Buenos Aires, mayo de 1960. Terminada su actuación en el teatro Ópera, Ella Fitzgerald pide que la lleven a un club de jazz. Quiere conocer alguno de esos antros en los que toda gran ciudad rinde tributo al género musical que la tiene a ella como Primera Dama. Le dicen que ese lugar, en la capital argentina, se llama Jamaica. Cuando llega al club, allí están tocando Jorge Navarro, Jorge López Ruiz y Pichi Mazzei. Entonces Ella se recuesta sobre el piano vertical y, sin dejar de mirar al joven pianista, inicia un largo scat. A metros –en los clubes de jazz todo sucede en espacio mínimo y tiempo máximo–, el gran Jim Hall se acomoda con su guitarra, mientras Roy Eldridge, que prefirió dejar su trompeta en el hotel, oficia de barman pasadísimo de copas. El pianista tiene sólo 20 años, pero toca con la naturalidad de un jugador experto, sin dejarse intimidar por esa diosa que cayó en Buenos Aires.
Ella canta como si estuviera desperezándose en el comienzo de un nuevo día. Disfruta de las paráfrasis que el pianista no deja de inventar. Volverá las noches siguientes, puntualmente tarde. Y querrá llevarse al pianista a los Estados Unidos. A él y otro joven llamado Sergio Mihanovich. La secretaria de Ella anota nombres, direcciones y teléfonos. Se sabe que los norteamericanos no suelen perder tiempo tomando notas que luego descartarán. La cosa va en serio. Tan en serio va que, un tiempo más tarde, Sergio se irá a Estados Unidos, para volver de vez en cuando, ya convertido en el compositor de “Sometime ago”, casi un hit en la versión de Bill Evans. El pianista del Jamaica, en cambio, no emigrará. No sabe leer partituras, conoce pocos temas: teme no estar a la altura del desafío.
A 57 años del que tal vez haya sido el momento epifánico de una vida poblada de anécdotas de alta gama, Jorge Navarro rememora con una sonrisa algo sesgada por la melancolía. Sí, tocó con Ella Fitzgerald –y años más tarde lo hizo con Buddy DeFranco, con Clark Terry, con James Moody–, pero las grandes felicidades musicales las vivió con sus compañeros más entrañables. Basta con mencionarle a Rubén “Baby” López Furst o a Jorge “Negro” González para que sus ojos se empañen. Radicado hace tiempo en Pilar con su esposa Susy, Navarro cuenta que se está reponiendo después de atravesar algunas dificultades personales. Cuenta que cuando se mete en una interpretación jazzística ingresa en otra dimensión. La música es el ángel protector de este pianista argentino de 77 años que tocó de todo con todos.
A menudo debió hacer música que él denomina “comercial”. Lo hizo con el grupo pop Sound & Co, con el que grabó 5 LPs, varios simples e hizo giras por EE.UU. cuando, en el declive de los 60, el jazz estaba en baja. Más tarde integró La Banda Elástica, ese brillante seleccionado de música ligera dirigido por Ernesto Acher. También se mudó por un tiempo al territorio del jazz-rock (su versión de 1977 del clásico de Led Zeppelin “Black Dog” dio que hablar), y con Rubén Rada se sacaron chispas en un par de discos. Pero más que la música en general, su verdadera pasión siempre ha sido el lenguaje de la improvisación. Sin cometer flagrante injusticia, podríamos calificarlo como el pianista argentino de jazz más notable que dio la Argentina en la era post-Mono Villegas.
Jorge “Pampero” Navarro se inició jovencísimo en un tiempo en que escaseaban lugares donde tocar, casi no existían contrabajistas y la distancia entre Nueva York y los aficionados argentinos se medía en años luz. Quizá por eso la sola mención de su nombre resuena míticamente en los oídos de los músicos más jóvenes, al mismo tiempo que la apreciación que él mismo hace de la escena actual es muy positiva: “Este momento es superior, en número y calidad, a mi época”, asegura. “Pensá que a veces Miki (Chico Novarro) tenía que agarrar el contrabajo porque no había quién lo hiciera. El pobre terminaba con los dedos muy doloridos. Sólo estaban Jorge López Ruiz y el Negro González; también Alfredo Remus, pero luego se fue a vivir a Europa. La situación con los demás instrumentos no era muy diferente. Tras una brecha prolongada, comenzaron a aparecer músicos por todas partes. Realmente nunca hubo tantos y tan buenos como hoy. En el piano, por ejemplo, Hernán Jacinto, Francisco Lo Vuolo y Guillermo Romero son muy buenos.”
Junto al baterista Fernando Martínez y el contrabajista Arturo Puertas, Jorge participa en estos días de Leyendas del Jazz, un lindo ciclo producido en Bebop por su amigo Alberto Grande. La propuesta es combinar sobre el escenario a músicos de distintas generaciones. Sin ensayo y sin red, un poco a la manera de aquellas jams en las que Jorge supo foguearse en su juventud. El repertorio, lingua franca entre edades diferentes, está conformado por temas cuyos patrones armónicos y formales posibilitan una interacción rápida y efectiva. Mientras tanto, Jorge tiene algunos planes en carpeta. A fines de octubre volverá a reunirse con Ernesto Acher para homenajear a George Gershwin en el teatro Coliseo. Refrendará así con el ex Les Luthiers Gershwin, el hombre que amamos, aquel concierto que hicieron junto a López Furst en el teatro Avenida en 1998. Esta vuelta, el tour de forcé en torno a Gershwin será con trío de piano, contrabajo y batería más orquesta, tal como lo revisitaron en 2006. También es factible que grabe un disco de solo piano en los estudios de Lito Vitale. Al menos con eso lo están tentando Lito y Manolo Juárez.
Tocaste y grabaste en diferentes formatos, si bien en estos últimos años el dúo parece ser tu molde favorito. En cierto modo, también lo fue en el pasado, a juzgar por el recorrido a dos pianos que hiciste con Baby López Furst.
–Es verdad, últimamente se me dio por tocar sin batería, especialmente con contrabajista. Lo hice primero con Carlos Álvarez, que luego se pasó al piano, y luego con el bajista de mi último trío Arturo Puertas. En estos dúos se obtiene un sonido más cálido, como si dijéramos más acústico. Hay otro feeling. En cuanto al dúo con Baby, nunca toqué con tanta intensidad, era una inspiración permanente. En mi opinión, Baby fue el pianista más maravilloso que dio este país. Juntos grabamos los discos Dúo y Jazz en buenas manos, además del doble Gershwin, el hombre que amamos/La primera vez. Otra experiencia muy querida fue el álbum Tráfico urbano con el trompetista Gustavo Bergalli, pero ahí contábamos con una base de contrabajo y batería.
Jorge Navarro nació en Buenos Aires, el 20 de enero de 1940. Su padre era valenciano –contaba con pocos meses cuando llegó a la Argentina– y su madre, oriunda de Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos. En una familia de clase media, con padre comerciante y hermano abogado, Jorge se atrevió a ignorar todo mandato liberal y saltar de las inocuas clases de piano con profesora de barrio al grupo Swing Timers, un colectivo identificado con el estilo de los grupos reducidos de Benny Goodman. Tenía 16 años de edad y ya recorría los mentideros del jazz porteño, por entonces escindido entre los tradicionalistas del Hot Club y los apóstoles locales de Parker, Gillespie y compañía. Estos últimos, agrupados en el Bop Club de Buenos Aires que sesionaba en el local de la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes), lo premiaron dos veces consecutivas con la medalla al mejor pianista argentino. “Yo tocaba en ambos sitios el mismo repertorio de la misma manera”, recuerda divertido. “No sabía si lo mío era tradicional o moderno. Aún hoy no lo sé.” Poco después, de visita en la Argentina, el crítico de la revista Down beat Gene Lees lo escuchó y lo eligió entre los mejores tres pianistas de jazz off- Estados Unidos.
Existieron pocos pianistas “intuitivos” en la historia del jazz. En ese sentido, tu caso es bien particular: te largaste a tocar el piano prácticamente sin ninguna formación y te fue muy bien. Incluso con los años desarrollaste un estilo que podría calificarse de virtuoso.
–La verdad es que he sido un caradura. No tuve formación, en absoluto. Fui intuitivo, orejero, con una técnica que me la inventé yo. Mi primer héroe del piano fue Teddy Wilson –de ahí saqué la mano izquierda ágil–, y luego llegaron Bud Powell y otros que ampliaron el horizonte armónico, pero tampoco me pasaba el día escuchando discos; tenía muy pocos, y a muchos grandes músicos los iba descubriendo en casas de amigos. Me tuvieron mucha paciencia. Me refiero a Gato y Rubén Barbieri, Lalo Schifrin, Jorge López Ruiz, Alfredo Wolf, Pichi Mazzei. Ellos tenían algunos años más que yo y me pasaban información. Recuerdo que Gato me decía, tartamudeando: “Boludo, ponele una séptima a ese acorde”. Más tarde tomé algunas clases con Rodolfo Alchourrón, al que conocí cuando con Chivo Borraro y otros fundamos la Agrupación Nuevo Jazz, un emprendimiento muy importante, que en verdad nació porque no teníamos muchos lugares donde tocar. Pero fue ya pasados los cuarenta que me puse a estudiar más en serio. Lo hice para poder enseñar. Parece mentira, pero fue así. Walter Malosetti me ofreció dar clases de piano en su Escuela de Música. Yo había dado algunas clínicas en Austria y Alemania, cuando viajé con mi grupo y el saxofonista austríaco Karlheinz Miklin. Entonces decidí sistematizar mis conocimientos adquiridos de manera intuitiva. Me vino muy bien. Hoy leo y escribo música.
De La Cueva a Jarrett
Desde hace un par de años circula por YouTube un video tomado en vivo en La Cueva de Avenida Pueyrredón en julio de 1962. Se trata de un cortometraje filmado por Jorge Guglielmi: Passarotus Jam-sessions. El film permite explorar un poco más los rituales nocturnos de aquella juventud desencantada de Frondizi –la de los “mufados” de Miguel Grinberg o “los jóvenes viejos” según la película de Rodolfo Kuhn–, pero se trata, básicamente, de la eternización de un instante clave en la historia del jazz argentino. Es el momento de partida de Gato Barbieri a la Europa del primer free jazz; el de consolidación de varios –entre ellos, Navarro– de los que en 1960 habían fundado Agrupación Nuevo Jazz; y quizá el último momento de centralidad de la música de improvisación entre los jóvenes ávidos de modernismo cultural. Poco más tarde irrumpirían otros sonidos, otra sensibilidad, justo ahí, en La Cueva, espacio simbólico de relevo generacional. “Ese video lo subió mi mujer. Se filmó en una noche. Por ahí se ve a Juan Carlos Cáceres en trombón. El gordo Cáceres, que más tarde se mudó a París, era quién manejaba La Cueva. En el corto también están Norberto Minichilo en batería, Arturo Pérez Estévez en contrabajo y Nelson Dellamagiore en saxo tenor. Tocamos ‘Las hojas muertas’ y un par de blues. Generalmente yo me presentaba con mi trío. Fue justo antes de la irrupción del rock. En la transición, digamos.”
En los últimos años se impuso la composición entre los músicos de jazz. Sin embargo, vos siempre permaneciste fiel al repertorio standard.
–No soy compositor, si bien tengo algunos temas escritos. Pero no toco siempre lo mismo. Cuando me fui a vivir a Pilar hice una investigación con el repertorio. Reuní 1400 temas que podrían calificarse de standard. Es decir, me armé mi propio Real Book. Algunos los tenía, otros los encontré en casas de amigos. Sólo de Antonio Carlos Jobim, cuyas creaciones son muy apreciadas entre los músicos de jazz, tengo unos 50 temas. De los grandes compositores americanos sólo conocemos una parte. Por ejemplo, de Cole Porter yo sabía no más de 5 temas: “Noche y día”, “Te llevo bajo mi piel” y algún otro. Finalmente, encontré 40 canciones de Porter, y sé que hay más. Y así con muchos. Es cierto que últimamente no puedo retener en la memoria tanta músicas, pero no me importa. Ahí tengo las partituras por si las olvido.
A la pregunta sobre su compositor favorito, Navarro responde sin respirar: “¡Richard Rodgers!”. Sí, claro, el de “Rodgers y Hart”. El oyente de jazz ha visto mil veces esos apellidos en etiquetas de discos y contratapas, pero nunca le prestó la atención que gente como Jorge Navarro le ha dedicado. A lo sumo se sabe que el compositor se llamaba Richard y el letrista, Lorenz. Ese interés exploratorio en la trama íntima del gran palimpsesto del jazz hace la diferencia. Ciertamente Navarro improvisa de manera atractiva a partir de “All of me” o “We’ll Be Together Again”, pero su conocimiento de los standards “menos standards” lo vuelve un intérprete más sabio, a la vez que refrenda sus votos a favor de un estilo compositivo cancelado varias décadas atrás.
El caso testigo de la vigencia del gran songbook americano como hoja de ruta de la improvisación es el trío de Keith Jarrett, por el que Navarro agota ditirambos. “Creo que es el pianista más grande que ha dado la historia”, sentencia. “Me refiero al del trío con Peacock y De Johnette. El del concierto en Colonia no me interesa”, completa con un gesto de rechazo, y acto seguido explica por qué le gusta tanto ese trío, acaso el ejemplo más persuasivo a favor de la musicalidad que tres artistas pueden generar a partir de viejas canciones. En el fondo, lo que fascina a Navarro del trío de Jarrett, más allá del extraordinario resultado musical, es el grado de conexión entre las partes. Lo que finalmente está en juego en ese juego de la improvisación es un código de comunicación. Sin eso, no hay virtuosismo que valga.
A propósito de códigos, Navarro disfruta contando un episodio que, más allá de la mortificación que le produjo en su momento, lo ayudó a entender cuan sutiles y complejas resultan ser las distintas culturas musicales. Antes de partir de Buenos Aires, Ella Fitzgerald y sus músicos aceptaron la invitación de Sergio Mihanovich para reunirse en su casa, a beber, escuchar y tocar. Otra vez sin su maravillosa trompeta, Roy Eldridge se ubicó en la batería: quería interactuar con ese joven pianista que tanto le había gustado a Ella. Mientras Sergio y la invitada de honor bailaban apretaditos, los músicos empezaron a fluir con un blues cadencioso. Pero un malentendido tronchó aquel clima amistoso y sensual. Fue cuando Navarro optó por cerrar una cadencia final con un par de acordes en trémolo, exagerando la expresión blusera, un poco a la manera de gran final de un espectáculo nocturno. No acababan de acallarse las cuerdas de aquel piano cuando Eldridge saltó de la batería hecho una fiera y empezó a espetarle insultos: “You mother fucking...!”.
Debió terciar Jim Hall, que tras una larga conversación logró calmar a su compañero y explicarle a Navarro, que había perdido la sonrisa entre los pedales del piano, lo que realmente había sucedido: “En los Estados Unidos, ese modo de terminar un tema se considera despectivo, una falta de respeto a la tradición afroamericana”. Gran lección para el pianista del Jamaica. La tendría en cuenta el resto de su vida con swing. Como decía Bill Evans, la intuición debe ir por delante del conocimiento, pero no se la puede dejar sola.