Me pregunto cuántos de nosotros trabajamos en busca de un lugar que ya no existe más. Antes, uno escribía un libro, lo mandaba a la editorial y se sentaba a esperar. Las bandas grababan un disco para un sello, a veces con producción del mismo sello, y se dedicaban a promoverlo. Un trabajo podía durar toda la vida, y en esa eternidad el laburante planificaba los sueños de la casa propia y de mi hijo el doctor. Hoy las empresas se fusionan, se funden o se mudan por motivos impositivos, y chau sueños.

El mundo del buen gusto también está dejando de existir. Entrás a un bar y te castigan con música espantosa, el cine se volvió puro pochoclo y las vidrieras de las librerías son de dudosos productos de moda. Si uno quiere pertenecer a ese mundo del buen gusto, debe bucear entre toda esa basura para encontrar lo que queda de él.

Toda esa aparente “normalidad”, que parecía eterna, se esfumó, y en su lugar hay un agujero negro que muta todo el tiempo. Esos ejemplos valen para todas las personas, incluso para los que no se enteran de nada.

Me pregunto si en los espacios contenedores de siempre no estará pasando lo mismo. ¿Es la familia de hoy el refugio que era cuando éramos pibes? ¿O es otro de los espacios que está desapareciendo, como sucedió en Europa después de la guerra? ¿Es la amistad de hoy el mismo refugio de nuestra infancia? ¿O se ha vuelto resbalosa, virtual, perecedera?

Lo que hace aún más confuso el asunto, es que esos lugares no desaparecen del todo. Siempre queda un huequito que genera un espejismo. Un hueco que podríamos ocupar nosotros (creemos). Y allá vamos, poniendo el doble de ganas, de tiempo, de dinero, para ir a por ese lugar cada vez más chico y esquivo.

Ni hablar de si lo que buscamos es trascender con nuestro trabajo, un libro, una película. Ese lugar, que siempre fue pequeño, ahora está ocupado por gente que hace cualquier cosa en Youtube o Instagram, desde cocinar a ponerse en bolas. El lugar de la trascendencia, donde conocimos a nuestros héroes del pensamiento y del arte, fue ocupado por la liviandad (no siempre, claro), la repentización y el oportunismo.

La desaparición de esos lugares está acompañada de los naturales recambios generacionales. Ningún pibe de veinte años se va a estar esperando a que Sony le edite un disco. Lo graba, lo sube a una red y a rodar, mi amor. Doy este ejemplo porque he hablado de esto con multitud de músicos y escritores que siguen trabajando con la mecánica de toda la vida. Y rara vez logro que me escuchen.

Pelear por ocupar lugares que ya no están se da en todas las áreas. Incluso en la política. Los que disputan a través de ideas, o de ideologías, corren con la desventaja de que recibirán como respuesta (o como recibimiento) andanadas de falsedades, truchadas y mucha confusión. Confusión propia, ajena y de los vivos de siempre. El lugar de las ideas ya no existe. O existe en ámbitos cada vez más minúsculos, más elitistas, si se me perdona la grosería.

Época especialmente cruel donde todo está dominado por el marketing. No importa lo que sea, lo que contenga, lo que diga. Importa la forma en que se lo vende. Y este sistema recibe el aporte de gran cantidad de idiotas útiles, desde los que ponen música espantosa en los bares o promueven libros de moda, hasta los que creen en todo lo que les dicen las usinas de mentiras.

Es probable que incluso los países se encaminen hacia lugares que ya no existen, por ejemplo el estado de bienestar. Se perdió y ya no volverá. En su lugar hay inestabilidad, un mundo cada vez más peligroso y mucha gente histérica y violenta. Es el desafío que nos presenta esta época, y no de los más sencillos. El mundo cambió y seguirá cambiando, y a una velocidad que a veces no nos deja ni comprender las reglas del juego que estamos jugando.

¿Quiénes se benefician con esto? Los de siempre. Los fuertes, los ricos, los que pueden esperar y seguir esperando, los que tienen las bodegas llenas de comida y de champagne. Los que tienen relaciones poderosas y dólares en cuevas fiscales. Los dueños de los medios, de las redes, de la tecnología.

Entre tantas cosas que cambiaron, eso no cambió, y no es para alegrarse.

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