No sabías cuánto tiempo había esperado el tranvía esa mañana, ni cuántas chicas seguían sus puntadas en el taller para aprender a bordar. Vos habías llegado más temprano ese día y habías preparado milanesas. Tu papá no regresaba para los almuerzos. El tiempo para ir y volver caminando desde el almacén a la casa nunca era suficiente. Y vos sabías que cualquier razón era buena para asegurarse una hora de soledad en el bar de Don Mariano y zambullirse en las notas de opinión que nunca llegaba a leer durante el desayuno.

Vos ya habías lavado tu plato cuando escuchaste el giro de la llave y sus tacos bajos atravesando el salón hacia la cocina. Habías puesto un plato sobre su comida para mantenerla caliente y hasta habías lustrado los cubiertos de acero inoxidable con un repasador de esos que había en el cajón del bahiut con sus bordados. Ella sólo bebía agua del botellón, pero esta vez exprimiste unas naranjas del patio. Habías notado que esa semana sus ojeras estaban más oscuras.

La viste cambiar sus zapatos por chinelas antes de entrar. Esos ratos de la espera hasta el abrazo iban en cámara lenta para vos. Por fin saltaste de la silla: “¡Mamá te hice un jugo exprimido y las milanesas me salieron riquísimas!”. Olfateaste su colonia de rosas en su nuca, le diste un beso pegajoso y viste que sus manos temblaban. Ibas a repetir esa secuencia en tu cabeza hasta lo incontable. Ella siempre te acariciaba el cabello lacio oscuro y desplegaba su sonrisa inmensa frente a tus ojos de niña obediente. No podrías olvidar el dolor en el pecho que sentías hasta que finalmente se sentaba.

Pero ese día ella no tenía hambre y el temblor de las manos llegaba hasta las piernas. La ayudaste a sentarse y le preparaste una taza de té, que era lo único que le pasaba por el estómago. La tomaste de las manos, que estaban heladas, y se las calentaste con tus guantecitos de cashmere. Parecía que las ojeras se hacían cada vez más negras en su cara lechosa. Vos no sabías qué le pasaba; ella, tampoco. Confiabas en que cuando llegase papá se iba a sentir mejor.

Las campanadas del reloj de la abuela Albertina inundaban la cocina cuando ella se levantó de la silla para buscar el azúcar. No te diste cuenta porque estabas leyendo una nota del cuaderno de la escuela en voz alta. Ella te escuchaba con atención mientras vencía su límite físico y avanzaba con sus chinelas hasta la mesada con el té caliente en una mano. El martes habían cambiado las cucharitas de lugar con papá y ella no se acordaba. Vos te levantaste y le diste una.

Mientras ella revolvía el azúcar de pie frente a la mesada, reconociste el sonido del reloj que se mezclaba con el de la cucharita golpeando la porcelana. Esa música sincopada sonaba habitualmente en las noches cuando apagaban el televisor y preparaba los bastidores, la cajita de Nivea con agujas y se metía en el cuartito del fondo para terminar unos trabajitos. Esa semana estaba apurada por entregar un acolchado con flores mexicanas para las Echegoyen. La mayor se casaba y la tía le había encargado todo el blanco. Unos cuantos pesos para pagar la cuota del crédito.

La verías girar hacia la mesa con la taza en la mano. Perpetuarías ese momento y su frase retumbaría en vos. ¿Qué me pasa? te diría con una mirada hundida y una mano en el pecho. Una sola vez sería suficiente para que percutiese como un bombo sin zamba en vos. La taza volaría hacia un rincón y el té salpicaría la pared en los segundos en los que ella se desplomaría sin pausa sobre el piso de la cocina.

La abrazarías, le acariciarías las manos e intentarías sacarla de la inercia de la caída. El péndulo del reloj seguiría golpeando, pero su pulso ya no. Vos aún no lo sabrías. Tampoco imaginarías cómo se esfumaría la sonrisa de tu papá desde el momento en que llegase. Comprenderías que el silencio también era parte de la melodía.