No tengo idea de cuándo escuché por primera vez “Cariñito”. Por mucho tiempo viví sin saber quiénes la cantaban, ni de dónde era, ni quién la había compuesto; pero me gustaba. Me sabía pedacitos, esa canción estaba ahí, no tenía que preocuparme por ella, cada tanto sonaba y yo me ponía a bailar. Y la había bailado muchas veces, ya, ese día en que, apretujada en el asiento de un camión entre mis dos amigas, la escuché dándome cuenta. Hay una edad en que no hay que preocuparse por muchas cosas, y nosotras estábamos dejando esa edad; vendimos empanadas y entregamos volantes para una academia privada en la peatonal, metimos dos materias de Letras en el último llamado de diciembre, aprontamos mochilas y carpa prestadas, y nos tomamos en Rafaela un tren que salía 27 pesos hasta Tucumán (cuando llegamos se nos hizo parecida en el calor, las plazas y las casas a nuestra Santa Fe, pero sin laguna). De Tucumán fuimos a Tafí del Valle, de Tafí a Cafayate, de ahí a Salta y después a Cachi cruzando el parque Los Cardones, para terminar en los magníficos cerros de Jujuy, casi sin plata después de haber perdido las varillas de la carpa iglú.
Si miro ahora, es un mar la sal desde el mapa de google. Hay que alejar el zoom para darse cuenta de que esa marquita roja sobre un fondo celeste, está sobre la tierra señalando las Salinas Grandes. En ese entonces lo más cercano a un GPS que teníamos era un Atlas de rutas Firestone que había quedado en la cucheta de una pensión en Purmamarca. El camino nos había parecido corto, y después de una siesta a hacer dedo para conocer las salinas, no eran más de 100km. Nos levantó más tarde un camión peruano que transportaba un ácido para separar la plata del hierro. El tanque, según nos había dicho Freddy, no tenía rompeolas. Y como el líquido en las subidas pronunciadas se acumulaba al fondo de la cisterna, cada avance implicaba también un retroceso dado por la inercia, y muchas frenadas. Que el tanque no tuviera rompeolas era ilegal, más aún en un camino con curvas, contra-curvas y precipicios. Empezaba atardecer y nosotras a preocuparnos por la vuelta. Y ahí estábamos, sin escapatoria, haciendo fuerza para llegar a destino antes de que se fuera el sol y por confiar en Freddy y en su experticia para maniobrar una mole a paso lento por una ruta angosta contando anécdotas. Cuando la muerte se siente cerca se habla de otra cosa o se permanece en silencio. De pronto, sentimos una explosión y después otra, yo apreté el tapizado, una de mis amigas gritó y Freddy no dijo nada por un rato hasta que se echó a reír, los frascos de mermelada que traía debajo del asiento se habían destapado por la presión de la altura, era algo usual. Nos pasó hojas de coca para que no nos apunáramos, y en ese momento, con la planta inca entre los dientes, en la cordillera, sonó “Cariñito”, algo se aflojó, y todos cantamos: Lloro por quererte, por amarte y por desearte. Es lo más cerca que estuve de Perú en mi vida, si en vez de bajarnos en las salinas, seguíamos viaje podríamos haber llegado a Cusco gratis. A Freddy se le hinchó el pecho de que conociéramos la letra. Para él “Cariñito” era la canción que hacía conocido a su país, una visa gratis que alegra a cualquiera, “Cariñito” era el Maradona de los peruanos. Nos habló del compositor, el gran Ángel Aníbal, de la cumbia chicha y de la chicha, de los bailes de su juventud, sus amores y las motos, y siguió manejando borracho por el entusiasmo que le producían sus recuerdos.
Antes, la gente que nunca estaba triste me parecía banal, poco profunda. Ahora, muchas veces me parece lo contrario. Puede haber un trabajo inmenso en esquivar la nostalgia y los golpes bajos, en separar la plata del hierro y quedarse con lo que brilla. Y de eso habla “Cariñito”, un ritmo trabajado, un ritmo que mezcla sonidos de todos lados, un sonido amazónico y andino que te impulsa a moverte, a girar de alegría con los brazos abiertos y saltar. El huayno, el rugido, la cumbia y el rock: la psicodelia del Perú al servicio del entusiasmo. Esa es la forma que esta canción encuentra para el llanto: un lamento de alegría, con el vocativo más hermoso: Ay, cariño, ay mi vida. Nunca, pero nunca me abandones, cariñito. Compuesta en Lima en 1979, cruzó fronteras físicas, imaginarias y temporales, es una llama que desde entonces aviva fiestas que parecen apagarse. Y sabe sacudirme la preocupación. Antes de que la canción llegue a su final, los intérpretes se presentan a sí mismos entre ruidos de botellas y risas: Estos son Los hijos del sooool. Y luego: —Me llaman aserrín — ¿Por qué, Ángel Aníbal? —Porque soy lo último que botan de la cantina. Parecen anticiparse así a las formas de circulación de la cultura oral. Y además hacen un buen chiste, por si no bastaba con todo lo demás para no olvidarla nunca.
Cuando llegamos por fin a las salinas, el negocio de recuerdos había cerrado y empezaba a refrescar. Sacamos tres o cuatro fotos ridículas y memorables jugando con la perspectiva, y nos subimos al auto de unas estadounidenses que volvían a Purmamarca. En ese suelo grumoso, de pura planicie refractaria, la ruta era una tajada que se perdía en el horizonte y un camión cisterna la pisaba rumbo al Perú.
Larisa Cumin nació en Santa Fe en 1989 y vive en Mar del Plata. Realizó la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF, es Profesora de Letras (UNL) y Especialista en Ciencias Sociales con mención en Lectura y Escritura en Educación (Flacso). Coodirige junto con Matías Moscardi la editorial de poesía y ensayos sobre poesía Moscú. Conforma el grupo de difusión de poesía para las infancias Poeplas y dirige la colección de cónicas "Quiloazas" de la editorial Vera Cartonera (UNL/CONICET). Publicó la novela El magún (Rosa Iceberg, 2022), La calle del eros, un pérfil sobre el poeta Fernando Callero (Vera Cartonera, 2022) y los libros de poesía La gran avenida (Vera Cartonera, 2020; es pulpa, 2022), La escapista (Club Hem, 2018) y Flaquito (Corteza, 2014). Algunos de sus poemas integran las antologías Martes Verdes, edición federal (2020), Van Llegando (Mansalva, 2017) y Poetas Centro (Centro Federal de Inversiones, 2018). Coordinó talleres de lectura y narración para niños y adultos en la fundación Lectobus (Santa Fe 2014 - 2018). Es narradora oral y dicta talleres de escritura desde 2014.