Cuando la radio era mucho más que un medio de comunicación, existieron programas que lograron permanecer en el inconsciente colectivo no sólo de sus oyentes, también quedaron grabadas algunas de sus frases, versos o canciones en la memoria de otras generaciones que nunca llegaron a conocer su origen. Hacía varios años que “Gran pensión, El campeonato", no se transmitía por radio Splendid, pero en mi casa había una libre adaptación de aquella audición. Treinta estudiantes en la carrera de medicina, oriundos de pueblos aledaños, almorzaban en mi patio, en diferentes turnos, los cinco días de la semana. 

 Algunos se hospedaban en el lugar, la mayoría, en otras posadas familiares del barrio. No se conocía la cocina gourmet, en aquél lugar las porciones debían ser lo más abundantes posibles, generalmente la cena no pasaba de ser un deseo no cumplido. La dueña de casa, en muchos casos, reemplazaba a las madres de los comensales, prestándole los oídos para drenar añoranzas y pesares que los ayudara a forjar el desapego. 

En agradecimiento le regalaban muestras gratis de medicamentos como si se tratara de caramelos, el furor de las píldoras milagrosas no sólo dividía a los discípulos de Hipócrates en quienes estaban a favor de la medicina curativa y aquellos que soñaban con una práctica preventiva de dicha ciencia, también seducía a no pocos universitarios en convertirse en visitadores médicos de laboratorios multinacionales, que además de buenos sueldos, también facilitaban un auto para que publicitaran drogas por varias provincias. Todo transcurría con una música de fondo, un coro de voces defendiendo distintos colores de los clubes de sus amores. Los corazones se repartían entre los cinco grandes del fútbol argentino, equipos a quiénes solamente conocían por fotos de revistas especializadas o con imágenes que disparaban sus cerebros ante el estímulo de la magia de los relatores deportivos. Parecían disputarse entre ellos mi complicidad, mi aliento hacia una divisa en particular. 

El casildense Silvio me aconsejaba que era bueno ser hincha del campeón, eran los tiempos del equipo de José y el joven fanático me aseguraba que "en el norte y en el sur, en el este y en el oeste, brillará blanca y celeste, la academia, Racing club". Arnaldo, el rufinense, se autoproclamaba millonario, decía venir de la tierra de un mortero y de conocer en persona a un dios griego de nombre Amadeo, además, asociaba la felicidad con una banda roja cruzando el pecho de izquierda a derecha. El "rana" Ranali, tenía el corazón más grande que un sapo. Cada lunes llegaba al comedor imitando a Pedrín el fainero, "Mochachi de la pizza e la faina, bona sera a tutti, e la vida será ma beya si se ganamo otra estreya". El boquense solía llegar unos minutos antes que el resto para ayudarme a tender la mesa. 

Fue en una de esas mañanas en la que tuve la primera charla técnica de mi vida. Sobre un mantel limpio y gastado, con dos servilleteros como arco, colocó cuatro cuchillos alineados longitudinalmente representando a Roma, Nicolau, Ratin y Pianetti. Con tenedores y cucharas completó los once jugadores restantes. Unos meses antes de recibirse, se permitió festejarlo viajando por primera vez a la Bombonera en una tarde de fútbol. Antes de partir me preguntó si quería que me trajera algo desde Buenos Aires. No dudé un instante en pedirle la camiseta del Pocho y una foto con mi ídolo. El “Rana” ni pestañó ante lo solicitado, sólo me dijo, "dalo por hecho". 

Escuché por radio todo el partido en donde el goleador marcó el segundo de los goles. Esperé a mi amigo más que a los reyes magos. Después de unos días, volvió con lo prometido. La foto no pudo ser porque su cámara, accidentalmente, se había hundido en las aguas del riachuelo junto al frustrado documento sin revelar. 

Juro que le creí todo el relato. Era tanta la necesidad de creerle que nunca dudé que la casaca que me quedaba como un vestido, era la misma con la que mi ídolo había hecho el gol del triunfo en el último encuentro. Cada vez que me pregunto si aquél muchacho veinteañero se habrá imaginado que, con su noble gesto de comprar aquella prenda, coserle un blanco número 9 en su espalda y tejerme con amor una historia gloriosa, había iluminado mi alma para siempre, me contesto lo mismo, seguro que sí. 

Después, salí a la calle, amplié conciencia, no le encontré sentido simpatizar por un equipo que no fuese de mi ciudad, abracé otra divisa, pero siempre dejé un lugar en mi corazón para una camiseta, literalmente hablando. En plena pandemia, un tal Horacio Pianetti me escribió para agradecerme una contratapa que la suerte quiso que llegara a sus manos. Le agradecí cada una de sus palabras y no pude no indagar sobre su apellido. Me contestó que era el sobrino del goleador de los años sesenta a quien veía con frecuencia y se ofreció amablemente para hacerle llegar algún recado. 

En un nieto se puede volver inocente y puro. Juan Facundo me demostró su cariño accediendo a mi pedido, a pesar de preferir otros colores, se colocó mi viejo emblema de piqué con olor a naftalina. Su figura con la casaca tapándole las rodillas, no era otra que la imagen que me supo devolver el espejo de la cómoda de mi vieja, una lejana tarde de euforia. Después de haber desafiado al tiempo, reverdeciendo una emoción escondida en un recoveco de mi memoria, lo molesté a mi lector con un corto mensaje, “Horacio, decile a tu tío, que nunca es tarde para agradecerle, de corazón, la camiseta gloriosa que me regaló".

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