Da vueltas en la cama, tiene una resaca terrible, ¿cómo llegó a su casa? Recuerda que por la tarde se habían juntado en lo del primo del Lilo, venían escabiando una banda, después todo está oscuro, había tiros y el Lilo que le gritaba. No está herido. "¿Qué pasó?", se pregunta y una arcada ácida le sube por la garganta. Mira a su alrededor: “La Jesi no está –piensa al ver la cama de su hermana vacía–. La vieja y el Paco ya se fueron a trabajar. ¿Qué hora será?. Busca el celular y no lo encuentra. "¿Lo habré perdido anoche?”. Manotea en la cama, golpea el piso, ¡con lo que le costó!

Al tipo se le había caído, él lo levantó y se lo guardó, el viejo lo vio y lo alcanzó. No estaba solo. “Viejo careta de mierda, me metió una patada que casi me desmaya, menos mal que estaba el Lilo con la moto, le embocó una piña y salimos rajando, casi nos agarran esos soretes”. Entonces recuerda a Raulito. "15 años tenía, le arrancó la cartera a una vieja y salió corriendo, lo alcanzaron los vecinos, en patota son todos guapos, lo mataron a palos, pobre Raulito, era un buen pibe".

“¿Qué pasó anoche?", vuelve a preguntarse. Se sienta en la cama y todo le da vueltas, el sol se filtra por las picaduras del techo de cinc. Orina en un balde colocado en rincón; luego da unos pasos, corre una cortina y entra a la otra habitación de la casilla, iluminada apenas por una ventana chiquita. Va hacia la cocina, blanca, de loza descascarada, la enciende y pone a calentar el café que su madre deja preparado antes de irse al trabajo. Saca una taza de la mesa que hace de mesada, cubierta con un hule floreado donde se apilan los platos. Se sirve un café humeante y se sienta frente al televisor apagado. Recorre la pared mirando sin ver: un almanaque con la estampa del Gauchito Gil, junto a un cuadro inclinado que dice: “Madre hay una sola”, más allá el banderín de Boca. En ese momento golpean la puerta.

—¿Quién es? -pregunta con temor y estira la mano tomando un cuchillo largo y afilado del cajón de los cubiertos.

—Soy yo Gringo, ¡abrí rápido!

Reconoce la voz.

—Hola Lilo, pasá.

—¡Vamos, vamos boludo!, si nos encuentran somos pollo.

Le cuesta reaccionar, está mareado todavía.

—¿Qué pasó anoche? -pregunta mientras se pone de pie.

—¿Qué, no te acordás?

—No -dice mientras lleva por delante una silla al tratar de alcanzar su campera.

—Te acordás que a mi primo el Turco se la tenía jurada. Vos estabas escabio, nos fuimos un poco antes que llegaran, habíamos hecho una cuadra cuando empezaron los tiros. Nos escondimos en el pasillo de la Sole. Pasaron meta bala, los mataron –la voz se le quiebra–, mataron al Japo, a mi primo y a la Magui pobrecita, que estaba ahí durmiendo en la cunita.

El Gringo lo escucha mientras revisa los bolsillos, tiene cincuenta en billetes de diez. Está pálido, siente una mezcla de dolor y odio. Agarra el tarrito de café que está sobre la repisa, hay varios de cien, se los mete en el bolsillo. “Perdóname vieja” -piensa. Salen al pasillo, suben a la moto, luego de unas vueltas salen a la avenida.

***

En el living de un chalecito década del 60 de jardín coqueto, está sentada Mariana, en un amplio sofá, con la habitación en penumbras. Se suena la nariz y suspira, tiene la cara cubierta de lágrimas y un intenso dolor de cabeza. A su lado, sobre la mesa ratona, hay una caja con una pizza apenas empezada, seis latas de cerveza que fue tomando mientras lo esperaba y la botella de whisky casi vacía que empezó a tomar cuando ya sabía que no vendría. Otra vez le falla cuando más lo necesita. Su teléfono celular comienza a sonar, mira la pantalla, resopla, duda, finalmente atiende.

-Hola mamá... Sí, sí, ya salgo para allá. ¿Cómo querés que me sienta? –llora–. No sé cómo voy a seguir, la extraño mucho, desde ya la extraño, anoche no pude dormir, la cama estaba fría –sigue llorando–. Ya sé..., ya sé que era viejita, pero era tan dulce... tanto tiempo juntas... Vos no me entendés, nunca entendiste que ella fuera tan importante para mí.

—Mariana, sí que te entiendo, pero pensá que tuvo una existencia feliz, vos la cuidaste hasta el final, la quisiste un montón, ahora tenés que retomar tu vida, ¿hoy tampoco fuiste al trabajo?

-Lo único que te preocupa es el trabajo ¿no? Y decís que me entendés, no podés imaginar lo terrible que me siento.

No le cuenta nada de Carlos, de su decepción. Ella no lo conoce, no le caería bien, en realidad ninguna pareja de ella le cayó bien a su madre.

—Ya sé, ya sé, perdoname. ¿Conseguiste un espacio en el cementerio?

—¡Si, si! –contesta impaciente y su voz se entrecorta por el llanto–.

—¿Querés que te acompañe querida?

—No, vienen Luciana y Mari, vamos las tres en el auto de Emi.

—Bueno, mejor, porque estoy un poco resfriada y hay que cuidarse mucho ¿viste?

—Ya me parecía raro tu ofrecimiento. Me lo dijiste sólo para quedar bien, a vos te importa un pomo Julieta y mi dolor, si te conoceré.

—Mariana, yo te quiero pero sos insoportable.

—Sí, si es la historia de mi vida, siempre lo mismo –muy enojada corta y la bloquea–. ¡No te banco más! –grita.

Cierra los ojos y apoya la cabeza sobre el respaldo del sofá, enciende un cigarrillo, da unas pitadas y lo apaga en un cenicero lleno de colillas. Se pone en pie y va hacia el baño, enfrentada al espejo piensa que se ve terrible, se arregla un poco y vuelve al living. Sobre un mueble rinconero, en un bolso con el cierre abierto está la gatita muerta, Mariana la acaricia cuando se escucha entrar un mensaje en su móvil: “Estamos afuera, estacionamos cerca de la esquina, no había otro lugar –lee–, no te demores, el cementerio de mascotas queda lejos, nos esperan a las 11”.

Vuelve a acariciar al animal, cierra el bolso, se suena la nariz y se coloca lentes de sol, cruza la puerta de calle, la cierra, ve los árboles reverdecidos y el cielo intensamente celeste, es una espléndida mañana de primavera. Mira el jardín de su casa, está cubierto de malvones y petunias, tiene dos rosales, uno rojo y otro blanco; en un rincón un cantero repleto de margaritas, su flor favorita. Suspira, en medio de las plantas hay un canasto con un almohadón rojo, el sol lo ilumina, con el puño de la camisa se seca las lágrimas que asoman debajo de los lentes.

Ya en la vereda mira hacia la esquina, allí están sus amigas. Comienza a caminar, debe cruzar la calle, baja el cordón cuando una moto pasa a su lado, muy cerca, la agarra del bolso, tira de él pero no logra retenerlo, la arrastran, pierde pie, se lo llevan.

—¡Nooo! –grita–. Está aturdida, tiembla de pies a cabeza. Un auto frena, algunos vecinos se acercan, sus amigas vienen corriendo hacia ella.

–¿Estás bien Mariana? –le dice Emi que ya está a su lado– ¿Estás bien? –repite con bronca, impotente.

Sobre la moto el Gringo aprieta el bolso contra el pecho, Lilo sale de la avenida girando hacia otra calle, a contramano, a toda velocidad.