Cualquier hincha de River pensará que habrá un antes y un después a partir de ahora. Que Marcelo Gallardo es el máximo ídolo que se va, un hombre providencial. Un adjetivo que tiene una connotación cuasi religiosa. Porque se le atribuye al redentor, al salvador, a quién pueda guiar –en este caso a un club, a una comunidad futbolística– hacia la tierra prometida. Sobre todo si es después de una desgracia deportiva, como fue el descenso en 2011.
Poco menos de tres años después, el técnico asumió su cargo, lo mantuvo y consolidó el ciclo más exitoso en el plano internacional que se le negaba a una institución de semejante espesura popular. Un ciclo que sostuvo por varios años consecutivos. Fueron ocho más cuatro meses prolíficos en títulos –catorce que incluyen los nacionales– y una recuperación de la autoestima que no puede mensurarse en ningún rubro.
Sorprendió Gallardo con el rescate meteórico de una grandeza que provenía desde principios del profesionalismo. Sucedió después del peor momento en 121 años de historia. Pero también de una idea de continuidad que contó con el aporte de glorias como Bernabé Ferreyra, Pedernera y Moreno, La Máquina, Di Stéfano, Amadeo Carrizo, Labruna en sus dos acepciones, la de jugador y entrenador, Ermindo Onega, el Beto Alonso, Fillol, Francescoli y el Burrito Ortega, Ponzio y los campeones de la Copa Libertadores en Madrid.
El Muñeco Gallardo, si se permite y se renuncia a esa idea de la providencia divina -tan común a las religiones monoteístas-, es el producto de aquello que definía con claridad meridiana René Favaloro, el célebre médico cirujano: “No existen los hombres providenciales ni los genios, lo que existe es el trabajo”. Y aunque los hinchas de River lo ubican a la altura del propio club, no es un ser providencial. Puede equivocarse, como hasta él mismo lo admitió hace pocos días en un evento.
El técnico despertó un fervor inusitado con sus ideas, transformadas en mantra. Sintió en su propia piel aquello que Gramsci decía del fútbol: “Es el reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”. Pero cumplió su ciclo y por razones que él solo sabrá explicar, decidió irse. Como se fueron grandes conductores de River y de ciertos clubes que hicieron valer su hegemonía histórica. Otro concepto gramsciano que el célebre pensador italiano atribuye a la cultura de la clase dominante.
El entrenador más ganador de la historia riverplatense es mucho más que una vitrina de títulos que ayudó a hacer más vistosa. Persistió con una cultura del esfuerzo. La impuso. Hizo que sus dirigidos dieran hasta el límite. Aun cuando sus equipos podían ganar o perder, aportaron con nitidez una idea de lo que buscaban representar en una cancha. Arriesgar siempre. Ese es el legado que deja Gallardo. Como Griguol en Ferro, Bianchi en Boca o Bielsa en Newell’s. Son entrenadores que trascienden a su tiempo. Que dejan una obra, una conducta y fórmulas distintas para llegar al éxito detrás.