Lo dijo Ricardo Mollo hace unos días, y viene a cuento: "¿Qué pasa con el tango? ¿Qué pasa con la música clásica o con el folklore? Nada muere. Están los que simpatizan con eso y los que eligen otras cosas, pero a lo largo del tiempo la música sigue estando y cualquier género sigue viviendo. Esas son premoniciones que terminan en la nada. Tiene que ver más con cosas del mercado que de la música". Hubiera sido un lindo experimento poner a quienes gastan la cíclica muletilla de la "muerte del rock" frente a Jack White en el momento en que descerrajaba su última andanada eléctrica, el infalible "Seven Nation Army" que abrochó la noche de Costanera Sur con una marea de cuerpos en llamas.

Los muertos que vos matáis gozan de buena salud, dice Jack.

Bah, Jack no dice nada. O dice otras cosas, no se va a poner discutir boludeces. Su argumento es esa guitarra motosierra que de pronto se convierte en dulce acompañamiento de una delicadeza country, y minutos después vuelve a meter quinta para otro arranque salvaje que nunca agota. Con Jack White querés más, querés que vuelva a tocar hoy, querés que no termine, que siga y siga porque lo suyo no es unidimensional, es "rock" y no es "rock", es un impulso vital que no necesita etiquetas. Su obra y la de The White Stripes, The Raconteurs, The Dead Weather, en un todo orgánico y homogéneo en el que prima la honestidad (brutal), una veintena de canciones adecuadamente introducidas por los MC5. Declaración de principios.

Si aquel momento junto a Robert Plant para "The Lemon Song" hace siete años marcó un punto cumbre de todos los Lollapalooza, lo que hizo Jack en un Primavera Sound de clima nada primaveral vino a redoblar toda apuesta, quemar los naipes, descentrar las ruletas, hacer saltar la banca. Convierte en un absurdo detenerse siquiera un minuto a rebatir falacias sobre la salud del rock, que no se mide en cifras de venta o reproducciones digitales sino en eso que se ve sobre el escenario, eso que baja del PA y atraviesa cuerpos felices, energizados hasta el éxtasis, entregados a un rito que se ríe de los discursitos del marketing.

No necesitamos equis canchas llenas para saber que estamos vivos. Lo sabemos por el latido que nos retumba frente a ese tipo salido de una película de Tim Burton, pelo azul y mirada pícara y dedos que saben, joder, cuánto saben, cómo encuentran los caminos para que todo estalle y resuelva, y parezca irse al quinto carajo para de pronto hacer un giro y ahí está, una explosión que lejos de rompernos nos rearma y pedimos más. Otra. Tocá otra, Jack. Y otra. No te vayas todavía, demente divino, si apenas es medianoche y el frío nos muerde y no lo sentimos, el que está muerto es el frío.

Jack y sus amigos, claro, el tecladista Quincy McCrary, el bajista Dominic Davis, el baterista Daru Jones, colegas tan desquiciados y a la vez centrados como él, sacerdotes de la distorsión y la sutileza, el ataque sónico y el cambio de marcha, la belleza y la furia. Cuatro jinetes y ningún apocalipsis porque eso suena a destrucción y aquí nada se destruye, es la paciente y apasionada construcción de una épica que nada sabe de arengas vacías o riffs predecibles. El rock en nuestra forma de ser.

"Puedo decir que vamos a ser amigos", cantó otra vez cuando se encaminaba a un final que nadie quería, porque tocá otra Jack, y otra, y otra más que acá nos quedamos. Y volvé cuando quieras, lo antes que puedas. Que somos amigos por siempre.