Ese treinta y uno de diciembre me quedé en el departamento de Natalí, mientras ella se fue a trabajar. Antes habíamos discutido. Cuando me arrimé para darle un beso dio vuelta la cara diciendo que tenía un aliento horrible.

-Recién me levanto, peor vos que regalas cosas usadas.

-Llego tarde -dijo nerviosa y se fue.

La noche anterior buscando un encendedor había encontrado una corbata de seda roja en su cartera.

-Es un regalo para vos -dijo mientras caminaba hacia el baño.

-¿No venía con bolsita? -pregunté.

-La vendían en el bingo -dijo y cerró la puerta.

Recordé que fue en el bingo donde nos conocimos. Cuando yo manejaba el taxi de noche y era un flaco de pelo largo, guapo y atrevido. La esperaba a la salida. Cinco de la mañana en punto. Me ponía en la fila de taxis y le hacía señas para que subiera a mi auto. Una noche cuando llegamos a su casa la dejé con el billete en la mano. Ella entendió. Al poco tiempo vivíamos juntos. Me atrajo esa cosa enigmática y sexy que rodeaba su persona. Aunque debiera fingir aceptar con naturalidad que Natalí pasara las noches ofreciendo su simpatía a todos los hombres. Era la época en que hacíamos el amor a cualquier hora del día y ella no aparecía con corbatas rojas en la cartera.

Asomado al balcón esa mañana me pareció una burla a la vida tanta gente atropellándose como si después de la medianoche se terminara el mundo. Pasé la tarde dando vueltas por el departamento. Iba desde la cama al sofá, veía unos documentales estúpidos en la tele, y de ahí salía al balcón. Desde la calle llegaba el sonido de una ciudad que se iba acelerando. De algún patio subía una estela de humo con olor a lechón asado.

Un rato antes de la cena Natalí llegó con el pelo mojado. Estaba perfumada y tenía la cara lavada y ojerosa. Yo conocía esa cara.

Cenamos en silencio. En el medio de la cena, por decir algo, empecé a contar una de mis historias de cuando era taxista.

-La escuché veinte veces -se quejó.

-¿Qué querés que invente?

-Nada. Ya está.

A las doce menos cuarto se levantó y vino con una botella de champagne. Me la dio para que la abriera. El corcho sonó como un tiro y ella se sobresaltó. Yo me reí. Natalí dijo que se había asustado y eso no era para reírse. Al sonar las campanadas de las doce brindamos.

-Por nosotros -dije yo.

-Por todo -dijo ella.

Sonó su celular. Habló en voz baja caminando a lo largo del balcón. Cuando volvió a la mesa no tuve coraje para preguntarle con quién había hablado. Serví lo que quedaba de champagne en la botella, lo tomé de una vez y ya no hablamos. Ella miraba su celular y yo jugaba con el alambre de la botella de champagne.

A eso de la una ella dijo que estaba cansada y se fue a dormir. Salí al balcón a fumar un cigarrillo. Me dio trabajo prenderlo, le echaba la culpa al viento del décimo piso, después vi que la mano me temblaba.

El bochinche de la medianoche se había ido extinguiendo y se respiraba esa tristeza que parece inevitable después de la euforia. Desde el balcón se veían lucecitas titilando en el río, más acá el puente de hierro iluminado, y cómo la noche para ese lado tenía una negrura que daba miedo y a la vez algo misterioso. En la habitación donde Natalí dormía se escuchaba un suave ronquido. Me acerqué a espiar. Natalí estaba desparramada en la cama, boca abajo abrazando la almohada, los pelos le tapaban la cara. Quedé embobado mirando sus pechos blancos contra las sábanas. Caminé en puntas de pie y acaricié su pelo. Ella suspiró. Tuve ganas de darla vuelta y abrazarla pero no pude. Me faltaba confianza, como si la desconociera. Sentí una opresión en el pecho. Un dolor profundo. Sabía que era una despedida. Cuando pasé por el comedor camino al balcón la campanada seca del reloj de pared indicó las cuatro y media. Busqué una botella de whisky y al pasar agarré la corbata roja que estaba en el respaldo del sillón.

En el balcón me serví el vaso lleno, después fui pasando la corbata alrededor de mi cuello de un lado para el otro, hasta sentir que me lastimaba. No sé si el deseo de caminar hacía el puente sucedió en aquel instante efímero o es algo que se había cocinado durante toda mi vida. Es una pregunta que me había hecho otras veces. En qué momento se toma la decisión. Busqué un papel, pero cuando apoyé la birome sobre la hoja advertí que estaba temblando. No quería que mis últimas líneas fueran un garabato.

Salí del departamento con la botella de whisky en una mano y en la otra la corbata agarrada con fuerza. Caminé en bajada. Me apenaba pensar que la corbata podía romperse y un borracho me encontrara con los huesos rotos en el piso. Que nadie valorara mi coraje.

Subí al puente por el lado de la Avenida. Se veían muchas luces, autos y gente, pero yo me sentía infinitamente solo. Me apoyé en la baranda, cerré los ojos y me quedé quieto, como si ya hubiera muerto. La sensación era de tristeza y alivio. Como si ya perteneciera a otro plano y nada de este mundo pudiera hacerme daño. Anudé la corbata a mi cuello asegurándome que no se desplazara y subí un escalón para atarla a una viga. Cuando elevé los brazos me distrajo un sonido que llegaba como una música. Provenía de algún lugar cercano. Era el murmullo del agua pasando debajo. Parecía que algo de este mundo me estuviera diciendo que aún no era la hora. En el esfuerzo por pasar la corbata sobre la viga me resbalé y quedé con las dos piernas colgando del puente. Muchos metros por debajo brillaban las piedras del río. Miré con pánico esa distancia. Grité pidiendo ayuda. Escuché risas de un grupo de chicos que pasaban por el puente. Alguien se detuvo para ayudarme. Era una chica muy joven, casi adolescente. Me incorporé a duras penas, diciendo gracias en un balbuceo. Por el este una claridad bien notable indicaba que el sol no andaba lejos de aparecer.

Empiné la botella de Whisky y tomé un trago largo. Tenía la confusa sensación de estar festejando algo. Salí caminando en dirección al río, me di vuelta y me imaginé a mi cuerpo colgado allí. Eché una carcajada potente. Un eco me respondió de atrás de la barranca.

Seguí por la orilla del río, todavía con la corbata en el cuello. La misma chica que me había levantado del piso estaba llorisqueando sentada en el piso. Me senté al lado de ella. Casi apoyado. Nos quedamos en silencio. Mirando al frente, el amanecer. Ella le tiraba piedras al agua. Dijo que se había quedado sin su amor y quería saber si allí el río era profundo como para taparla. Imitándola, hice un bollo con la corbata y la tiré al río. Vi como la corriente la arrastraba con velocidad. La abracé a la chica con fuerza. Tuve ganas de decirle que la vida era hermosa. Pero preferí callarme.

 

 

 

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