Tal como lo pidió en días previos al comienzo del juicio en su contra, la cámara que registra su presencia en algún reducto de los tribunales de Comodoro Py no muestra su rostro: el cuadradito en las pantallas de la sala SUM del edificio de Retiro, donde se llevan a cabo las audiencias en el marco de la causa que lo acusa de secuestrar a Hernán Abriata cuando era efectivo de inteligencia de la Policía Federal, tan solo muestra su pelada, apenas sus ojos y, cuando se descuida, parte de su nariz, cubierta con un barbijo, por si acaso. Sin embargo, y por más que se esfuerce, Mario Alfredo Sandoval aparece una y otra vez, todo el tiempo, en el debate a través de los testigos que aseguran que es él quien participó de los hechos que marcaron sus vidas. “No pude ponerle nombre a esa cara hasta que lo vi en el diario. Era él, aquella cuarta persona que entró a mi casa y me secuestró, era Mario Alfredo Sandoval”, dijo Carlos Muñoz, sobreviviente de la ESMA, tras declarar ante el Tribunal Oral Federal 5.
La audiencia judicial de ayer no fue la primera en que Muñoz vuelca su historia como detenido, desaparecido, trabajador esclavo y sobreviviente de la ESMA. La primera fue durante el Juicio a las Juntas; luego, anuladas las leyes de impunidad y retomado el proceso de juzgamiento de los crímenes de la última dictadura, vinieron el juicio contra Héctor Febrés, quien lo “picaneó durante 12 horas al llegar a la ESMA”; las causas ESMA II, ESMA Unificada. En esta ocasión, sin embargo, el presidente del TOF, Fernando Canero –el único presente en la sala de audiencias–, le pidió que se centre en la participación que Sandoval tuvo en su secuestro.
Su testimonio, solicitado por la fiscalía y una de las querellas, es importante para reafirmar la participación que Sandoval --integrante del Departamento de Asuntos Políticos de la Superintendencia de Seguridad Federal hasta, cuanto menos, fines de los 70– tuvo como miembro del grupo de tareas 3.3.2 que cazaba gente y la trasladaba al centro clandestino de la Armada durante la dictadura. El juicio revisa la actuación del represor tan solo en el secuestro de Abriata, sucedido el 30 de octubre de 1976, por las restricciones impuestas por Francia al aceptar su extradición. Abriata era estudiante de Arquitectura y militaba en la Juventud Peronista; fue trasladado a la ESMA donde fue visto con vida por última vez por tres sobrevivientes –dos de ellos, Carlos Loza y Oscar Reposi, declararán las semanas próximas–. Sin embargo, la hipótesis acusadora es que Sandoval participó de muchos otros operativos ilegales perpetrados por esa patota.
La cuarta persona
Muñoz usó muy bien su poder de síntesis para dejar registrado el episodio que acabó con él en la ESMA. El grupo de tareas 3.3.2 lo fue a buscar al departamento que compartía con Ana María Malarro y su bebé de tres meses en el barrio porteño de Balvanera. Era el 21 de noviembre de 1978. “Estaba durmiendo cuando sentí que golpeaban muy fuerte la puerta. Prendí la luz, gritaron ‘abrí somos la Policía’, cuando estaba llegando tiraron abajo la puerta”, contó. Lo abordaron. El primero en entrar fue el genocida Alfredo Astiz. Reconoció a Rodolfo Cionchi, a quien describió como un “gordo, colorado” y de sobrenombre “Gordo Tomás”, como el que le puso “un caño de escopeta en la frente”. Un tercero le puso “una 9 milímetros en las costillas”, tenía bigotes, era morocho, “le decían Fafa”, era policía, se llamaba Claudio Pittana.
“Y había una cuarta persona, joven, de tez blanca, cabello corto, vestido de civil, sin bigotes a quien veo nada más que en esa circunstancia que no había logrado reconocer. Tiempo después, cuando se hace público lo de Sandoval, lo reconozco: era él esa cuarta persona”, declaró. A Muñoz le reactivó la memoria el artículo que publicó Página/12 en 2008 revelando el reciclaje que había logrado el represor en el mundo académico de París, Francia. “Era la misma persona. Yo tenía una imagen de alguien no mucho más grande que yo –que tenía 21 años cuando fue secuestrado–. Y cuando vi la foto lo asocié directamente”, completó.
Durante su cautiverio en ESMA, el sobreviviente logró obtener algunos pocos datos de ese cuarto integrante de la patota que lo arrancó de su casa y su familia: “Un día le pregunté a Febrés por esa cuarta persona y me dijo que era un policía ‘al cual tuvimos que dar de baja por los malos tratos que les daba a los prisioneros’”, reconstruyó durante el testimonio.
Claudia, la memoriosa
Claudia Dittmar, la cuñada de Abriata, fue la primera testigo de la audiencia. Declaró vía teleconferencia desde Barcelona, España, donde vive, con una tranquilidad y una claridad en su relato que hizo honores a la forma en la que sus afectos la describen: “La memoria de Claudia es inmensa”, supo calificarla su hermana, Mónica, compañera de Abriata y testigo inaugural del juicio que comenzó hace apenas un mes.
“Comenzaré mi relato”, anunció Claudia, quien detalló que el 30 de octubre cerca de las 2 AM se oyó “una explosión” en la casa de los Dittmar, donde vivían ella, sus hermanos y miembros de la familia Abriata –Carlos y Bety, papá y mamá de Hernán, su cuñado, y sus hermanas–. “Por altoparlante nos exhortaban a salir con las manos en alto. Juliana (Abriata) y yo fuimos la últimas en salir. Escuchamos voces de soldados apostados en la terraza, vimos más soldados en el perímetro de la medianera”, describió. Recordó que a ellas, dos jóvenes de 17 años, las “apuntaron con una pistola en la cabeza”, las llevaron “hasta la pared del vecino” y las obligaron a apoyarse “de manos y piernas abiertas”.
En la calle había dos camionetas “con una lona blanca y las siglas ESMA”. Allí, en la pared vecina, estaba el resto de los integrantes de la casa a excepción de Carlos, “Tito”, que estaba “flanqueado por dos hombres” que le dijeron que buscaban a Hernán por una denuncia de la Facultad de Arquitectura, pero que también “le pedían por las armas y los verdes”.
Claudia recordó que los miembros de la patota que entraron en la casa “estaban todos vestidos de civil”, pero que los soldados de afuera vestían “fajina”. Recordó apodos: “Halcón, Sérpico, Luigi, Gordo”. Y también, que “uno de los policías se presentó con su credencial y su apellido: Sandoval. Se la mostraron a Tito, me la mostraron a mí también”, sostuvo. Sandoval y parte de la patota se fue con Tito a buscar a Abriata al departamento en que vivía con su hermana. Al volver, tras unos 45 minutos, recordó la testigo, “Sandoval dijo que no nos preocupáramos, que Hernán iba a volver muy pronto, que era una cuestión de rutina. Y se fueron”.
A Hernán no volvieron a verlo. Los días siguientes fueron de “amenazas” para ella y para Juliana, quienes debieron huir. “Juliana se fue a Brasil y yo me tuve que esconder. Fue muy duro”, recordó Claudia. También debieron vender la casa familiar, después de una serie de amedrentamientos, intentos de robo, ataques. Años después, cuando Mónica y ella identificaron a Sandoval como el policía que se las daba de experto en Seguridad en París, también descubrieron que quien compró su vivienda, “un tipo de apellido Gottfredi”, era parte de la patota de la ESMA. “Ese tipo cuando compró la casa le dijo a mi hermana si no se encontraría con algún guerrillero enterrado en el jardín”, añadió Dittmar.
La testigo declaró en 1984 ante la Conadep y atesoró cada dato, cada característica de aquel operativo en su memoria. Cuando en 2008 leyó la nota de Página/12 se encontró con aquel “Sandoval, de credencial de la Federal” dando cátedra desde algún estrado académico. Años después de aquella nota, en 2012, se reunieron con la abogada francesa Sophie Thonon, que impulsó desde territorio galo el pedido de extradición para que el represor fuera enjuiciado en Argentina por el caso de Abriata. “Nos mostró fotos, pude reconocerlo, era él”, sostuvo en su testimonio, Claudia, antes de soportar los insistentes intentos del abogado defensor oficial de Sandoval por hacerla confundir. No lo logró. Al finalizar su testimonio, su hermana y el resto del público –militantes de organismos de derechos humanos y estudiantes de la carrera de Derecho, sobre todo– la aplaudieron.