En el principio, las distopías –del griego, literalmente un mal lugar– fueron literarias. Se usaba la imaginación para conjurar lo peor: ¿qué pasaría si el experimento humano enloquecía y escapaba del control de la razón? Jonathan Swift, Samuel Butler y Voltaire fueron de los primeros en dar forma a estas pesadillas, con un tono más bien satírico. (En un gesto profético de esos caros al género, el protagonista de Candide arriba en el siglo XVIII a Buenos Aires –que ya sonaba distópica al oído europeo–, para ser perseguido por razones políticas.) En el siglo XX, su tono viró a la oscuridad con que solemos asociarlo. Ya en sus albores se intuía la catástrofe que derivaría de la cruza entre el desarrollo tecnológico y la compulsión a la violencia de nuestra especie. En The Shape of Things to Come (1933), H. G. Wells avizoró bombardeos aéreos sobre poblaciones indefensas. Ya en The Sleeper Wakes (1910) había concebido un año 2100 donde la población era explotada por una clase dirigente vana e indigna de su poder.
Los exponentes clásicos del género proyectaron la pesadilla sobre el futuro. Tanto 1984 de George Orwell (que data de 1949) como Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), donde un personaje elige ser exiliado a las islas Malvinas (¡las distopías siguen prefiriéndonos!), sugieren que lo peor está por venir. De ambos experimentos, envejeció mejor el de Huxley, porque intuyó que el peligro más grande no vendría por el lado de las dictaduras totales sino de la explotación del “apetito casi infinito que el hombre siente por las distracciones”.
La mayor parte de las distopías siguieron esa huella. En Fahrenheit 451 (1953), Bradbury conjetura un futuro próximo donde los temores de Orwell se han hecho realidad: dado que los libros estimularían el pensamiento independiente, se los prohibe y se los quema. En 1962, La naranja mecánica de Anthony Burgess pintaba una Inglaterra en la cual habría cuestiones de Estado más importantes que el libre albedrío. En Hagan sitio! Hagan sitio! (1963), Harry Harrison asumió que la New York de 1999 sería inhabitable por culpa de la superpoblación.
Pero a medida que el cine mejoró tecnológicamente y el comic empezó a tomarse libertades, las distopías pegaron un salto cualitativo. Por una parte, se volvieron populares, ubícuas. Mientras la literatura seguía reflexionando sobre las potenciales consecuencias de nuestros actos, a través de novelas como Rascacielos de J. G. Ballard (1975), El cuento de la criada (1983) de Margaret Atwood Hijos del hombre (1992) de P. D. James, el cine transformó nuestro negro futuro en un espectáculo, el telón de fondo de una peripecia atractiva.
En Mad Max (1979), de George Miller, la tierra baldía en que deviene el planeta después de una crisis energética importa menos que la odisea personal de su protagonista, el ex policía Max Rockatansky (Mel Gibson). En Escape de Nueva York (1981), de John Carpenter, el hecho de que la desintegración de los Estados Unidos haya convertido la isla de Manhattan en una prisión es lo de menos: lo central son las aventuras del carismático Snake Plissken (Kurt Russell), lanzado al rescate del presidente de los Estados Unidos. Y en Terminator (1984), de James Cameron, la distopía de un futuro regido por inteligencias artificiales retrocedía en el tiempo para arrancarle al presente una memorable película de acción.
Por supuesto, también había films que subrayaban el riesgo de perseverar en el horror que podía esperarnos, de encadenarse tres o cuatro decisiones desafortunadas. (Uno de los grandes cultores de la distopía, Kurt Vonnegut, escribió en Buena puntería: “Esa es mi principal objeción a la vida: cometer errores perfectamente horribles es demasiado fácil”.) Desde la adaptación que Kubrick hizo de La naranja mecánica (1971), pasando por La última ola de Peter Weir (1977) y llegando al Brazil de Terry Gilliam (1985) –que hibridaba al Kafka de El proceso con la prosapia de los Monty Python–, el cine no escatimó escalofríos a la hora de aventarnos al peor de los futuros posibles.
Pero a la naturalización de estas pesadillas (de la cual forma parte el movimiento cyberpunk, a la vez repugnado y fascinado por las nuevas tecnologías) se le agregó otra característica, liderada por autores del comic. A partir de los años ‘80, empezó a haber una distancia cada vez menor entre el futuro distópico y el presente. Así como el reloj virtual llamado Doomsday Clock calcula cuánto tiempo podría separarnos de un holocausto nuclear (desde que Trump preside Nueva Roma, estaríamos a dos minutos y medio de la medianoche de nuestra especie), las más recientes ficciones del género ubican la distopía a un tranco de este presente... o incluso, plantean que nuestro presente es ya una distopía.
A comienzos de los ‘80, Alan Moore escribió V de Vendetta. La historia ilustrada por David Lloyd estaba ambientada en un futuro cercano, pero ninguno de sus autores hizo esfuerzo alguno por disimular cuánto se parecía ese porvenir a la Inglaterra de Thatcher que padecían a diario. Casi en simultáneo, Katsushiro Otomo creó Akira, poniéndole a la Tercera Guerra Mundial la fecha de su propio presente: una explosión borra Tokyo el 6 de diciembre de 1982 y lo que Akira narra es algo que ocurre en 2019, o sea mañana. (2019 es también la fecha en que ocurre Blade Runner, la maravillosa película de Ridley Scott. A modo de homenaje, hace algunos años situé mi propia contribución al género distópico, El rey de los espinos, en una Argentina de 2019 que ya es indistinguible de este 2017.).
Pero el hito fue Matrix (1999), que cerró el siglo de los futuros negros para servir la distopía en nuestra mesa de hoy. Según el film de los hermanos Wachowski, que tanto debe a pioneros del comic (el concepto general tiene mucho que ver con The Invisibles de Grant Morrison; John Gaeta, que diseñó los efectos especiales, es fan de Akira), vivimos en una distopía sin saberlo. Nuestro presente sería una simulación virtual –una versión high tech de la caverna platónica–, que confundimos con la realidad y consumimos sin cuestionarla ni cuestionarnos. El objetivo de esa simulación que reemplaza a la experiencia real sería el de evitar que nuestra psiquis colapse, mientras el sistema se alimenta de nuestra energía. Porque esa es toda la utilidad que tendríamos, en el futuro que ya estarían manejando las inteligencias artificiales: servir como pilas AA mientras vivimos, para ser reciclados a nuestra muerte y fungir de alimento para otras AA, al mejor estilo del film Soylent Green / Cuando el futuro nos alcance. (¡Que era, a su vez, una adaptación de la novela Hagan sitio! Hagan sitio! de Harry Harrison!)
Lo que Matrix sugería y todos asumimos con un rictus de resignación fue que lo que nos había alcanzado no era el futuro, sino la distopía. Se volvió el género de nuestro naciente siglo por antonomasia, aquel que mejor lo definía. Tanto es así, que una vez superada la fiebre de Harry Potter, los adolescentes de Occidente adoptaron la distopía como su fantasía favorita a la hora de perder la inocencia. Se acabó la magia: la tendencia predominante en materia de literatura YA –Young Adult– que viene de las capitales de Occidente, está encarnada desde hace años por pesadillas distópicas como Los juegos del hambre (Suzanne Collins) y sagas como Divergente y Maze Runner. Los más jóvenes dan por sentado ya que, más temprano que tarde, el nuestro se transformará en un mundo–Saturno consagrado a devorarse a sus propios hijos.
Los adultos, por su parte, probaron suerte con la literatura postapocalíptica. El fin del mundo tal como lo conocemos ya no se discute, lo único en duda es la fecha exacta en que se lo detonará. Lo único que tendría sentido discutir o imaginar desde la literatura sería, según libros como La carretera de Cormac McCarthy (2006), si entre los pocos sobrevivientes quedará algo que aún pueda ser descripto como humanidad. Desde su costado más pulp, eso es también lo que se preguntan las fantasías que nos imaginan rodeados por zombies, tanto en el cine como en el comic y la televisión.
En el inminente relato ilustrado Escenas de El Delito Americano, el Indio Solari imagina que ciertos notables de la batalla cultural de los ‘70 –entre ellos Tariq Ali, Jerry Rubin y Abbie Hoffman– viajan a reponerse de sus heridas psíquicas en una clínica de nuestra costa atlántica. (¿Quién le discutirá la decisión de fechar nuestra distopía nacional en aquella época?) A partir de entonces todo es distopía, tanto en la fantasía de Solari como en los titulares de los diarios. Porque es innegable: vivimos una realidad que no puede sino haber salido de la pluma de un distopista. ¿Payasos presidentes? ¿Camiones asesinos? ¿Democracias en las cuales las mayorías deciden no votar? ¿Temperaturas que crecen, hielos eternos que se hacen agua? Y el dato más increíble: ¿siete mil millones de seres humanos que no ponen límite a la avaricia de miles, los dueños de una riqueza que ni siquiera tienen tiempo de gastar porque siguen facturando compulsivamente, aunque eso los conduzca –y nos conduzca– a la ruina como especie?
La distopía llegó, hace rato.