Si Los carneantes, de Franco Rosso, en vez de una novela fuese un video en YouTube, el clickbait podría decir algo así como: "Cien años de soledad, pero es una de zombis". O: "Faulkner, pero son las quemas de humedales". Y, como todo cebo para dedos índices ansiosos, el anuncio mentiría, pero diría una media verdad. Pues si algo reescribe esta novela contemporánea son dos cosas: una, la leyenda del hambre en la pampa gringa, la de los fundadores de sus colonias que aguantaron a hoja de cardo con aceite hasta que el campo dio su primera cosecha. Y la reescribe al revés, de atrás para adelante, a modo de apocalipsis en llamas o distopía rural o plegaria ritual dirigida a los infiernos.
Sobre la segunda, ya aparece una pista en el epígrafe, tomado de la novela Eisejuaz, de Sara Gallardo. Como los trapos rojos que van dejando sus personajes entre alambrados y cruces, es un aviso. Un aviso al lector, que le advierte su adentramiento casi inevitable en un territorio de lenguas modernistas, experimentales y neobarrocas donde resuenan extraños ecos distorsionados de la literatura gauchesca. El escenario agreste y post-apocalíptico (parajes deslocalizados donde se mezclan el realismo con el gótico, o los vivos con los moribundos y con los fantasmas, o los humanos con los animales y con nuevos entes intermedios entre ambas condiciones) va siendo plasmado como universo narrativo por una voz que reinventa su lengua poética sobre la marcha a través de ese páramo a la vez abierto y cerrado. Cerrado, porque no hay mucho aquí de un lenguaje cotidiano contemporáneo reconocible, ni de los anclajes fácticos (al modo de la crónica) entre los que transcurre la narrativa post-autónoma en boga hoy. Cerrado, porque la obra es una burbuja, como querían Bajtín y Cortázar y Sara Gallardo. Abierto, ya que esa pampa representada no tiene límites; abierto, porque se cuela en esta ficción el humo de estos días. El de las quemas, el de los chacareros renuentes a la Ley de Humedales.
Escrito en Rafaela, editado en Santa Fe capital por Palabrava en su colección "Rosa de los vientos" (que viene publicando lo más audaz y exquisito de las letras de la región), ilustrado con sugerentes dibujos por la artista santafesina Paula Bocos Cavalieri (capaz de inspirar terror y empatía en una misma imagen de pesadilla) y avalado por un texto de contratapa de Selva Almada, el libro viene haciendo un firme recorrido por varias provincias y el sábado pasado fue presentado por Almada y el autor en Buenos Aires.
Alegoría de la desigualdad social entre blancos y marrones que cunde en las ciudades del interior argentino, parodia de la gauchesca, sátira a los relatos neocoloniales de civilización versus barbarie o anuncio profético de los males que acechan si no se pone freno a la codicia, Los carneantes se sostiene en un magro hueso argumental bajo la sensual opulencia de su lenguaje. En un pasado anterior al relato, el terrateniente Bautista Mondino y su esposa Carmen usurparon el camposanto: "había corrido las alambradas con el Tataí hacía un tiempo, porque esas tierras, decían, eran cementerio viejo, y por eso tierra fértil para la siembra de los maíces". La maldición no se hace esperar: niebla oscura ("la nubla mala"), miseria y unos mutantes salvajes que en la locura del hambre devienen depredadores feroces y que de humano solo conservarán el apellido común, los Zurita. Los monjes, guardianes del cementerio, "decían que los gringos empestáu les trajimos la nubla y las plagas a sus tierras santas y no sé qué". En un drama de lujuria y traición, el ya casado Bautista embaraza en un pueblo lejano a Mara, una joven que termina pariendo un idiota y muere en el parto. El hijo es adoptado por su hermana la Chilena y el marido de esta, el Vasco Astisuaín. El relato empieza con la agonía entre visiones y la muerte del Tataí, padre del heredero Pino. Este miente en el truco, codicia a la Chilena y sabe que el heredero secreto es el idiota, el bastardo.
Si de estructura se trata, es una tragedia. Clásica y barroca a la vez. Antígona, pero con gauchos; Macbeth a punta de faca tripera. Obra además moderna en su lenguaje, ya desde el apodo inverosímil del título ("Los carneantes" en lugar de "carneadores", permutación que se explica en el interior de la obra como un gesto más del desprecio que permea la sorda conflictiva social tensionadora de todo el relato) trama un texto trabado, denso y fascinante. Atrapa al lector en su monte de sonoridades, o lo deja afuera. Franco Rosso recoge el guante de la apuesta modernista por un lenguaje alto, moldeado con la materia de la oralidad plebeya. A su manera, sigue la tradición que alentaba en la prosa de Osvaldo Lamborghini o en la poesía de Bustriazo Ortiz: una fragua del habla en la letra, una alquimia artística de la palabra. Literatura, en el viejo sentido moderno de obra autónoma y experimentación verbal. El estilo está llevado al virtuosismo a través de un indirecto libre que Rosso maneja con oficio maestro, sin soltar la pluma de poeta ni un instante mientras navega la corriente de conciencia de sus ásperos personajes. Los carneantes reinventa el idioma. Sobre todo en el uso de las preposiciones; sobre todo, en el de la preposición "a". Esa misma "a" que era la marca del barbarismo "gringo"; allí hinca este libro la raíz de una huérfana forma de patria...
¿De patria chica, mediana o grande? Novela argentina como mínimo, latinoamericana sin lugar a dudas, Los carneantes fue escrita en Rafaela, provincia de Santa Fe. Rafaela, donde el dialecto piamontés dejó su huella incluso en esta novela, fue la mayor colonia agrícola del siglo diecinueve. Allí vive Franco Rosso (Tostado, 1979), quien a comienzos del siglo XXI fundó el grupo "Prima Liter" con otros tres escritores jóvenes de la ciudad: Santiago Alassia, Matías Aimino y Gustavo Lombardo. Su tercera novela, Mandarinas (EMR, 2019), fue finalista del Concurso Regional de Nouvelle de la Editorial Municipal de Rosario. La cuarta, Los idos (Fondo Editorial Municipal de Rafaela, 2021), puede leerse com precuela de Mandarinas y prefigura la atmósfera surreal de Los carneantes.