé con ganas de hacer ese tipo de planos, más panorámicos, con espacios abiertos. Creo que me saqué las ganas. Además yo venía trabajando una cosa más estética y acá la fotografía es más cruda; estuvo bueno volver a algo más punk desde la imagen.
-Más allá de que se estrena en Netflix, Togo fue una producción independiente. ¿Qué virtudes y beneficios tiene el hecho de trabajar en series para plataformas, algo que venís desarrollando en paralelo desde hace varios años?
-Es un espacio de expresión también. Lo vivo de esa manera. Lo que sí me pasa es que cuando empiezo una serie me imagino el final, como en las películas. No veo muchas series, pero esa cosa infinita, de alguien haciendo algo para mantenerte en vilo y venderte otra temporada, y otra y otra y otra más, y que el final se va construyendo conforme al consumo es algo que no me cierra. En una película vos construís el final con una coherencia que a veces las series no poseen. Hay un rigor en las películas que las series generalmente no tienen. Hoy manda el éxito. Hay una cultura del éxito que veo incluso en el fútbol. Los jugadores juegan para ganar guita. Ya fue: no hay un solo jugador de fútbol que juegue por amor al deporte o al club. Van por la guita. ¡Y tampoco es que vienen de cavar zanjas! Ojo, que igual me cuesta juzgar eso. ¿Qué vas a juzgar, a alguien a quien le está yendo bien y tiene la oportunidad de hacer más plata? Pero bueno, volviendo al tema, cuando veo una serie siempre se me hace más evidente la cabeza de un productor que la de un realizador. En las películas me pasa todo lo contrario: sigue siendo un medio de expresión más cercano al realizador. Las series son un gran negocio y los directores estamos viendo cómo meternos ahí sin transformarnos nosotros mismos en un negocio rentable. En lo personal trato de lograr eso: hago una serie, después me alejo, intento vincularme desde otro lugar.