Hace más de cincuenta años, en ocasión de recibir el Premio Nobel de Literatura, el poeta francés Saint-John Perse señaló que más que un modo de conocimiento, la poesía es, ante todo, un modo de vida, y de vida integral. ¿Qué quiso decir con ello? ¿Excluyó a la poesía de la literatura?, ¿le negó un lugar como género literario? No, su declaración se limitó a poner de relieve algo que todos sabemos: que en el momento de escribir estamos solos –pero enteramente libres- con las palabras. Con nuestras palabras –las que traemos desde la cuna, las que ejercitamos en los juegos y ponemos en práctica en nuestros intercambios diarios- y con las palabras de los escritores que amamos y de los libros que leemos. Con esas palabras formamos un mundo, que –dicho con sentido metafórico- es un mundo dentro del mundo. El mundo de los poetas y los lectores dentro del mundo utilitario y práctico en el que nos movemos como seres sociales.

Esto me permite sacar una primera conclusión: que la poesía no es convencional. En su afán expresivo, viola los códigos del lenguaje, desborda los significados, crea una realidad verbal que se superpone a la realidad de todos los días: a veces oscureciéndola con significados enigmáticos, a veces refrescándola con metáforas, analogías, comparaciones y metonimias que la vuelven familiar en las palabras. Así vista, la poesía es un lenguaje en estado especial –la otra voz la llamó Octavio Paz-, cuyo principal objetivo no es la comunicación, aunque de hecho la produzca, sino la expresión de algo que, por soslayado, olvidado, desconocido o inerme, se encuentra inexpresado. Muchas veces me han escuchado repetir que la poesía no está llamada a decir más de lo mismo, sino lo otro de lo mismo. Los árboles, los amaneceres y los crepúsculos, los ríos y los pájaros se dicen muy bien a sí mismos. Lo que la poesía dice es la experiencia de su intercesión con nosotros: su secreto, que es nuestro secreto.

Si la primera afirmación fue que la poesía no es convencional y la segunda que tiende a crear un mundo dentro del mundo, la tercera conclusión es que, en efecto, la poesía es un modo de vida –una manera de mirar y de manifestar- que se traduce en un modo de conocimiento. Conocimiento de lo indecible, del lado de sombra, del horizonte de los sueños, de la mitad perdida –esa dimensión que desvela tanto a psicólogos como a ocultistas-, conocimiento de lo que se muestra refractario a las formas ordinarias del discurso. Magnífica operación de autoconocimiento del mundo y de nosotros mismos, la poesía no es un reflejo de la realidad, sino una realidad en sí misma, que guarda –eso sí- la memoria de esa otra realidad. El filósofo rumano Emil Ciorán señaló que, a diferencia del común de los hombres, que escriben sobre lo que quieren decir, el poeta escribe para saber qué tiene que decir. La suya es una exploración de algo que permanece oculto, antes que una descripción de hechos, lugares o relaciones.

¿Cómo nace un poema? De resortes muy extraños que nos impulsan a acudir a las palabras para extraerles nuevos significados. Nacen de una música oída, de frases escuchadas al azar, de otros poemas –propios o ajenos- en los que hallamos alusiones y ritmos que queremos prolongar. ¿Cómo se escribe un poema? Procurando que sea el propio lenguaje el que dicte la primera y las ulteriores líneas. Con su acostumbrada lucidez, Joseph Brodsky expresó que lo que se llama la voz de la Musa es, en realidad, el dictado de la lengua; que no es la lengua un instrumento del poeta, sino él el medio utilizado por la lengua para sobrevivir. ¿Cómo se lee un poema? Participando de él, memorizándolo y repitiéndolo, que son ceremonias de apropiación y de reescritura. Al hacerlo, quizás habremos sumado una línea más al largo poema que viene escribiendo la humanidad desde Homero. ¿Y qué es, luego de todo esto, la poesía? Una invención o una reinvención (ya que en ella está contenido el pasado), aunque haga pie en hechos reales y se valga de nosotros para contarlos; o si se quiere, una acción desdibujada de algo que nos pasa, leemos o rememoramos.

Preciosa dádiva, don o gracia, la poesía –esa otra voz “que siempre va conmigo”, como nos recuerda Antonio Machado-, es también un acto solidario. Porque va al encuentro de los otros y porque tiende a reunirnos en la lectura y en la escucha. Sí, solitaria en su gestación, libre en su realización, solidaria y fraterna, la poesía es un modo de vida en el que, claramente, somos sus servidores. 

*Poeta y ensayista.