“El club” es una institución apenas social, no deportiva y tampoco cultural, reducida a esas dos palabras que ocupan un lugar en la memoria barrial, cuando la ciudad se extendió más allá de los perímetros fundadores. Hoy es un salón, una oficina, una cocina y un baño para ambos sexos con el característico olor del desuso, todo construido al fondo de un terreno, que en verano sirve de patio para comer algún asado. Como era de esperar para la época, la década de ’40, fue fundado por los hombres para tener su lugar distendido luego del trabajo, por fuera de la familia y para encontrar la conversación, el juego de villar, bochas y naipes. De aquello ya no queda nada, solamente una reunión semanal para cenar una comida preparada por algunos de los propios asistentes, animar una conversación que evita la política y el fútbol, comentar la actualidad que agenda la tele y revivir personajes y episodios cuidadosamente guardados. La mesa de los viernes tiene varios años, traspasó un par de décadas, y reunió a una decena de hombres, no más, que fueron cambiando, que desde chicos pasaron muchas horas en el club y de adultos se encargaron de su continuidad, pero en la actualidad aquellas pulsiones se desvanecieron, y muchos, la mayoría, ya no viven en el barrio, y venir representaba un compromiso con perdurar los afectos arraigados en los inicios.

Este hado masculino quizá sea la única sustancia que sostiene desde su fundación. Uno de los episodios que más se recuerda, por insólito e inesperado, fue cuando no hace mucho, un viernes de agosto, frío, de mediados de los '90, golpeó la puerta e ingresó una mujer que, aunque difícil de probar, probablemente haya sido la única. Esta memoria que durante tiempo se destacaba como mérito, por el celo que se tenía por resguardar ese espacio de la presencia femenina, resultó en un breve episodio que alumbró el final y creó un pasado que hoy oxida a sus personajes.

Cuando se escucharon los golpes en el vidrio de la puerta ya había comenzado la cena de unos pollos que cocinó Jorge en el horno pizzero. La conversación se cortó de inmediato al escucharse la voz de la mujer, y las miradas y los gestos interrogantes de los comensales se cruzaron en todas las direcciones. Héctor la invitó a pasar y mirando a la mesa le dijo a Francisco, sentado de espalda a la puerta: te buscan. El gringo levantó las cejas sobre los lentes, se enderezó en la silla, acomodó el sombrero que rara vez se quitaba, se paró, se dio vuelta sin mostrar sorpresa como asintiendo una situación que alguna vez iba a suceder. Caminó hacia la mujer vestida de pantalón y saco largo negros, que, aunque adulta, se la veía joven. Sin timidez saludó a los asistentes disculpándose por la interrupción. Él era inmigrante italiano y aún hablaba, tozudamente, después de más de 70 años, la gracia de una lengua que mezclaba los dos idiomas. Cuando se acercó a ella dijo "Florénchia", le dio un abrazo al que la mujer respondió animadamente y la llevó del brazo hacia un rincón con dos sillas en la que se sentaron frente a frente y comenzaron a conversar.

Los 9 hombres bajaron el volumen de sus voces, cuidaron el tono de sus comentarios, evitaron mirar hacia el rincón y con su charla a media voz acompañaron respetuosamente la reunión que se prolongó un rato largo. En ningún momento se vio una charla animada por risas. Dio la impresión, y luego Francisco lo confirmó, que la mujer no le trajo buenas noticias. Cuando se despidieron ella volvió a saludar a los asistentes, abrazó al Gringo y cerró la puerta. El hombre se dirigió hacia la mesa visiblemente afectado, sus ojos rojos, comió uno bocados del plato que le habían reservado, pocos, se sirvió vino y se quedó callado. Los amigos dispuestos alrededor de la mesa cuadrada guardaron prudente silencio y no preguntaron hasta que Francisco levantó la vista para verlos y sincerar el mal momento con su mirada.

Francisco era de una edad mayor que el grupo que se reunía los viernes, y aunque aún vivía en el barrio, justo enfrente del club, su andar discreto, de pocas palabras, nunca dio mayores indicios sobre su vida personal. Se sabía que se había divorciado, que vivía solo, lo visitaban sus hijos y no mucho más. Esa noche no contó mucho, pero lo poco fue suficiente para explicar su tristeza. Lo que se relata a continuación es lo que se escuchó.

Florencia era una de las hijas mellizas de Luisa, una mujer con la que sostuvo una relación laboral e íntima por varios años, que nunca se hizo pública, y falleció unos días atrás, el jueves de la semana anterior. Eso vino a contarle.

El marido de Luisa, al igual que él, era vinero y tenía su empresa por Uriburu, cerca de Oroño. Ser vinero en esos años era traer vino común de Mendoza en toneles, fraccionarlo en botellas, etiquetarlos y venderlos a los almacenes. Francisco le compraba parte del vino que vendía.

El hombre murió joven, a mediados de los ’60, y tenía un gran cariño por Francisco. Su mujer, Luisa, era profesora y no se hallaba dispuesta a continuar la empresa de su marido fallecido, pero no quería cerrarla porque le daba un buen pasar.

La solución que encontró fue proponerle a Francisco hacerse cargo del negocio, que él conocía perfectamente, y le ofreció una sociedad ventajosa para ambos. Su interés era tener una renta que le permitiese vivir bien y educar a sus hijas.

Así comenzó una relación comercial y laboral que derivó en una relación íntima que nunca se hizo pública y se llevó el divorcio con su esposa Zarita. Luisa era una linda mujer, de carácter, culta y con dinero. Francisco era un gringo trabajador, bien trazado y de buen talante. En ese tiempo tenía un poco más de 35 años.

Ella le insistía que le hable en italiano. Le encantaba y lo aprendía con facilidad. Era inteligente. Es más, en el año '72 viajaron a Europa, la madre y las dos chicas, y según contó pudo hablar fácilmente el italiano cuando visitó Roma, Florencia y Venecia.

Trabajaron juntos más de 10 años, hasta fines de los ’70. En ese tiempo le pidió cerrar la empresa porque ya no se vendía lo suficiente. Los supermercados cambiaron todo.

Luisa decidió vender la propiedad donde funcionaba la vinería y comprar un departamento en el centro. Y fue lo que hizo. Y ahí se acabó. Fue el final. Aunque hablaban de vez en cuando no se vieron más. Supo por sus hijas que tuvo un nuevo matrimonio.

A sus hijas las quiso mucho. De vez en cuando hablaban o se encontraban. Por eso vino Florencia a contarle lo de su madre. A ellas les gustaba que las llevara al colegio en el camión. Así empezaban muchos días: con las chicas en camión a la escuela y luego el reparto.

Lo llamó el miércoles a noche, hacía un tiempo que no hablaban. Le preguntó dónde iba estar el viernes a la noche porque tenía que contarle algo personalmente. Él le dijo, cenando, en el club.