No es nada casual el imprevisto estreno del documental Blue Velvet Revisited, del alemán Peter Braatz (ver crítica aparte). El regreso de Twin Peaks –la serie televisiva que, para muchos, cambió de una vez y para siempre la manera de hacer y consumir series– volvió a poner en alta rotación el nombre de David Lynch, santo patrón de los espejos fílmicos deformantes del sueño americano, amo y señor del elixir del surrealismo en su vertiente americana y orgulloso dueño de la orden de la libertad creativa, luego de cuarenta años de producción audiovisual ininterrumpida en el seno de la industria cinematográfica más poderosa del mundo. El anuncio, hace ya un par de años, de una posible continuación de la historia de la difunta Laura Palmer y universos circundantes generó una escalada de crecientes expectativas entre fans, periodistas y advenedizos. Y una sospecha creciente de que sólo se trataría de un intento tardío (y muy posiblemente fallido) por resucitar una franquicia muerta hace mucho tiempo, en particular luego de que Lynch, poco tiempo más tarde, anunciara que decidía abrirse del proyecto por diferencias irreconciliables respecto del presupuesto necesario para ponerlo en marcha.
Finalmente (dichosamente), nada de eso ocurrió: la cadena Showtime encendió la luz que ilumina los verdes billetes para que tanto el director de Corazón salvaje como el co-creador de la serie, Mike Frost, disfrutaran de una independencia creativa absoluta a la hora de buscar los ingredientes, moldear y cocinar los dieciocho capítulos de la nueva saga. Nada permitía anticipar, de todas formas, que la nueva Twin Peaks –más allá de las consabidas referencias a la historia seminal, la conocida melodía compuesta por Angelo Badalamenti y el apellido Palmer como renovado MacGuffin– pondría a las dos temporadas originales a la altura narrativa de un melodrama de la era clásica. Las primeras referencias que iban llegando desde los Estados Unidos, apenas terminada la transmisión del primer episodio, hablaban de su particular estructura narrativa y de la gran cantidad de líneas paralelas aparentemente inconexas que se acumulaban y yuxtaponían en apenas sesenta minutos.
Casi al mismo tiempo, en el Festival de Cannes, los dos primeros episodios disfrutaban de una proyección en el inmenso Grand Théâtre Lumière con la presencia de Lynch, genuinamente emocionado ante un aplauso cerrado al término de la exhibición. Desde allí, Luciano Monteagudo escribía en estas mismas páginas que “el universo onírico de Lynch sigue siendo más intenso e intransigente que nunca y poco o nada tiene que ver con la idea de serie de televisión al uso”. Por supuesto, ahí está el agente Dale Cooper (el extraordinario Kyle MacLachlan), para gran parte del mundo desaparecido en acción, en realidad atrapado en ese universo paralelo que los capítulos de los años 90 comenzaron a dar forma lentamente, hoy transformado en iconografía inmediatamente reconocible: cortinados rojo profundo, piso blanco y negro serpenteante, movimientos y voces con la caja de cambios puesta en marcha atrás. También está de regreso su doble maldito, el Señor C., un doppelgänger infernal poseído por ese ente al que los iniciados llaman Killer Bob. Y también la señora del tronco y el sheriff adjunto “Hawk” Hill y muchos otros personajes que regresan en una versión añejada veinticinco años.
Pero si algo han demostrado estos picos gemelos redivivos –al menos hasta su octavo capítulo, el último exhibido a la fecha por Netflix– es que no resulta estrictamente necesario ser un conocedor profundo de los pormenores de la antigua saga para disfrutar de este nuevo comienzo. Más aún: es posible acercarse a él sin haber visto ni uno solo de los treinta capítulos precedentes. O, por caso, la magnífica Twin Peaks Fire Walk With Me, el largometraje de 1992 que hace las veces de coda y prólogo a la serie y otra de las inmersiones de Lynch en el costado más salvaje de la vida aparentemente calma de un pueblito “americano” como cualquier otro. De alguna manera, así parecen haberlo querido Lynch y Frost, ya que pocas veces (¿nunca?) se ha visto en la pantalla chica un proyecto narrativo tan poco atado a la construcción psicológica de los personajes y a la acción y reacción realista como los rieles narrativos por excelencia. En esas primeras dos entregas, una especie de laboratorio poblado por cámaras y un solitario guardián recibe la visita de un virulento ente, el Cooper malo se carga a uno de sus asistentes y un cadáver cortado en dos mitades se revela en realidad como un Frankenstein improvisado, al tiempo que el Cooper bueno continúa rebotando incansablemente en la tierra de nunca jamás.
A partir del tercer capítulo, la recurrencia de un número musical en el tradicional pub The Roadhouse –usualmente como broche de cierre– comenzó a ofrecer una apariencia de falsa familiaridad. Unos cincuenta minutos antes, Twin Peaks presentaba otro ámbito extraño e inquietante, una especie de plataforma flotante con todas las marcas de estilo de Lynch, casi una escenografía teatral donde el único elemento faltante parecen ser los hombres-conejo. Así, entre cruces violentos y algunas instancias llenas de ternura, entre pases de comedia inesperados y sorpresivas apariciones estelares (de Naomi Watts a Laura Dern, de Michael Cera a Harry Dean Stanton, de Tom Sizemore a Jennifer Jason Leigh y Amanda Seyfried... y la lista podría seguir varios renglones más), entre imágenes indescriptibles y otras muy familiares (incluido un plano aéreo de la Avenida 9 de julio), la trama continúa espesándose. Aunque, en realidad, sería más correcto decir que se dilata y contrae, se diluye y vuelve a amalgamarse, como si la serie estuviera compuesta del más inasible de los elementos metálicos. Como el mercurio, Twin Peaks se hincha y contrae dependiendo de la temperatura ambiente. Como el mismo Lynch, que bajo la piel del agente hipoacúsico del FBI Gordon Cole debe subir o bajar el volumen para comprender a quien tiene delante. Como el propio espectador, que va mutando dependiendo de las imágenes y sonidos que irradia el aparato, reconvertido de caja cuenta-cuentos a caja de Pandora llena de sorpresas.
Y cuando parecía que algo comenzaba a encastrar, con Cooper habitando a los porrazos un nuevo cuerpo –el del agente de seguros Dougie Jones, el hombre más o menos afortunado del mundo, dependiendo del punto de vista–, el plan del döppelganger encaminado hacia algo parecido a una marcha previsible y un nuevo momento musical cortesía de la banda Nine Inch Nails… la inesperada, increíble y portentosa explosión nuclear del episodio 8. Es necesario ser claro: Lynch y Frost no inventan nada. Las referencias al cine experimental de diversas épocas y orígenes, el evidente homenaje al trip espacial del 2001 de Kubrick, la recuperación parcial de ese territorio algo olvidado, el videoarte, el juego paródico y al mismo tiempo muy serio con la ciencia ficción de los años 50 y las mutaciones de la carne de Cronenberg, todo eso existe desde mucho antes de la emisión del ya famoso octavo capítulo. Pero en esa sinfonía cacofónica de fuego y humo y vísceras y sangre y cuadros de video congelados, repetidos y vueltos a congelar hay algo extremadamente novedoso. Dos cosas, en realidad. La primera es la suma de esos elementos usualmente dispares, la dificultosa racionalización que podría unificarlos en un todo narrativo o, incluso, abstracto. La segunda, más importante aún, es el medio de expresión: no se trata de un festival de cine experimental o de algún título extremo dentro de la plataforma Mubi, sino del mainstream televisivo.
Esa es la apuesta más osada, la aberración, que seguramente quedará en la historia de la tevé como un hito. Y que, probablemente, no volverá a repetirse jamás. En declaraciones recientes, Lynch –quien no filma un largometraje desde Imperio, estrenada hace ya más de diez años– declaró que posiblemente se retiraría definitivamente del cine. Si el futuro lo encuentra en nuevos proyectos televisivos o afincado en medios digitales menos tradicionales es algo que sólo el paso del tiempo podrá dilucidar. Lo cierto es que Twin Peaks versión 2017 ha demostrado que, con talento y libertad –y un nombre consagrado que permita abrir las puertas para poder disfrutar de ella– es posible torcer a voluntad casi todas las reglas del negocio. Tal vez todas: aún hay otros diez episodios que no han visto la luz de los televisores. El insecto-reptil ha ingresado en el cuerpo de la jovencita y sólo la dupla de creadores de la saga conoce qué nuevos seres, objetos, espíritus y emociones serán paridas a partir de semejante engendramiento.