Tras el triunfo de la coalición Cambiemos surgieron dos preguntas que se volvieron típicas al interior del debate político progresista, por llamarlo de alguna manera. La primera es cómo pudo ser que amplios sectores del empresariado vinculados al mercado interno apoyaran programas económicos que redundarían en contracción de la actividad. La segunda, más inquietante, es cómo pudo ser que una porción extendida de los trabajadores apoyara programas que aumentan la desigualdad social.
La primera pregunta es la más fácil de responder porque da cuenta de un fenómeno más antiguo. Las herramientas teóricas para la respuesta están todas incluidas en el texto de Michal Kalecki de 1943 “Aspectos políticos del pleno empleo”. La segunda, en cambio, remite a transformaciones estructurales más recientes. Desde las ciencias sociales se ensayaron algunas ideas en torno al concepto del “trabajador meritocrático”. Al respecto puede consultarse el editorial de José Natanson en Le Monde Diplomatique N°217, “Cuando la desigualdad es una elección popular” o el artículo “El moyanismo social”, de Martín Rodríguez, en el N°216 de la misma publicación. Sin embargo, restaba un enfoque desde la economía política, trabajo que realizaron los economistas Eduardo Crespo y Javier Ghibaudi en “El proceso neoliberal de larga duración y los gobiernos progresistas en América Latina”, publicado esta semana en el documento de trabajo de Flacso “El neoliberalismo tardío”. El aporte diferencial de la economía política es que brinda el sustrato material para entender el cambio en el comportamiento de clase que se pretende explicar. En concreto, para el caso en cuestión, explica la “heterogeneización” de estas clases como resultado de las transformaciones del capitalismo en las últimas décadas, entre las que destacan la tercerización y el offshoring. Lo que sigue es una muy acotada síntesis sobre Crespo y Ghibaudi.
Cuando en 1848 K. Marx escribía en el Manifiesto que la burguesía produciría sus propios sepultureros se adelantaba a la existencia de una forma de organización del capital, la concentrada y centralizada. Por eso creía que la única clase realmente revolucionaria era la que ese capital generaba, el proletariado, que entraba en contacto entre sí en el ámbito laboral. Por el contario, consideraba que el resto de las clases desaparecerían con el desarrollo de la gran industria. Esta predicción, asumida también por las ciencias sociales, se volvió preponderante en el capitalismo global al menos hasta muy avanzada la segunda posguerra; con grandes firmas concentradas y centralizadas y sindicatos potentes.
Sin embargo, a partir de los años ‘60 las economías capitalistas centrales comenzaron a organizarse en sentido opuesto. Las grandes empresas tendieron a fragmentarse a través de procesos de tercerización: “Numerosas actividades antes encuadradas en la administración de una misma compañía, como transporte de mercaderías, seguridad de establecimientos, contabilidad, marketing, publicidad, asesoría jurídica, sistemas de software, limpieza, investigación y desarrollo y un sinnúmero de partes y componentes, en la actualidad, son suministradas por sociedades y contratistas, multiplicando el número de firmas y ‘emprendedores’ formalmente autónomos. El sistema sigue operando en base a grandes escalas pero con mayor flexibilidad, capacidad de adaptación y fundamentalmente menores costos y riesgos”.
Otra consecuencia fundamental que acompañó a la desintegración vertical fue la re-territorialización parcial de las actividades productivas, el offshoring que dio lugar a la formación de cadenas globales de valor, donde la totalidad o la mayor parte de un determinado proceso productivo ya no se encuentra bajo jurisdicción de un territorio nacional o controlado directamente por una única compañía, un desafío para las políticas industriales nacionales.
Uno de los efectos del offshoring fue la concentración del ingreso. Luego de reducirse aceleradamente hasta los ‘70, la desigualdad regresó en el presente a los niveles anteriores a la Segunda Guerra Mundial. “Las grandes compañías se deshicieron de las actividades más simples para concentrarse en las operaciones más sofisticadas, con mayores barreras a la entrada y consecuentemente con mayores ingresos”. Sólo en casos contados la deslocalización productiva se tradujo en una difusión internacional más igualitaria de capacidades e ingresos, su resultado fue mayormente la tercerización hacia otros territorios de actividades de maquila a cambio de salarios y condiciones laborales miserables.
El efecto de este conjunto de transformaciones en la estructura productiva fue la segmentación del mundo del trabajo. Los trabajadores dejaron de estar sujetos a un comando jerárquico, y se transformaron, por ejemplo, en pequeños empresarios independientes, o en vendedores de servicios a empresas también independientes. Esta creciente separación formal de los trabajadores “tiende a romper los viejos lazos de solidaridad de clase. El nuevo trabajador suele operar en grupos pequeños o incluso aisladamente”. Los cambios en el entorno alteraron su visión del mundo. El progreso dejó de ser social para convertirse en individual. El Estado, mayormente percibido como corrupto, pasó a ser quien lo obliga a pagar impuestos a cambio de servicios públicos deteriorados. Las huelgas y movilizaciones se transformaron en interferencias de tránsito.
A este trabajador le parece lógico que su éxito o fracaso sea individual. Su credo son las virtudes del “emprendedorismo” y el mito del empresario self-made man. “La sociedad para este nuevo sujeto se resume en su familia y allegados próximos. Es el individuo solitario que se identifica a sí mismo como ‘clase media’ y se siente ajeno a cualquier actor de naturaleza colectiva. La utopía liberal consumada en cada trabajador. Este nuevo sujeto es neoliberal incluso antes de interpretar la política o enfrentarse al mensaje de los medios masivos de comunicación. En la práctica, cree no deberle nada al Estado ni a nadie. Imagina que su sustento solo emana de su esfuerzo personal. La acción colectiva se le antoja arbitraria y sujeta a reglas donde imperan la inoperancia y el ocio. La asistencia social le parece injusta. Si él se esfuerza para obtener lo suyo, lo mismo debería esperarse de los otros. Su ideología refleja su rutina cotidiana”.