Desde Base Marambio, Antártida

“No confíen en las botas, porque anoche nevó y el suelo patina igual. Antes de salir abríguense bien, los guantes son fundamentales”, fue la advertencia de los militares encargados de la logística cuando el Hércules desplegó su compuerta trasera y los pasajeros iniciaron el descenso. La Base Marambio, una de las 13 que Argentina tiene en la Antártida, es un sitio prístino que, como cualquier persona podría suponer, contrasta de manera notable con las grandes urbes. El ritmo alocado, la contaminación y el vapor de una Buenos Aires que se encamina a un nuevo verano caliente no guardan ninguna relación con la paz, el oxígeno a disposición y el frío que penetra cada centímetro de piel descubierta. Cuando se disipa la niebla, los icebergs y los pingüinos ponen la nota en un paisaje irrepetible.

Probablemente, no hay un territorio en el mundo tan atravesado por la ciencia como la Antártida. De hecho, la población (que es variable y que en el presente llega a unas 70 personas en Marambio) divide sus tareas entre ese rubro y el militar. La propia rutina laboral, quirúrgicamente establecida, adquiere una lógica distintiva; requiere de una planificación a prueba de balas y responde a una máxima inquebrantable: las condiciones meteorológicas deciden qué, cuándo y cómo se hace absolutamente todo. Ráfagas de viento que alcanzan los 200 kilómetros por hora y temperaturas que en invierno llegan a una sensación térmica de 45 grados bajo cero constituyen obstáculos lo suficientemente poderosos como para regular el termostato individual y el humor social. Más de 20 horas de día durante el verano y más de 20 horas de noche durante el invierno desarticulan los relojes internos de quienes habitan el continente blanco cada año.

Top Gun y los domadores del monstruo

“Si las condiciones climáticas nos acompañan, podremos despegar. De lo contrario, habrá que esperar”, señala con solvencia el Vicecomodoro Sebastián Coria, jefe del escuadrón 630 de la Fuerza Aérea, y encargado de los vuelos que realiza el Hércules desde hace más de 17 años. El monstruo alado ya cumplió 50 años y, desde Río Gallegos hasta la Antártida, es parte de una aventura que no tiene comparación. “Se destaca el ruido, el calor adentro de la nave y las comodidades… o las incomodidades. Es un avión netamente militar, por lo que la prioridad está en garantizar la seguridad durante el vuelo y la versatilidad para poder transportar carga y también pasajeros. En tres horas estaremos en Base Marambio”, señala el experto, mientras se acomoda las gafas y arremete con un mordisco su medialuna.

Este viernes el vuelo se ha retrasado: sencillamente, si hay neblina no se ve absolutamente nada; y, si a ese escenario se le agrega el frío y la nieve, el panorama se endurece porque durante el descenso el avión podría patinar y los frenos hacer tartamudear a la bestia tecnológica.

Por fortuna, (y también por destreza) nada de eso ocurre y en compañía de su copiloto, Coria domina el avión con prestancia. El Hércules aterriza a una velocidad de 200 kilómetros por hora y la mole de 20 toneladas se desliza con naturalidad por una pista de 1200 metros. Sí, después de las doce cuadras, sobreviene el precipicio. Al ser vuelos especiales, funcionan a requerimiento: dependiendo de la solicitud que el Comando Conjunto Antártico precise. Según la programación anual, se realizan una o dos salidas mensuales como mínimo.

Ciencia del fin del mundo

La Antártida es un territorio cuya actividad principal es la producción científica. Desde esta perspectiva, no hay nadie más autorizado en esta porción del polo sur que Walter Mac Cormack, biólogo y director del Instituto Antártico Argentino. “Tenemos especialistas en ciencias de la tierra, de la vida, y también en ciencias ambientales, fisicoquímicas y sociales. La ciencia en la Antártida es compleja: si bien es un increíble laboratorio natural, asistir y viajar hasta aquí no es para nada sencillo”, subraya. Luego destaca: “Se examina la biodiversidad y sobre todo el cambio climático, un fenómeno que se siente muchísimo y que afecta a todas las especies”.

Por un lado, según relata, está la campaña de verano que se inicia en diciembre y se prolonga hasta fin de marzo, e implica el lapso en que el territorio recibe a la mayor cantidad de científicos y científicas. Por otro, está la campaña de invierno, empujada por investigadores e investigadoras que realizan tareas durante todo el año. “Por lo general, son grupos más acotados que controlan y actualizan los equipamientos, que toman muestras y que realizan todas aquellas actividades que requieren mayor duración”, expresa. A pesar de las dificultades, a los científicos argentinos no les ha ido nada mal: en los últimos cinco años las investigaciones en la Antártida fueron difundidas en seis artículos de la prestigiosa revista Nature.

El dueño de la energía

Jorge Fernández tiene una sonrisa limpia y el cuerpo alegre. Aunque en la Base Marambio realiza una jornada de ocho horas como cualquier otra persona, duerme con un ojo medio abierto porque, sobre todo en invierno, con las tormentas y los vientos, las instalaciones eléctricas pueden verse afectadas. Ha estado en la Antártida en cinco ocasiones y recorrió diferentes bases: además de Marambio, fue a San Martín, Carlini e, incluso, a Esperanza con su familia y sus hijos. Su experiencia lo convierte en el habitante que más veces ha pisado el continente helado.

“Me levanto todos los días con pasión, amo lo que hago, pero ya se termina”, cuenta mientras acomoda la bombilla del mate. Esta es su despedida: posiblemente el mes que viene, un Hércules lo traerá de regreso. Será reemplazado por alguien tan diestro como él en el arte de garantizar que siempre haya energía en esa porción blanca, para que los miliares y los científicos puedan desarrollar con normalidad sus obligaciones. “En lo que va de 2022 no hubo ningún corte de suministro. Eso es fundamental para que compañeros de otras áreas no se vean afectados”, manifiesta con orgullo, mientras señala el grupo electrógeno que opera ante emergencias.

Jóvenes rescatistas

En Marambio hay dos helicópteros que realizan tareas de rescate de personal y son manejados por pilotos y copilotos jóvenes, que conversan en ronda y ríen en el centro del comedor. Al comienzo nadie se anima a dar su testimonio (la valentía se expresa de formas disímiles algunas veces), pero enseguida todos miran al primer Teniente Suárez, de la Fuerza Área Argentina. “Es mi segunda vez aquí y vuelo los helicópteros que nos permiten realizar búsquedas, rescates y traslados de personal. Algunas veces por año debemos salir en auxilio de alguien y cumplimos con misiones complejas”, suelta. Y luego continúa sin tomar aire: “No podemos errarle, porque si tiene un problema el helicóptero o no consideramos todos los riesgos, nos vamos directo al mar”, pronostica mientras observa con complicidad a sus compañeros que ya no se ríen.

Suárez y su equipo rescatan personas que sufren accidentes mientras realizan otras misiones asignadas, o bien, contribuyen en el auxilio cuando, eventualmente, se estrella un avión en alguna otra base. Cada día, el piloto y el copiloto examinan las condiciones meteorológicas y planifican vuelos programados en que la Fuerza Área opera como grupo de apoyo. Además de la rutina, refiere a la vida social en la isla: “Aquí hacemos de todo, tratamos de ayudarnos mucho, de colaborar y de tirar para el mismo lado. Incluso celebramos cumpleaños”, comenta el joven militar que en tres meses retornará a Buenos Aires y que también destina parte de su tiempo a preparar y levantar la mesa, lavar platos, vasos y cubiertos.

Los gallos del comedor

Aunque todos, en algún momento de su estadía, colaboran con alguna actividad en el comedor, quienes se encargan puntualmente de la cocina son unos pocos. Entre ollas humeantes, asaderas y sartenes con comida a medio hacer, la Cabo Principal Gisela Cardozo, de la Fuerza Aérea, comparte su tiempo. “Somos como los gallos, nos levantamos en la primera mañana, porque hay que preparar el desayuno antes que el resto se levante. Servimos las cuatro comidas, que vamos cocinando a medida que transcurre el día”, dice.

Los insumos son traídos una vez al año por el rompehielos Almirante Irízar y se almacenan y racionan con el objetivo de que alcancen para toda la temporada. Al igual que el resto de sus compañeros, Cardozo volverá a Buenos Aires cuando termine su estadía en diciembre, pero a diferencia de muchos sueña con volver. “Marambio es mi lugar en el mundo, tiene todas las comodidades. Es cierto, el frío, a menudo, te lleva a querer estar todo el día encerrada. Y eso no es bueno, juega en contra. Pero te soy sincera, estoy re contenta de estar acá. Se vive otra vida”.

El personal trainer más austral

Si bien hay comida de sobra para pasar el invierno con las calorías necesarias, en la Base Marambio todo el mundo parece estar en forma. ¿Por qué? Porque hay un gimnasio equipado y un profesor de educación física que los alienta a mover el esqueleto y la mente tres veces por semana. ¿Casualidad? No, nada es casual en la Antártida: se entrenan lunes, miércoles y viernes porque, precisamente, son los días en que todo el mundo se baña. Paradójicamente, en un lugar rodeado por agua, este recurso constituye un bien escaso. Y los antárticos son quienes mejor lo saben.

“Además del gimnasio, se utiliza el comedor para realizar las clases de funcional. Asisten regularmente unas 15 personas a un entrenamiento físico que trae muchos beneficios para el organismo y nos ayuda a relajar la mente”, destaca el Teniente Guillermo Vichara, que estimula a sus compañeros a trabajar en equipo. Además de la actividad física, organiza campeonatos de ping pong, metegol, pool y ajedrez. La sala de cine, la biblioteca y una buena conexión a internet también sirven para amenizar la estancia.

Asimismo, por su experticia en la clasificación de residuos, se desempeña como encargado ambiental de la Base. “Recolectamos, clasificamos y almacenamos en tachos de 200 litros los residuos que se generan. Los dividimos en cinco grandes grupos y una vez que está todo en orden, los sellamos y lo dejamos en la disposición final en nuestra chacarita”, describe. Luego, serán transportados por el Irízar durante la campaña de verano, para que el continente blanco siempre se conserve limpio.

"¡Ustedes se van pero el mes que viene llega lo más importante!", suelta un cocinero entre la multitud que se acerca a despedir a las visitas. Se refiere al Mundial de Qatar y a la Selección de Messi. Claro, en la Antártida, como en el resto de Argentina, también se respira fútbol.

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