Se acusa, en particular al oficialismo, de hacer un “uso político” del atentado fallido contra la Dra. Cristina Fernández de Kirchner. La alarmada queja aparece como levemente ridícula. ¿Qué otro uso habría de hacerse, en cualquier lugar del mundo, del atentado contra una vicepresidenta de la Nación, segunda autoridad del Poder Ejecutivo y presidenta, por ello, del Senado de la Nación?
Como todo en las sociedades civilizadas es político, lo que en realidad les inquieta es que esta, que sin duda se está haciendo a partir del atentado y desde todas las banderías, sea una política que no los favorece. El atentado, se revela así, ha dañado bastante a la oposición, sobre todo a la más virulenta. Y estos opinantes, que tienen al menos la sensibilidad de percibirlo, acusan el golpe y muestran que es eso lo que les duele, cuántas son las heridas que ha provocado y a las que quieren escapar. Especialmente en la oposición más dura y más violenta, ha ocasionado heridas que no se sabe todavía qué profundidad tienen, qué alcance, cuáles serán las consecuencias, políticas, de tal acontecimiento. Por el momento, sin pensar en complicidades ni en conspiraciones, la sociedad advierte que el clima contra la persona vicepresidencial ha sido largamente abonado, creado, fomentado por esos entusiastas adalides de la oposición; todos lo saben aunque interesadamente lo oculten, y eso se respira. La sociedad comprueba que, si a algún lugar conduce una oposición sistemática y violenta, es al de lo irreparable. Y eso ninguna comunidad, y menos una con la dolorosa historia reciente de la nuestra, puede llegar a consentirlo.
Por ello, una de las consignas en la que más insisten, y que más cunde (tanto insisten) es: “estamos hartos”. Pero ¿de qué están hartos? ¿De la democracia? ¿De la discusión política? Ellos son los que más contribuyen, entonces, a desprestigiar la política, a declararla “inútil” y negativa. (Y dicho sea de paso: ¿trivializar el atentado no es hacer política? Minimizarlo, hasta ponerlo en duda, o hacer o dejar sospechar que se trata de un montaje, cuando no de una pantomima, todo porque se trata del adversario político ¿no es hacer uso político de un hecho bien dramático?).
¿Por qué esta campaña, generalizada, extendida, casi internacional, contra la política? Una campaña que ya lleva años, podríamos decir alguna década. Y que forma parte ínsita de la prédica de la derecha, uno de sus centros de atracción y de irradiación. Porque la política, las mujeres y los hombres dedicados a ella, son los únicos que en la sociedad se ocupan (no siempre, hay que admitirlo, y no siempre bien y honestamente) de controlar los negocios, los manejos económicos y financieros, los excesos y las demasías del capital. La política parece la única capaz de mantener el equilibrio en sociedades esencialmente inestables, cuyas desigualdades engendran descontento, alteraciones.
La discusión (si es que lo de aquí y ahora puede llamarse así) no es nueva, todo lo contrario. Viene desde Platón y Aristóteles, pasando por los romanos, el conocido Nicolás Maquiavelo, el un poco menos conocido Barón de Montesquieu, llegando de nuevo a los italianos, con Gaetano Mosca y más próximamente Nicolás Bobbio, hasta la verdadera bisagra que constituye el pensar filosófico de Michel Foucault, cuyas reflexiones sobre lo que él denomina la bioética y la biopolítica son todavía de mucha actualidad (sin hablar del pensamiento de Gilles Deleuze y de Jacques Derrida y de los aportes inestimables de “la post-modernidad”). Nada de todo esto es, por supuesto “antipolítica”; contribuye, por el contrario, a una teoría política superadora. Poco de nuevo, pues, para que sea levantado con ahínco por estos sagaces opinantes.
Son, luego, las dictaduras las que persiguen y castigan a la política. Porque ella supone, primero, pensamiento, ideas que se hacen carne en los sujetos para luego obrar en el sistema. Otros, inconscientes, e inconscientemente malquistados con la política, ignoran que en una democracia, ella lo abarca todo. Claramente, lo dice Carlos Pagni en La Nación como si lo descubriera: “Tribus urbanas con consignas de ultraderecha, filonazis, atacan la Casa de Gobierno con antorchas. Expresan mensajes conflictivos ya no con la política y con su dirigencia, sino con la democracia” (20/9/22). Como supo afirmar Lucien Freud, quien habitaba, con genio, otros terrenos: “Hasta una silla es autobiográfica” (que bien podría ir como exergo en una nota sobre delirios y carpinterías…).
Por otra parte, hay que reconocer, con verdadero dolor, que muchos políticos ayudan a desprestigiarla con su incompetencia, con su bajísimo nivel cultural general, con sus transgresiones morales de toda índole. No obstante, es esto lo que, con la mayor seriedad, en una democracia se llama “el juego político”, y que constituye una actividad natural, necesaria, común en cualquier sociedad civilizada. Solo que últimamente está sobresaliendo su lado agonal, competitivo, beligerante y dramático, y ocultándose cada vez más el deseo y el placer. Johan Huizinga, a quien no escapa nada que tenga que ver con el juego, y que demuestra que hasta en las guerras hay espíritu lúdico, escribe hacia los cincuenta en su clásico Homo ludens: “…a medida que nos aproximamos a nuestra propia época, se hace más difícil distinguir en las manifestaciones culturales el juego de lo que no lo es. Sobre todo es éste el caso cuando queremos darnos cuenta del contenido de la política actual como manifestación cultural”. Y dedicado a estudiar sus manifestaciones sobre todo en los países anglosajones verifica que: “Todavía con mayor claridad que en el Parlamento inglés se manifiesta el elemento lúdico en las costumbres políticas norteamericanas. Mucho antes de que el sistema de los dos partidos adoptara en los Estados Unidos el carácter de dos equipos, cuya diferencia política apenas si es inteligible para el que no está dentro del juego, la propaganda electoral adquirió ya la forma perfecta de un gran juego nacional /…/ El carácter emotivo de la política norteamericana reside en los orígenes de su carácter popular, que jamás ha negado su procedencia de la situación primitiva de un mundo de pioneros. La ciega fidelidad al partido, la organización secreta, el entusiasmo de masas, junto con su afán infantil por los símbolos exteriores, otorga al elemento lúdico de la política norteamericana algo de la ingeniudad y de la espontaneidad que faltan a los más recientes movimientos de masas del Viejo Mundo”. Carácter lúdico, se podría agregar, que los devaneos antipolíticos y antidemocráticos de Donald Trump lejos de apagar han vivificado.
Que la política, pues, nos siga usando. Y nosotros, bien o mal, sirviéndonos de ella. Es una garantía, quizás la única, de paz.
* Escritor, docente universitario.