A quienes seguimos riéndonos con las novelas de Jean Austen pasados más de doscientos años desde su publicación, es inevitable que nos alegre toparnos inesperadamente con la esquiva autora inglesa en uno de los pasajes centrales de El acto de leer de Wolfgang Iser. Ocurre al comienzo del cuarto capítulo, un momento cumbre en la historia de la estética, pues Iser se dispone a definir la obra literaria en términos de “interacción” entre un texto y sus potenciales lectores. Allí leemos: “La lectura como una actividad guiada por el texto articula retroactivamente el proceso de reelaboración del texto, como efecto, sobre el lector. Este efecto recíproco debe ser designado como una ‘interacción’”. No fue esta la primera ocasión, ni la última, en que se planteaba algo semejante. Hace ya muchos siglos, Aristóteles como los tratadistas de la tradición retórica estuvieron muy atentos, ellos también, a los efectos persuasivos y catárticos de las palabras; con todo, sí es la primera vez que dicha “interacción” se revestía de tanta importancia y se situaba en un primerísimo plano a la hora de definir la literatura. “Lo callado en las escenas aparentemente triviales y los espacios vacíos en la construcción del diálogo” afirma Iser a propósito de la narrativa de Jean Austen, “estimulan al lector para una ocupación proyectiva del espacio vacío. Llevan al lector hasta lo sucedido y lo inducen a representarse lo no dicho”.

Estas reflexiones en las que Iser vincula expresamente el proceso de interacción lectora con la existencia de los llamados “espacios de indeterminación” de un texto, parecen ser el eco de otras afirmaciones que él mismo puso por escrito algunos años antes de la publicación de El acto de leer en 1976, en otro de sus famosos trabajos. Al comienzo de “El proceso de lectura: un enfoque fenomenológico”, aparecido en 1971, el teórico alemán también cita a Jean Austen para ejemplificar cómo la participación creativa del lector, estimulado por los huecos de la narración, logra que los bocetos apenas dibujados por la ficción cobren una realidad que les es propia. “Lo que constituye esta forma nunca aparece mencionado, y mucho menos explicado en el texto, aunque de hecho es el producto final de la interacción entre texto y lector”.

Si es una alegría toparse con Jane Austen entre las páginas centrales de El acto de leer, aún lo es más que Iser realice sus apreciaciones basándose en la semblanza que Virginia Woolf escribió sobre ella en El lector común, publicado en dos volúmenes en 1925 y 1932, donde la novelista del grupo de Bloomsbury recopiló sus ensayos aparecidos en el The Times Literary Supplement y en otras revistas. Efectivamente, en esas páginas, Woolf describe el arte de Austen, y su enorme modernidad, justamente como aquel que, partiendo de la aparente trivialidad de la vida cotidiana, logra que atisbemos su profundidad al avivar nuestros sentidos, haciendo que se apodere de nosotros “la intensidad peculiar que solo ella puede impartir”. Austen, argumenta Woolf, nos estimula para que aportemos lo que no está ahí. Lo que ella ofrece es, en apariencia, algo insignificante, pero está compuesto de algo que se expande en la mente del lector. Los giros y las vueltas del diálogo nos mantienen en las ascuas de la intriga”.

Si dirigimos nuestra atención a las primeras páginas con las que Virginia Woolf encabezó El lector común, comprenderemos mejor por qué Wolfgang Iser habría tomado tan en cuenta sus apreciaciones para construir su propia teoría literaria. En efecto, en el pequeño y conocido texto del comienzo del primer volumen, Woolf define al “lector común” como aquel que difiere del crítico y del académico: “está peor educado”, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Pero su rasgo más reconocible es que, cuando lee, lo guía un instinto de crear por sí mismo a partir de lo que llega a sus manos. “Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico y lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión”.

Es perfectamente coherente con la perspectiva filosófica que Wolfgang Iser imprimió a su teoría del efecto estético que sintiera simpatía por el lector común de Virginia Woolf. Todo El acto de leer, un clásico de la teoría de la literatura que cambió nuestra manera de entender la lectura, no es otra cosa que un intento de describir fenomenológicamente, es decir, prestando atención a las cosas mismas tal y como se nos presentan y experimentamos en la conciencia, este “instinto de crear por nosotros mismos” que Woolf reconocía que se apodera de los lectores cuando se sumergen en una obra literaria que estimula su imaginación.  

Fragmento del prólogo a El acto de leer de Wolfgang Iser, un clásico de la llamada estética de la recepción que Iser impulsó en la Escuela de Constanza junto a Hans Robert Jauss, y que publica Taurus en estos días.