66 preguntas a la luna 7 puntos
Selini, 66 erotiseis; Grecia/Francia, 2021
Dirección y guion: Jacqueline Lentzou.
Duración: 108 minutos.
Intérpretes: Sofia Kokkali, Lazaros Georgakopoulos, Kaiti Ibrohori, Nikos Hanakoulas.
Estreno exclusivamente en salas.
La opera prima de la realizadora griega Jacqueline Lentzou, presentada el año pasado en la sección Encounters del Festival de Berlín, es de esas películas opacas, que suprimen información y obligan al espectador a acercarse a los personajes y sus avatares desde los márgenes, haciéndose preguntas en lugar de asistir a acciones y reacciones diáfanas. Lo evidente: una veinteañera llamada Artemis (Sofia Kokkali) regresa desde algún lugar a Atenas para cuidar de su padre, Paris, que parece haber sufrido algún evento cerebrovascular o bien los primeros achaques de una enfermedad degenerativa que lo ha dejado semi postrado. La relación padre-hija no es de las mejores, y ante la pregunta de un tercero la joven se refiere al convaleciente como su “tío favorito”. Cada situación cotidiana –darle de comer, ayudarlo a la hora del baño, masajear sus piernas– convoca en las facciones de Artemis los gestos más duros, una mezcla de desagrado y rencor. Durante buena parte del metraje, 66 preguntas a la luna no ofrece demasiadas pistas sobre las causas de esa distancia infranqueable, dibujando en la protagonista la silueta de un enigma.
Lentzou interrupte el minimalismo de la narración con dos elementos aparentemente externos a la trama. Por un lado, la aparición de cartas de tarot que hacen las veces de “separadores”, como si se tratara de capítulos, que a su vez justifican de alguna manera el título de la película. Por el otro, una serie de registros de video hogareño fechados a comienzos de los años 90, que señalan hacia un pasado donde el término “familia” comenzaba a desintegrarse en sus formas más tradicionales (la madre de Artemis, divorciada, aparece en un par de momentos y el choque con su hija es instantáneo). En el presente, cada vez que los tíos, sobrinos y otros familiares directos de Artemis se dan una vuelta por la casa, casi como en un ritual obligatorio, el film adquiere un tono costumbrista e incluso grotesco. Son caricaturas con algo de obsceno: mientras la sobrinita dispara una horrible versión de una melodía clásica en su flauta dulce, los adultos conversan socarronamente sobre una aspirante a cuidadora de origen extranjero que poco y nada entiende de griego.
Cuando la parentela se va, Paris y su hija quedan nuevamente solos, distanciados a pesar de la cercanía física. Hay dos escenas que anticipan la explosión de aquello que Artemis viene conteniendo en su interior, un volcán mentirosamente inactivo. Sola en su cuarto, como si se tratara de un acto de psicodrama improvisado, comienza a interpretar dos papeles: el suyo y el de su padre, recuperando alguna situación pretérita o tal vez imaginando una variación de ella. Más tarde, en el garaje, las aceleradas hacia adelante y hacia atrás del automóvil terminan inevitablemente en daños materiales, exteriorización de una violencia contenida apenas por el dique de la psicología.
Cuando el hombre duerme, la chica escucha música en un viejo minicomponente y bebe del licor del padre mientras fuma sus cigarrillos, una forma de acercamiento afectivo indirecto. 66 preguntas a la luna le pide al espectador paciencia, y esta se ve finalmente recompensada durante el último tercio de relato; es entonces cuando las piezas de la historia comienzan a encastrar. Lentzou no es nada cruel y el final de su primer largometraje logra emocionar más allá de (o precisamente por) la frialdad de todo aquello que lo antecede. Al fin y al cabo, esta película sobre “el ritmo, el movimiento y el amor (y su ausencia)”, como reza el subtítulo, es también una película sobre la posibilidad de la reconciliación.