Una obra realista comienza con una escena que es pura representación. Nora está en crisis desde el primer momento. Es alguien que debe fingir cierta liviandad, una mujer que entiende que para conservar la calma familiar, incluso el amor de su marido debe mostrarse como una belleza frívola y alegre. Descubrir esa situación es la base del conflicto de Una casa de muñecas. Lo que viene después es la confirmación o la puesta a prueba de esta desazón. Enfrentarse con la verdad es lo que permite que Torvaldo se muestre sin reparos hacia el final del drama y que ella pueda hacer de su pensamiento un discurso que su marido no tiene más remedio que escuchar.
Lorena Ballestrero expone esta mirada sobre el texto de Henrik Ibsen y lo ofrece en una puesta veloz, con un ritmo que parece guiar la cabeza de Nora, la locura en la que se embarca en esos días donde debe lidiar en soledad con Krogstad, el usurero que le reclama del dinero que le pidió para saldar la deuda que hizo posible el viaje de su esposo a una zona cálida de Europa para curar sus dolencias. Nora es, en el trabajo depurado de Malena Figó que se mete en esta criatura como si intentara sacar de ella todos sus secretos, una mujer en un proceso de lucha.
Los hechos y su interpretación (a veces ingenua porque Nora siempre vivió en un mundo infantil y protegido del que ahora intenta desprenderse) confrontan todo el tiempo porque Nora es el único sujeto en este texto de Ibsen. El autor escandinavo desarrolla un drama realista donde todos los personajes se ajustan a las normas, viven en función de un criterio social al que necesitan obedecer. Nora es la única que se sale de ese encuadre y que toma decisiones en función de lo que ella considera correcto. Esta oposición se ve claramente en la escena con Cristina, a cargo de Yanina Gruden, donde su amiga de la infancia, que es una mujer con más mundo, que vivió dificultades que Nora no puede imaginarse, está mucho más ceñida a las formas de su época.
En esta versión de Ballestrero la lectura está puesta en una zona de complicidad entre las dos mujeres. Al elegir a una actriz como Gruden el personaje de Cristina pierde cierta rigidez, cierta melancolía para aparecer como una figura más estratégica, aliada de una Nora que en Figó siempre tiene ese impulso, esa actitud arrebatada que es su manera de expresar esa inquietud que la vertiginosidad de la situación le impone. No poder revelar quién es a los ojos de su esposo implica un desgarramiento que en el texto de Ibsen y en la puesta de Ballestrero está desgranado con meticulosidad.
La propuesta escenográfica ideada por Ballestrero y realizada por Lumah que hace de esa casa burguesa del siglo XIX (aquí convertida en un tiempo más cercano, tal vez la primera mitad del siglo XX) un cuarto de juegos, habla de un espacio que descubre su simulacro.
Ballestrero, si bien permanece en el texto de Ibsen casi sin variaciones, juega su lugar como directora desde una lectura de la pieza que intenta saldar o discutir muchos de los supuestos que atraviesan a este material. En esa línea donde la norma deviene en una creencia, en la convicción de estar haciendo lo correcto el personaje de Torvaldo, a cargo de Marcelo Mininno, se convierte en un ser que encarna el lado humano del machismo, no para atenuarlo, sino para mostrar que uno de los fundamentos de la opresión está en la asimilación de lo establecido, en ese orden conservador que en la interpretación de Mininno se revela como una voluntad por ser el padre y el marido perfecto: aquel que ve a su esposa como una niña, incapaz de asumir las dificultades del mundo. Dentro de esa caracterización la decisión de Nora de abandonar el hogar es un acto que descoloca esa estructura. Una pequeña revolución.
Una casa de muñecas se presenta los martes a las 20 en el Centro Cultural 25 de mayo.