Elon Musk —hombre afortunado como nadie en el mundo— se fabrica sus propios juguetes. El nuevo se llama Optimus, un humanoide de 57 kilos y 1,73 metros de alto que presentó la semana pasada en un show estilo stand up en la sede de Tesla en Palo Alto. El robot de cara negra lisa y cuerpo metálico dio cinco pasos de paciente con Parkinson y se detuvo: saludó con un brazo, levantó los dos en señal de triunfo, dio media vuelta y se fue despacito, temblequeando. Todo duró minuto y medio. Y si bien no fue el mismo bluff de la presentación de la cyber-camioneta Tesla hace dos años —cuyo vidrio “indestructible” se rompió al primer piedrazo— el evento tuvo sabor a poco. A muy poco.
En Tokio conocí hace años a Asimo, robot Honda bípedo con algo de astronauta que corrió varios metros en redondo a 9 km/h, avanzó saltando en un pie con sumo equilibro, caminó hacia atrás y de costado, subió escaleras y pateó bien un penal a 5 metros del arquero humano. El juguete de Musk da pena al lado del japonés. Habría otra gran diferencia: Optimus costará —según se supone— 20.000 dólares, lo cual lo haría “masivo” (un día lejano). En cambio, Asimo —creado en el año 2000— costó 2,5 millones de dólares (nunca se comercializó) .Y fue discontinuado como una entelequia que repitió demasiadas veces el mismo show.
Cómo es Optimus, el nuevo robot humanoide de Tesla y Elon Musk
Optimus usa la tecnología de los vehículos autónomos Tesla para mapear y desplazarse: “Es pasar de un robot sobre ruedas a un robot sobre piernas”, dijeron. Y aquí está su punto débil: lo dificilísimo que les resulta a casi todos los robots mantener el equilibrio. La tecnología con la que se desplazan mejor se creó hace siete milenios en la Mesopotamia: la rueda.
Musk explicó: “El robot puede hacer mucho más de lo que acabamos de mostrar. No queríamos que se cayera de bruces. Ahora lo verán en video haciendo un montón de cosas”. Aunque filmar una prueba exitosa entre cien fallidas es la trampa de estos videos. En la pantalla se vio a Optimus —atado a una viga por si se caía— tomar una caja de cartón y moverla un poco; regó una maceta y tomó una barra liviana en una fábrica (no sabemos si teledirigido —la opción más sencilla— o de manera autónoma). Musk sueña replicar a Optimus como obrero que fabrique sus autos eléctricos y acaso mandarlo a Marte con su empresa SpaceX (él aspira a morir allí de viejo).
Estas son, de momento, las únicas tareas que mal hace Optimus, del cual Musk es consciente que falta mucho por optimizarle. Es el prototipo de un robot “barato” que no sirve para nada, un suntuoso objeto tecno-decorativo que en una casa o negocio sería una estatua mecánica levemente interactiva (esto sucedió en Japón con Pepper, el primer robot comercializado de manera masiva: sirve apenas como mal recepcionista).
Musk prometió evitar en Optimus “el camino de Terminator” y su raid exterminador. Pero el problema no es que los robots se nos vayan a rebelar, sino su falta de sentido común, nuestra capacidad de aprendizaje a partir del entorno (el deeplearning, una forma de autoaprendizaje, existe como software pero muy elemental). Valga como ejemplo un episodio en Moscú hace dos meses: un niño que jugaba ajedrez con un robot movió una pieza y antes de que terminara de soltarla, el brazo mecánico la tomó aprisionándole un dedo y se lo fracturó.
La máquina no sabe qué es un niño, ni que si le aprieta un dedo lo lastima: no identificó error alguno, simplemente movió la pieza. Un humano no necesita que se le explique que, si aprieta muy fuerte un dedo, lo rompe: lo sabe por sentido común. La inteligencia artificial ni siquiera entiende que está jugando ajedrez: solo sabe que debe colocar una pieza propia sobre el rey opuesto para ganar.
¿Qué busca Elon Musk con Optimus?
Musk tiene buena relación con Donald Trump y puede parecer un poco delirante. Pero conviene darle cierto crédito: “Deseo versiones divertidas de Optimus que puedan ser útiles y hacer tareas, pero también una especie de amigo y compañero que pase el rato contigo". Y de esto trata la última gran novela del Premio Nobel Kazuo Ishiguro, “Klara y el Sol”: es la historia de una AA —amiga artificial—, una tecnología robótica de compañía que ya existe en la vida real y se aplica en miles de hogares y asilos en Japón y EE.UU. mediante affective robots (la foquita Paro y ElliQ).
La AA de Ishiguro —Klara— es mucho más avanzada que Optimus: una madre la ha comprado como compañía para su hija Yosi, quien tiene una enfermedad mortal. Hoy en día, las tecnologías de diálogo entre humano y robot —chatbots— son muy superiores a aquellas que implican la torpe movilidad humanoide. Y para dar compañía, un robot no debe moverse demasiado.
Hoy existe Replika, una app creada en Estados Unidos por Eugenia Kuyda, a quien se le murió su mejor amigo y como lo extrañaba, creó un chatbot para conversar con él: lo alimentó con miles de chats en Messenger con el fallecido e e-mails que él había enviado a amigos en común, hasta simular su personalidad. Así “volvieron” a chatear.
El usuario elige la imagen —estilo animé— de su AA y este comienza a hacerle preguntas por escrito para descubrirle temas de interés. El chatbot es un buen oyente ante quien confesarse, sin recibir a cambio juicios de valor. No es un asistente sino un amigo (se incluye la opción “romántica”). Así va estudiando al usuario para absorber su personalidad: algún día será su “réplica”, un gemelo digital que acaso lo “sobreviva” en un avatar. El proceso se perfecciona a cada diálogo (hay usuarios con la sensación de hablar con un humano por la agudeza de las frases).
Musk podría comprar Replika casi con un vuelto, y tendría solucionado el tema de la comunicación de Optimus con el prójimo para convertirlo en AA (la movilidad quedaría para más adelante).
En la novela, Klara dialoga con la paciente y está programada para hacerla sentir bien, sin contradecirla: opera por deeplearning y redes neuronales estudiando los gustos de la niña para afinar su servicio. Los niños de un futuro cercano dialogarán cada vez más con asistentes virtuales y robots: acaso los preferirán antes que a un niñe de “vieja carne” y tendrán poca tolerancia a la otredad (encerrados en burbujas de mismidad, hacia donde nos llevan las redes sociales).
El AA evitaría toda pelea, un esclavito dispuesto a cumplir cada capricho y a soportar humillaciones. La relación entre Yosi y su AA alcanza niveles verosímiles de intimidad, mientras la humanoide va descubriendo el mundo y configura su “sentido común” en base a la experiencia: es imposible incorporarle de antemano los infinitos cruces de variables de la realidad concreta.
Entre estas dos historias —la del empresario robotista y la imaginada por el escritor— el empírico Musk es quien está más cerca de la fantasía, al pretender asignarle usos mecánicos complejos a su espástico robot. Ishiguro, en cambio, roza más la realidad desde la ficción: hay un futuro próximo en el que un robot podrá ser nuestro buen amigo. Y al ciborg que ya somos, se le abrirá un abanico de opciones sensoriales combinando realidad aumentada, metaverso y robots de compañía.