Pongamos el caso que uno viene desde Buenos Aires por autopista. Entra a Rosario por uno de sus accesos más transitados. Puede suceder que nos encontremos con un primer semáforo junto a varios limpiavidrios que hacen la seña de monedas con sus manos. Los dejamos atrás y aparece Oroño. Continuación arbolada y habitada de la misma autopista. Sin pedir permiso, la avenida se nos cuela por las ventanillas. 

Los ojos del visitante amateur empiezan a descubrirla. En ese trayecto se inician en una comprensión de la urbanidad. Contemplativos por un breve rato, pronto descubren la singularidad de las esquinas de la ciudad.

Sí. Las esquinas de Rosario son distintas. Extraordinarias.

En cada uno de los vértices que dan límites a las cuadras; los cordones, las columnas de luz, los semáforos, los indicadores de calles y cada tanto alguna medianera, aparecen pintados.

Rojo y negro algunos, azul y amarillo otros. (A medida que uno se interna en más barrios de la ciudad, ve que esta costumbre se repite religiosamente en cada uno de ellos).

El viajero debutante descubre, también, que en Rosario los perros son distintos. 

En cualquier otra ciudad del planeta, los perros delimitan sus espacios con un gesto tan torpe y básico como levantar la pata y mear. Luego retienen una porción de esa orina ante la presunción de un próximo e inminente árbol, y esto es lo máximo que la inteligencia del can le permite prever o planificar. Su capacidad limitada solo le permite anticipar mentalmente la aparición de una columna, semáforo o esquina ante la cual deba certificar territorio.

Pero en Rosario es distinto, y maravilloso.

Pareciera que aquí han alcanzado un nivel de inteligencia o emocionalidad cercana a la humana, y superior a la de cualquier perro existente, sin importar raza o procedencia.

Es que los perros ya dejaron el hábito hediondo de la orina, que genera olores ácidos y pestilentes. Probablemente ese método ancestral diera lugar a confusiones, malos entendidos y dudas con respecto a la identidad del orinante, como de la pertenencia que se arroga del territorio delimitado. Confusiones que desembocarían, con facilidad, en riñas callejeras, ladridos declamatorios de exclusividad, e incluso una disminución significativa de la especie por las bajas que estos desencuentros generan entre los menos fuertes (los más pichichos).

Entonces lo cambiaron por tarros de pintura. Y es un progreso estupendo. Ante espacios (árboles, columnas, paredes, indicadores) que merecerían orina, en Rosario se pintan a dos colores. Acto que no solo da cuenta de que están usando alguna porción diferente de su cerebro (lo que no me permitiría asegurar, sin embargo, que posean mayor inteligencia que la de otros canes) sino que también están movilizados por una pasión que suponemos, con evidencia justificada, que también corresponde a la mayoría de los habitantes de esta ciudad.

El perro local marca su territorio con una brocha y tarros de pintura. Y por momentos en forma medianamente prolija. Expresa en un mismo acto cuál es su territorio, y qué equipo de fútbol despierta su admiración.

Eso sí que es increíble.

A uno le queda bajar la ventanilla y aplaudir su esmero. Han sabido renunciar a los instintos arraigados de su propia naturaleza para cambiarlos por la identificación con un club local.

Si, Rosario vive el fútbol de las formas más curiosas. Y es cosa de perros.