Luis Machín es un actor que, a mediados de la década del noventa, causaba desmayos en los espectadores cuando narraba El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, en el Sportivo Teatral. Un actor al que, cuando visitaba en su Rosario natal a su madre internada, una enferma le pidió que le curara la taquicardia, porque lo asociaba al doctor Ponce, personaje que hacía en la tira Padre coraje. Actor que, al hablar de este oficio que despliega en cine, televisión y teatro –llegó a hacer las tres cosas en menos de 24 horas– y que abraza con “voracidad” desde los 16 años, establece comparaciones con la magia y la hipnosis.
Usando sus términos, es realmente hipnótico lo que hace los viernes a las 23 en El mar de noche (ahora también los domingos a las 18). Sutil, intenso y delicado, diametralmente opuesto en términos de registro a su labor en I.D.I.O.T.A. Ya desde el vamos, la combinación parecía infalible: texto de Santiago Loza, dirección de Guillermo Cacace. Además, la propuesta se desarrolló desde “la libertad” en tiempo y forma, y se percibe. “El de Machín es un talento que necesitaba ser situado en un lugar de privilegio”, opinó hace poco Loza. Tenía razón; y éste es su primer unipersonal propiamente dicho.
Cuatro años pasaron desde la primera intención de poner en escena este espectáculo sobre el desamor, que iba a estrenar en el Cervantes. Machín no tiene idea del porqué, pero dice que nunca actuó en el TNC, que este teatro siempre fue “reacio” a recibirlo. El tiempo pasó y con Cacace ensayaron “sin apuros”, sin fecha de estreno a la vista, y hasta con la posibilidad conversada de abandonar el proyecto si no se sentían conformes con lo que iba resultando. El proceso de trabajo les llevó año y medio. Como se trata de un monólogo dicho en una habitación de hotel, cercana al mar, se les ocurrió montarlo en el Hotel Castelar, y de hecho hicieron ensayos abiertos allí. “El sonido natural de la vida del hotel” y lo explícito de “la información del espacio” los trasladaron finalmente a Apacheta Sala Estudio, en Pasco 623.
“Fue un trabajo que nos tomamos con muchas libertades, para hacerlo como teníamos ganas. Tiene esa naturaleza, ese despojo, esa intensidad. La teatralidad no pasa por la demostración de recursos. Ni en la dirección ni en la iluminación ni en el histrionismo de la actuación”, define Machín. Lo más relevante aquí es la actuación. El rostro de Machín y su cuerpo, prácticamente inmóvil durante todo lo que dura la función. El texto contiene referencias a Oscar Wilde (De Profundis) y Thomas Mann (Muerte en Venecia) y las palabras de un hombre que espera, en ese cuarto, a un amado que jamás va a llegar. “Es mi primer trabajo solo”, celebra Machín, y recuerda dos antecedentes: un unipersonal que hizo en el marco del taller de teatro de la secundaria (un texto de Humberto Constantini) y aquél monólogo de Lamborghini que, por su crudeza, mareaba a la gente. “Parecía que yo pasaba un sobre por ahí… ¡se caían!”, dice.
–¿Cómo se explica un fenómeno como ese?
–Lo mejor es tratar de no explicarlo. A mí lo mejor que me puede pasar como espectador es sentirme conmovido. Nunca me desmayé ni me bajó la presión, pero he pasado por emociones muy poderosas. El mar de noche llega de una manera muy particular a la gente. Es una experiencia teatral muy poderosa para mí. Es la ejecución de un solo, como si uno estuviera con la guitarra. Siempre me lo imagino a João Gilberto, esa imagen siempre me produjo una enorme convocatoria.
–¿Qué se siente en la soledad de la escena?
–Es algo bien interesante lo que pasa. Acá tengo que decir lo que me pasa, porque no hay a quien echarle la culpa. Ya lo más grande está decidido. Yo empiezo a descubrir las variantes que hay en la ejecución. Una vez por día lo paso, de punta a punta o por tramos. La sensación de soledad escénica es, también, una sensación de manejo total de la situación, muy vinculada al poder que uno puede ejercer como actor. Además, no hay intencionalidad de despliegue de teatralidad, de acumulación de recursos. El camino fue contrario: despojarse de ciertos vicios. Trabajamos mucho con Gastón Ré, el asistente de dirección, que fue el otro (la persona a quien se dirige el monólogo) durante bastante tiempo. Pensamos en incorporar una pantalla de computadora o un teléfono, todas cosas que no llegaron a estar. Lo que queda de todo esto es enfrentarme los viernes y domingos con 80 personas. La actuación es el espacio donde más poderoso, entero y seguro me siento. Son pequeñas las variaciones que puede haber de una función tras otra. El que las maneja soy yo; el que acuerda cosas con el director soy yo solo. Lo que se ofrece es muy genuino y hasta muy primitivo. Está lo más puro que siento que puedo dar.
–Como otros monólogos de Loza, esta propuesta apunta más a la sensibilidad del espectador que a la cabeza. En este trabajo, ¿cómo conecta emociones y técnica?
–Para mí esto no era teatro, sino un relato poético de un hombre en crisis amorosa. Me obligaba a redoblar la apuesta. Los primeros encuentros con Guillermo tenían que ver con un registro más explosivo. El tiempo le fue dando la naturaleza de cierta decantación de energía. Empecé a descubrirle lo emotivo y lo profundo al texto. Lo que en apariencia tiene de repetitivo termina siendo casi un mantra de una persona en trance. Así que fue dejarse atravesar por el texto sin intentar aggiornarlo, con nada más que la posibilidad de decirlo, y depurar eso que pasaba a partir de cómo se iba diciendo, descansar en lo que me sucedía. Y generar en eso repetición. Porque el teatro es un arte de repetición. La actuación tiene un alto porcentaje de técnica, con un pequeño porcentaje de elevación y talento. El talento está en depurar la técnica de manera tal que el que ve una función vea algo genuino, que está pasando de manera única y de verdad en determinado momento. Lo que me gusta en los actores es la posibilidad de regalarme una mentira de manera tan contundente que no sólo les crea sino que me emocione con su actuación. Que incluso pueda ver los hilos de la técnica. Es como el pase de magia de los magos. La técnica está tan depurada que no la ves. Ves la magia.
–¿En qué momento siente que se encuentra de su carrera?
–Actúo desde los 16 años y tengo 49, y nunca dejé de actuar. Siempre me sentí bien actuando. Hubo momentos en los que tenía más conflictos en relación a cómo la actuación entra en el campo profesional. El mar de noche rompe con varios moldes que me caracterizan como actor: lugares malditos en la televisión o en el cine, por ejemplo. Siempre sentí voracidad por actuar, por tratar de perderme lo mínimo que pueda. Por supuesto que elijo. El tiempo me traiciona. A veces se combinan muchas cosas en un mismo tiempo, no le mezquino energía ni tiempo a ninguna y termino extenuado. Pero siempre siento que tengo mucho más para dar.