Claude Eatherly tenía 26 años cuando el 6 de agosto de 1945 le tocó hacer el vuelo de reconocimiento sobre Hiroshima para escoger el blanco de la bomba atómica. Pasó por encima de la población, fijó las coordenadas y le dio luz verde al bombardeo Enola Gay. El primer día fallecieron entre 50.000 y 100.000 personas. Luego, muchas más. Cuando Eatherly regresó a Estados Unidos fue recibido con honores de héroe nacional, y una lluvia de globos y serpentinas que caían desde lo alto de los rascacielos. Tiempo después entraba en una tienda con una pistola apuntada a la cabeza del tendero. Lo detuvieron y lo ingresaron en un psiquiátrico durante años, con una supuesta enfermedad mental nunca diagnosticada. Su pacifismo beligerante empeoró las cosas: “Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra y la violencia es una forma de locura”, expresaba en un curioso libro, El piloto de Hiroshima, que recoge sus conversaciones con el filósofo vienés Günter Anders. EE.UU. justificó la masacre en un intento por reducir el número de muertos en la escalada final de la guerra. Un argumento obtuso, miserable. Para pensar y repensarnos.
No es necesario recordar una matanza de proporciones bíblicas para comprobar que ese tipo de violencia pertenece al huevo de la misma serpiente. Esa violencia obscena, salvaje, irracional. Que mata de forma gratuita, tanto con uranio enriquecido, como con gas lacrimógeno. Así falleció “Lolo” Regueiro, el hincha de Gimnasia Esgrima de La Plata, durante la represión del pasado jueves 6 de octubre por parte de la policía bonaerense. Esto nos permite descubrir el camino que hay entre un hecho menor y los grandes sucesos. Toda vez que transigimos con la violencia la banalizamos, y quedamos atrapados por su banalización. Es como se normalizan las exarcerbaciones de la violencia mínima, de perfil bajo, que las asumimos como parte aceptable de la condición humana. En realidad, es entonces cuando no nos asumimos: qué cuerpo de policía no guarda un cadáver en el armario por unas balas de goma, pensamos. Y así vamos tirando. Con esa violencia nuestra. La de siempre. La de toda la vida. Tan de casa. Tan ligera, de piel y huesos, de sangre y alma. Esa violencia que se construye, a menudo, con la ayuda de las herramientas más eficaces de los cuerpos de seguridad del Estado y de variados estamentos de la sociedad. La perplejidad que hoy sentimos deriva de nuestro optimismo ilustrado. De pensar que la realidad es un proceso imparable hacia cotas de un mayor desarrollo moral y ético.
A César Regueiro hay que recordarlo con todos los sentidos. Reflexionando sobre lo que tenemos frente a nosotros, y superponiendo nuestra visión subjetiva de la realidad con el propósito de construir un futuro más habitable que éste presente que nos ofrece innumerables razones para el desaliento. “Lolo” ya no está con nosotros. Se lo llevó la ira ciega y la sinrazón de la barbarie. Dicen, que su corazón dejó de latir. "El único problema de su corazón, es que era muy grande", expresaba su hermano.
Son tiempos de domesticar, uno a uno, esos dolores de tristeza desamparada, de los estragos de la muerte, de la soledad de las ausencias. La noche de represión en el Bosque dejó una herida abierta de desolación y muerte. Un desierto vacío, inmenso, de vidas quebradas, por una violencia banal, obtusa, de furia de perro lobo. Uno se imagina a “Lolo” protegiendo a sus nietas, en ese momento aciago donde la locura del mundo se puso a roturar. De aquello solo quedan sombras, y alguna emoción, de aliento hondo, que ensancha el mundo, para entenderlo mejor.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón del Mundo Tokio 1979.