Hoy en día, cualquiera que se llame a sí mismo aventurero es una vergüenza. Nunca he hecho nada arriesgado por el bien de una película. Existe el mito de que me complico más adrede. Es lo más errado de lo errado. Hubiera preferido filmar Fitzcarraldo en medio del Central Park, salvo por el problema de que no hay una selva en el barrio. Habría dirigido el film desde la ventana de un departamento sobre la Quinta Avenida, tal como, años después, hubiera preferido filmar Grito de piedra en Múnich, donde podría haber dormido en mi propia cama. Puede que a los alquimistas les entusiasme buscar las rutas más difíciles, pero no es mi caso. Jamás hubiese terminado ni una sola película si saliera deliberadamente en busca de problemas. Ya es lo bastante difícil hacer cine. Es simple mala suerte que me atraigan los personajes como Fitzcarraldo, cuya misión es transportar un barco a través de una montaña. Nunca busco la aventura. No soy irresponsable. Sólo hago mi trabajo.

Hay una diferencia entre la exploración y la aventura. Soy una persona curiosa, en búsqueda permanente de imágenes nuevas y lugares dignos, pero, a pesar de que a menudo se me etiqueta despreciablemente de “aventurero”, lo rechazo de forma rotunda. Se aplica solamente a los hombres y las mujeres de épocas antiguas, como los caballeros medievales que viajaban hacia lo desconocido. El concepto se ha degenerado desde entonces y, en la actualidad, genera una vergüenza fea y patética. Los montañistas de las zonas, como los sherpas, baltis y suizos, jamás escalaron por tradición las cumbres que los rodeaban y, de esta manera, no las despojaron de su dignidad. Mantuvieron intacto el esplendor de las montañas. Hay una filosofía asquerosa detrás de esos caballeros ingleses que empezaron a escalar solo porque sí, y que luego salieron corriendo para asegurarse de ser los primeros en llegar al polo Sur. El sitio no es muy interesante; es simplemente agua y hielo a la deriva. Todo hace pensar en peces muertos –blancos, podridos, hinchados, panza arriba- que flotan en agua sucia y, desde entonces, los autopromotores tomaron las riendas del espectáculo. Los aventureros actuales se refieren a sus viajes en términos militares: “conquistamos la cima” o “regresamos victoriosos del monte Everest”. No soporto esa forma de hablar. ¡Fuiste gran cosa en 1910 cuando volviste de África y les contaste a las damas cuántos elefantes habías matado! Haz lo mismo ahora en una fiesta y te tirarán una copa de champán en la cara.

Odio sobre todo el seudoaventurerismo, en que la escalada de montañas pasa a tratar sobre la exploración de los límites personales. Tuve discusiones con Messner en relación con esto porque diseñaba su personaje mediático con base en el concepto del “Gran Aventurero”. Me estoy preparando para el día en que aparezca el primer escalador descalzo en el Everest o el primer velocista que corre para atrás por el Sahara: la suerte de tonterías de la que está plagado El Libro Guinness de los records. Hasta se pueden reservar unas “vacaciones de aventuras” para ver a los cazadores de cabezas y caníbales de Nueva Guinea.    

Es el tipo de disparate que impregna el concepto degenerado de "aventurismo" y que encuentro tan flojo. Por otro lado, me encanta el francés que atravesó el Sahara en reversa en un 2CV, y gente como Monsieur Mangetout, que se comió su propia bicicleta. Me parece que también trató de comerse un avión bimotor. ¡Qué tipo!


Fragmento de las conversaciones de Werner Herzog con Paul Cronin, extraido del libro Werner Herzog, una guía para perplejos. Más información sobre este libro que acaba de publicar El cuenco de plata en RadarLibros.