Earwig 7 puntos
Reino Unido/Francia/Bélgica, 2021
Dirección: Lucile Hadzihalilovic.
Guion: Geoff Cox y Lucile Hadzihalilovic.
Duración: 114 minutos.
Intérpretes: Paul Hilton, Romola Garai, Romane Hemelaers, Alex Lawther, Martin Verset.
Estreno del viernes 14 en MUBI.
La primera línea de diálogo de Earwig se escucha bien pasada la frontera de los veinte minutos. Hasta ese momento se asiste a una serie de rituales extraños, realizados en absoluto silencio y de forma metódica. En una casa antigua, cuyos pisos de madera crujen ante cada pisada, un hombre cuida de una niña, que tendrá unos diez o doce años a lo sumo. Ese cuidar implica cocinarle y vestirla, pero también vigilarla por las noches, observar su actitud y disposición, su apetito y salud. También cambiarle la dentadura cada cierta cantidad de días. Mia, la niña, no posee dientes propios, por lo que anda paseándose con un particular artilugio que recoge su baba, materia prima para la manufactura de dientes postizos congelados. Cada tanto suena el teléfono y un hombre del otro lado le da instrucciones al cuidador, de nombre Albert, que sólo sale de la casa por las noches, cuando la niña duerme. Mia, en tanto, no cruza nunca ese umbral y el hecho de que no pronuncie palabra alguna parece señalar un extenso aislamiento. Tal vez Mia esté siendo preparada para alguna clase de misión, un destino especial, aunque nada parece seguro, excepto su condición esclava.
La directora francesa Lucile Hadzihalilovic, que en la anterior Évolution (2015) había creado un bello y triste relato de sirenas, el famoso ser mitológico, adapta la novela breve del escritor británico Brian Catling –fallecido hace pocas semanas– de manera libre, llevando a la pantalla algunas de las instancias más importantes del texto. La fotografía es oscura y estilizada, el sonido se mece entre las formas expresionistas y el tono general intenta sostener un barroquismo con algo de kafkiano. ¿Quién es esa gente, por qué hace lo que hace, cuál es la lógica detrás de los acontecimientos? Por la vestimenta y el diseño de arte en general el espectador puede adivinar que la historia transcurre en los años 50 (se habla de una reciente guerra, además), casi todos hablan un inglés con fuerte acento y la paranoia parece envolver a los personajes. Algo indudable en el caso de Albert, quien, por primera vez, recibe la orden de salir con la niña a dar un paseo al aire libre. Es menester prepararla para una mudanza definitiva y el contacto con el exterior debe llevarse a cabo de manera gradual, para el choque no sea tan frontal.
Hadzihalilovic construye un cuento neogótico con reminiscencias del primer Andrzej Zulawski, el de La tercera parte de la noche, entre otros posibles vínculos creativos (el apellido Cronenberg suele mencionarse regularmente cuando se escribe sobre la realizadora). En Earwig todo es misterioso, excéntrico, como esa mutilación accidental que cruza los pasos de Albert (el británico Paul Hilton) con Celeste (Romola Garai), una mesera que aparece en el lugar más inadecuado en el peor momento, iniciando un vínculo que se revelará más metafísico que corpóreo.
Dividida en dos grandes bloques –el adentro y el afuera, antes y después de ese encuentro ¿casual?–, la historia nunca abandona el tono alucinado del punto de vista del protagonista ni, mucho menos, “explica” razones y actos. Como un vidrio fuertemente empañado, todo lo que se ve en la pantalla está deformado por el filtro de lo onírico, en su vertiente de pesadilla. Más que una película de horror –aunque también lo sea, extrañamente– Earwig es el relato de un hombre común, gris, que, como Gregorio Samsa, descubre que ya no es quien solía ser. Aunque aquí la metamorfosis viene ocurriendo desde hace mucho tiempo, de forma imperceptible. ¿Y Mia? ¿Quién es Mia? Ese recuerdo tal vez se haya borrado para siempre.