Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Ahora se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aun contra el presagio de una sudestada, asomando apenas en la magnitud del océano. La espera de esa ola tiene mucho de misterio. A veces están desde la mañana temprano. Si el día empezó tormentoso, vienen al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. La ola esperada es un sueño personal, inaccesible. Solo el surfista sabe lo que está esperando. A veces el mar es una extensión de sosiego. Y premonición. Indolentes, empiezan a formarse algunas olas. De lejos puede advertirse ese suspenso del cuerpo sobre la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola. Hace falta, además de reflejos, el golpe de suerte que convertirá en proeza ese tiempo tan corto del equilibrio del equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Para que el golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua siempre, esperando. Quizá el misterio se aplica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento. De qué estoy hablando. De escribir.
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Apenas abrimos un ojo pensamos en el dinero aunque parezca que nos distraemos con el sexo, cuando en el colmo nos decimos frases de amor entreveradas con otras puercas, no dejamos de pensar en el dinero mientras nos apuramos a desahogarnos porque debemos ir a nuestros trabajos, y decir trabajo es hablar de dinero como cuando llevamos a los chicos al colegio y, ni siquiera vale preguntarse el porqué, los mandamos a un colegio caro para que en el futuro ganen bastante dinero y, mejor no pensarlo ahora, en el futuro podrán amortizar nuestro derrumbe senil, pero mejor no pensar en eso ahora porque ya en la mañana, durante el día, en nuestras ocupaciones, concentrados en nuestros puestos, seguimos con la mente activa en la cuestión del dinero si se trata de impedir que alguien nos mueva el piso y ascienda sobre nuestras cabezas o nosotros, por nuestro lado, procuremos pasarle por arriba, obteniendo ascender en la escala jerárquica porque un ascenso representa un ingreso mayor de dinero, el necesario para vivir bien, tal vez sin exceder nuestras posibilidades pero también sin pasar necesidades y pasar merecidamente un fin de semana de descanso y vacaciones una vez al año porque es necesario a veces un tiempo sin pensar en el dinero, es decir, reponer energías para, a la vuelta, estar en condiciones de ganar más dinero y, al fin del día, cuando nos volvemos a acostar, lo hacemos pensando en qué impuestos y cuotas vencen mañana ya que vivimos a crédito.
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Cableado en la unidad de cuidados intensivos escucho las conversaciones de las enfermeras y me pregunto por qué no enamorarse de una de estas chicas de guardapolvo blanco que vienen en dos y a veces tres colectivos desde el conurbano, tienen hijos, maridos gastronómicos, albañiles, peones de cualquier gremio, vigilantes, changadores, en su mayoría desocupados, y ellas tan sufridas, tal vez su sueldo es el único de la familia si es que tienen una mientras la peste colapsa, y en el office escuchan canciones de Leo Mattioli, las tararean bajito. Hace rato escuché a una tarareando bajito mientras le cambiaba la venda a un chico que tiene un tajo en el cráneo, un coágulo y delirio. Pero quizás ella no piensa tanto en ser una buena samaritana como en algún día vivir en Miami. Es difícil encontrar la belleza en este mundo mientras ahora ella canta bajito y me revisa la herida suturada. Y sí, puede ser que hacer literatura sea inútil pero no tenemos otro ataúd flotando en el océano. Lo que lamento: ella canta bajito y no puedo descifrar la letra de la canción, ese sería el título, me digo, la letra de la canción. Lo peor, si uno escribe esta historia conmoverá a chicas sensibles y los críticos opinarán que ese fue el objetivo de tu escritura. Si averiguo la letra será el título de la historia. Y después la tiraré por cursi. Pero el chico del tajo en la cabeza, internado a unos metros, no olvidará nunca su melodía.
Estos textos breves pertenecen al volumen Esperar una ola de Guillermo Saccomanno, que publicó Planeta. En RadarLibros más acerca de este libro.