Desde Santiago del Estero
En Santiago del Estero son pocos los que no conocen la historia de la Salamanca, un escondrijo entre los breñales de los montes donde una vieja leyenda asegura que vive el Zupay, demonio heredado de las mitologías inca y aimará. Aunque el relato está prendido en todo el norte argentino, donde estos pueblos precolombinos habían irrigado su influencia antes de que las provincias fueran provincias, los santiagueños lo acuñaron con tanta pasión que hasta incluso llaman Salamanca a populares festivales de folklore y de rock actuales.
De algún modo, este perdurable ritual pagano supone uno de los últimos estertores de resistencia cultural de las civilizaciones originarias frente a esa conquista evangelizadora que impuso dioses puros que, a diferencia de los locales, no concedían deseos o poderes automáticos sino que exigían una pleitesía de por vida para, en una de ésas, premiar la devoción en el más allá. Si el dios católico requiere de una adoración paciente e ininterrumpida mientras mira todo desde un cielo inaccesible para los humanos, el diablo norteño atiende en una cueva a mano de quien la busque y sin reclamar más que la valentía necesaria para hablarle a la cara.
Los creyentes afirman que a la Salamanca acuden cantores, guitarreros y bailarines, brujas y curanderas, domadores y cazadores, y todo aquel que se crea habilidoso en el trabajo, las peleas o el amor. El objetivo de la peregrinación solitaria es verse favorecido con facultades que no se pudieron conseguir en la vida terrenal.
La entrada a la Salamanca es imperceptible y sólo se puede hallar con la guía de un intermediario, quien además le provee al interesado la contraseña necesaria para entrar a la caverna. Además, hay que desnudarse y armarse de gran valor: en ese recinto subterráneo habitan animales espeluznantes como arañas peludas, escuerzos gigantes y víboras venenosas que enroscan a todo aquel que se anime al desafío de abismarse en el inframundo del Zupay.
El ritual de iniciación es acompañado de bombos, violines, guitarras y arpas que producen sonidos tenebrosos. La música se ejecuta a gran volumen, mientras se detonan estridentes cohetes sin parar. Si el neófito supera todas estas pruebas sin manifestar miedo, se le concede la posibilidad de pedir lo que desee. Pero si no ocurre, el iniciado enloquece y es expulsado nuevamente hacia el mundo al cual pertenece, donde pasará seguramente desapercibido entre multitudes de desvariados por una vida que se nos ofrece como normal.