Una concha. Una gran concha peluda en el lado izquierdo de una enorme pantalla dividida en tres es lo primero que veo al entrar en uno de los hiperbólicos espacios azul lumínicos de la Tate Modern. El tríptico de videos cubre totalmente una pared. Es el 2000 y estoy en Londres por un intercambio con la escuela de fotografía. Es mi primera inmersión total en el arte contemporáneo. Hasta ahora me había interesado casi exclusivamente en la fotografía, snobeando lo que existía del otro lado del bajo cerco que divide todavía hoy el ghetto Fotografía de los otros medios. 

El video a la izquierda: un plano vertical; la mujer semidesnuda yace acuclillada en el piso con piernas bien abiertas. Hay espera. No se ve mucho más. Uno no está acostumbrado a lentísimos minutos de una desnudez tan naturalmente allí de frente y en ese tamaño. Se ven las contracciones de la panza, la tensión de los músculos de la vagina, del ano. La mujer emite gemidos intermitentes y a veces unos hermosos brazos machos peludos la abrazan amorosamente de atrás y la acarician. Te ayudan a llevar la lentitud de la acción como los respiros. En el medio del tríptico, el video más grande y poético de los tres y a mi parecer el más aburrido (lo miro poco): es un cuerpo que flota en el agua oscura con un vestido blanco. Fluido negro, suavidad blanca. La extrema blancura como la extrema limpieza, el perfume de Cif (el olor de perfume en general) me da escalofríos, un rechinar de dientes (como morder una piedra, un pizarrón), un  sentido de muerte; y –claro– el tríptico habla de eso. Otro recuerdo de esa estadía es el olor fuerte de veneno contra las cucarachas y las pulgas, un edificio post post victoriano completamente fumigado. Me da asco, como el olor de todas las alfombras húmedas de las casas londinenses y aunque la invitación de la chica del intercambio parece una suba interesante de la temperatura hormonal prefiero salir a la calle. Me imaginé cogiendo en ese olor, con las pulgas imaginarias ya muertas corriendo por la ingle, y no me tentó nada. A la extrema derecha del tríptico, un video de una subjetiva que graba muy lentamente a una persona anciana; flota la cámara lenta; otra mujer flaca, chupada por no se sabe qué enfermedad o simplemente por el tiempo débil que le late cada vez menos. Es un hospital, una cama blanca. Boca abierta, la mujer anciana casi no reacciona. Solo los párpados entreabiertos humedecen todavía los ojos negros y vacíos. Espera y lentitud… Una tensión cálida en los ojos y en los intestinos y por eso los 29 minutos del tríptico los miré tres veces sin salir. Mientras tanto mi acompañante deambuló y miró toda la Tate.  

Exhausto, critico el video: demasiado fácil –digo– grabar tan íntimamente una mujer que está pariendo y una mujer que está muriendo. Es una violencia de privacidad que me genera rechazo voraz y fascinación imaginativa. Mi compañera me contesta que la mujer que está teniendo un hijo es la compañera del artista –Bill Viola–, los brazos machos que la acarician y la acompaña son los suyos y la mujer chupada que se muere en una cama de un hospital es su madre… Él le grabó la cara y le acarició las mejillas hasta que se volvió cáscara. Me callo casi con culpa y hoy vuelvo a pensar que con millones de muertes disponibles en youtube, esa tiene algo: una gota concentrada, preciosa, verdadera y necesaria. Una cabeza entre gritos que sale de la concha de un lado. Cuerpo energía. Y del otro, una verdad que lenta gotea de un contenedor cuerpo. La puja de la vida y de la muerte. Unos años después empecé a desarrollar mis temas con múltiples soportes diferentes; ese shock visual despertó algo nuevo en mis nervios, y estoy agradecido. 

Tres veces vi el Tríptico de Nantes de Bill Viola ese día en Londres y un millón de veces escuché un tema que adoro de Tricky. El video de la canción muestra un cuerpo vestido de blanco que flota en el agua oscura: el link entre el tríptico de Bill Viola y la canción que más escuché en mi vida...Wash my soul de Tricky. Inmenso enano negro y flaco con una lengua afilada, rasposa y caliente. Los labios carnosos, el ghetto en los huesos, con mucha guita pero siempre cerca del ghetto. Lo escuchás en entrevistas a Tricky y te preguntás cuántas son las neuronas que chocan entre sí para emitir pensamiento. Igual de él, inmenso, no te esperás perlas de sabiduría sino verdad y oscuridad densa como el betún y bajos que te labran el diafragma. Sólo murmura sus temas, grajea de merca, habla y lo hace calmo y rabioso. Murmura negro y ojos afuera de las órbitas. Susurra en el micrófono mientras la power compañera de turno canta hermosamente. Tambalea la cabeza, humedece los labios y la espalda se arquea. Me encanta tambalear la cabeza con ojos cerrados. El piccolo diablo: un placer erótico verlo; cuando entra con la voz es allí, en ese momento, que todo se dilata. Puja vida, puja muerte. Como la papusa que se pasó por la nariz en el recital en Groove hace un par de años atrás. Su maxilar no paraba de rumiar como el beat en su pecho y el mío, mi cabeza tambaleante y ojos blancos entreabiertos. Fui de los que subieron a su escenario a bailar y poguear con él; en un momento, por un tiempo que me pareció larguísimo, lo abracé de atrás y saltamos. Abrazar su cuerpo encorvado duro, transpirado y famoso me exaltó y excitó. Parece que alcanzan dos neuronas si te llamás Tricky para producir verdadera poesía. Posta. Infinitas veces escuché este tema. Wash my soul. Cocinando, escribiendo, muchas veces bailando solo en casa con un par de cervezas o resacoso con ya todxs en la cama y yo a pleno volumen en los auriculares como un autista. Una vez más y al ratito otra y otra vez más, repetir hasta caerme en el cansancio y viajar al negro. El riff de la guitara y su voz extrañamente dulce. Luego la guitarra dura, cortada, la cabeza tambaleante y los violines. Escuchando ávido y bailando.

Tal vez la única cosa que seguiré intensamente frustrando es el deseo de no haber seguido esa facilidad de mover mi cuerpo en la increíble densidad del espacio; bailar profesionalmente finalmente no sucedió, aunque moverme es mi única libertad.

El único tiempo donde todos los adornos mentales inútiles y físicos coinciden en un espacio precioso y erótico.

El único espacio tiempo de expansión y seguridad.

Bailando con ojos blancos entreabiertos y una sonrisa de burla dejando caer la boca hacia el mundo saliva amarga con gusto a libertad y ojos blancos entreabiertos.


Andras Calamandrei nació en Zofingen (Suiza) el 4 agosto de 1975. Se graduó en fotografía en la Fondazione Studio Marangoni de Florencia (Italia); desde el 2004 vive entre Buenos Aires y Florencia. Trabaja con fotografía, video, bordado y tallado sobre mármol. Su búsqueda artística abarca temas personales que utilizan la memoria familiar para reformular relatos ficcionales visuales. Otros trabajos problematizan la esquizofrenia del capitalismo, el colonialismo, las guerras y la violencia. Sus trabajos fueron exhibidos en numerosas muestras colectivas y personales en espacios no-profit, teatros, galerías, museos de Florencia, Génova, Berlín, Arles, Milán, Buenos Aires, Venecia y New York.  www.andrascalamandrei.com