“No me idealices tanto que no llego”, dice un aforismo de Iván Chausovsky. Es interesante pensar que esta frase podría llevarse a cualquier modalidad vincular afectiva, sin embargo ¡aplica tan bien para las madres! Rápidamente se podría inferir que es fundamental que las madres podamos empezar a decirlo para que el mundo exterior deje de cargarlas con tanto peso idealista.
Las madres son --somos-- falladas. Y sí, un hijx se engendra en el seno de un deseo que ya, de por sí, es tal como lo es el deseo, indestructible pero también metonímico y entonces podrá ir atravesando distintos significantes que toquen puntos de goce diferentes y en sentidos hasta opuestos. Es el caso de cuando un hijx te dice “¿jugás conmigo?”, muchas veces sucede que quisieras responderle que no, pero actuás un sí, sin ganas, o decís que no, pero das alguna explicación y no sé entiende bien por qué, si no explicaste nada, te enojás y le decís que acomode su cuarto o cualquier otra pavada que ande dando vueltas por ahí.
La madre de todas las culpas es el sujeto en esta oración. La madre es por lo general la culpable de los males, pesares, miedos, de lxs hijxs. Pareciera que “la madre” es un ente diferenciado del ser que habita ese cuerpo que porta.
Es notable como, cuando sos madre, lxs amigxs de tus hijxs --en la primera infancia-- te llaman “mamá de ... ” (y se completa con el nombre del niño/a) hasta que toman confianza y pueden nombrarte de manera individual. Es como si ellos mismos, al principio de la interacción con “una” mamá, no pudieran verla como diferenciada de su hijo/a.
La culpa es el reverso de la responsabilidad. Cuando nos encontramos con aquellas personas que culpabilizan a “la madre” por cualquier hecho, acto, escena, sentimiento de sus hijes, sería interesante relanzarles alguna pregunta: ¿querés colaborar con mi maternidad? ¿o simplemente arrojás culpas al aire para desresponsabilizarte del lugar que tiene “la madre” en vos?
Es además una buena manera de vislumbrar cuánto una persona tiene idealizada a “la madre”.
Escucho a diario a madres quejarse --y mucho--. Pero en esa queja también se escucha padecimiento, dolor, a veces una mezcla pegoteada entre culpa y responsabilidad que se intenta poner a elaborar terapéuticamente. Sin embargo, no son “locas” o “brujas” que solo buscan imperar con su potencia, la mayoría de las veces --si nos hacemos un lugar para escucharlas-- están repletas de miedos, de angustias, de tristezas, algunas han ido dejando atrás a la niña/la adolescente que fueron y aunque el tiempo cronológico marque que “ya son grandes” se encuentran, de pronto, en una posición nunca antes vivenciada: “ser madre”.
Una mamá amiga un día me dijo --mitad chiste y mitad verdad--: “¿Qué se cree el mundo entero, que hay posibilidad de que los hijos vivan por fuera de esa intensidad materna?”. Me hizo reír, ¡lo dijo con tal naturalidad y siendo tan espontánea!
No hay posibilidad de que un sujeto se constituya por fuera de ese primer tiempo de alienación, nos identificamos de lleno al principio de la vida a ese Otro Primordial. Ahora bien, precisamos también de la separación para otorgarles a su vez a lxs hijxsla autonomía que precisan para crecer, desarrollarse, desear por fuera de lo endogámico familiar, etcétera. Claro está, de manera progresiva, sin prisa pero sin pausa.
Idealizar a “la madre” es una cuestión de origen, ella (o quien cumpla ese lugar de Otro Primordial) se oferta e interpreta desde el comienzo de la vida al recién nacido. ¿Hay algún otro ser humano que cuente con dicha disponibilidad psíquica, física y anímica? A veces hay otres, a veces no.
El problema va creciendo con los años, cuando nos hacemos “grandes”, y continuamos en la misma lógica de idealización. ¿Cuál es la diferencia entre la madre que tengo idealizada y la madre que tengo en realidad? Seguramente nos encontremos con un resto, como corolario de esa diferencia. Esa ecuación podría ser una buena coordenada para comenzar a integrar que lo que hay --en suerte o desgracia-- es una madre. Integrar a la realidad la madre real, aquella con la que cuento --o no-- implicará que ya no puedo seguir reclamándole como si fuera un niñx o un adolescente.
El día de las madres en Argentina tiene la particularidad de celebrarse, a diferencia de otros países, el tercer domingo de octubre y esto se debe a que en 1931 el papa Pío XI proclamó al 11 de octubre como el día de la Divina Maternidad de María, así deja asentado que María es la madre de Dios, tal como propone la religión católica.
Pero no le vamos a cargar las tintas al catolicismo únicamente, el lugar de “La Madre” idealizada y venerada por tener que ser una suerte de “santidad” atraviesa casi todas las culturas que conocemos al momento.
Tal como las religiones, los dioses, Dios, y toda aquella figura de poder omnipresente, “La Madre” es odiada y/o amada. Por esto mismo es que carga en sí mismo con el peso de la culpa por cualquier ítem que no cumpla lo que socialmente establece la figura de “La Santa”. Así como María, para el catolicismo, es La Madre Santa, que siendo virgen dio a luz a Jesús, la figura de La Madre tiene ese tinte sagrado. Papo lo dejó claro “Nadie se atreva/ a tocar a mi vieja/ Porque mi vieja, es lo más grande que hay”. Una canción que quedó como ícono de varias generaciones para dedicarle a mamá.
La madre carga con el peso de la idealización, desde todos los tiempos, y aunque en el 2022 creamos que al fin nos quitamos de encima ese lugar que genera amores y odios, se sigue escuchando más de lo mismo: la madre de todas las culpas.
La maternidad y la culpa se llevan muy bien no porque la madre sea culpable de algo en sí mismo (aunque pueda serlo, sin dudas) sino porque la culpa es lo que mantiene a una persona lejos de su deseo. Si históricamente la madre debe ser “La Santa” no podría desear por fuera de lxs hijxs. Discurso que se impregna desde la infancia, por los poros de la piel, hasta devenir madre y hasta no siéndolo.
Sin embargo, a lo largo de la vida, cuando nos vamos haciendo grandes, se produce una resignificación --o al menos esperaríamos que eso suceda-- de aquella madre que se tuvo y que se tiene (o que ya no se tiene). En esa resignificación también podemos, además de ver a mamá, encontrar la historia de una mujer que un día devino madre. Lxs hijxs también se pueden sentir orgullosos de una madre deseante (por fuera de ellxs), de sus logros, de sus objetivos cumplidos, de los que no, de su fuerza, de su debilidad, de su historia, de sus valores, de su cultura, de su juventud y también de su vejez, de su transformación. Para esto es necesario una sola condición: un deseo que impulse una maternidad donde se pueda ser no-toda-madre; airearse un poco, ventilar lo añejo, sacarle el polvillo a los viejos ideales. Encontrarse con esa distancia entre la madre ideal y la madre real, nos va a devolver una mamá posible.
Florencia González es psicóloga y psicoanalista. Docente UBA. Autora del libro “Lo incierto” (2021, Ed. Paco).