Yo no fui criado en un hogar peronista de cepa pura. Mi viejo -nacido en el campo, sin escuela, fogueado en los rastrojos y en la calle- entró a la ciudad y se encontró con que Perón había concedido infinidad de casas, derechos y fotos de brazos abiertos, por lo que naturalmente derivó en sus aguas. De la pobreza a un bienestar más o menos duradero. Mi vieja no tenía la foto de Evita en su máquina de coser pero admitía la bravura de esa mujer. Aunque ambos –creo– habían sido intoxicados por la propaganda de un Perón fiestero y una Eva gastadora en ropas caras y su hermano Juan, adicto a la noche. Por eso, quizás, no eran fanáticos. 

Mi viejo, a veces, desentendiéndose del asunto, hablaba bien de Frondizi pues era el hombre delegado por Juan Domingo en el exilio y proscripto para acatar, esperando los buenos frutos de aquella estrategia. Se acogió a una jubilación anticipada -el desguace lento y sangrante de los trenes- y pudimos comprar la primera casa. 

Luego anduvo trabajando en mármoles, viajero de las cumbres, pescador y ayudante en múltiples cosas; llegó hasta a ser chofer de una “Familia” con uniforme y guantes. Mi vieja seguía batallando con la Singer, siendo cabalmente explotada por quienes le pagaban centavos las batitas bordadas, los encajes y costuras. Fue una modista de tango, con su radio al lado, y mi viejo un ex obrero que de andar sobre su bicicleta de carrera llegó a usar el auto Ambassador de su empleo como propio, que estacionaba con temor a que se lo rayaran en la puerta de nuestra calle, una cortada de Echesortu.

Mi hermana mayor, que ya andaba cuidando su figura con los primeros arrestos de enamoramientos varios, me enseñaba a leer mejor, relataba las batallas de San Lorenzo una y otra vez donde Cabral moría siempre y renacía, pero no había indicio ninguno para creerla una peronista en ciernes. En suma, me crié sin la sombra de Perón ni el sol de Evita. Solo la sucesión de golpes de Estado, Julio Sosa cantando Nada y el fútbol de los domingos. Cero de literatura. Cero de televisión. Cero de política. 

Nunca me hicieron odiar a Ñuls, ni a los militares, ni al vecino malanoche: eran adversarios lejanos y yo tenía los míos propios. Mi alma. Un regadío de granadas, un baldío, una quinta sembrada con manos inexpertas donde a los empujones andaban la Primera Comunión, el pecado de la masturbación, el sueño del delantero campeón, un Nippur de Lagash o un Curly, el diablo con su tridente y una revista porno en blanco y negro entre las garras, las canciones de la radio que exaltaban el baile, el encuentro con novias que anhelaban dejar la soltería, la luna maravillosa en la altura, y tantísimos fríos inviernos de kerosene, bicicletas, fantasmas, películas de vaqueros, Lassie y Flipper enlazados con un Pipo Mancera en la tarde de los sábados. Todo eso más un enorme catálogo, pero nunca un Perón. 

Mi papá hablaba de él como alguien que había sobrevolado a otro planeta del que no volvería. Era un existencialista y no albergaba esperanzas de retorno; mi mamá tomaba algunos trapax para su angustia retroalimentada por lutos diversos y mi hermana iba a clase, cuidaba su figura con dietas y se perfilaba como el triunfo de salir del barrio, trabajar decentemente, ser más linda aun de lo que era y tener un novio. 

Pero nadie me hablaba de Perón. No estaba prohibido, era sencillamente invisible. Maguila, un viejo parecido a un enorme chimpancé, me tiró algún indicio sobre él. “No lo dejan volver, que si no...” -y movía la mano como advirtiendo una gesta tremenda si llegaba a pisar tierra argentina. Luego llegaron los setenta como el fragor de un pampero, con resolana y aires entre funestos y festivos más la algarabía por el olor a romance con un mundo mejor. 

Entre los bailes, las camperas de cuero, los minishorts, los Siam Di Tella, transcurrió mi entrada al portal de la adolescencia. Y un día ocurrió aquello salvaje y suave a la vez de entrar en una mujer, sin recurrir a las putas del Puente Gallegos, lugar que no quise conocer por el temor que inhalaba el sitio y por vergüenza o pudor de pagar. Había de todo: boticas y boticarios, edificios nuevos, troles que echaban chispas, campeones de la resistencia armada, mujeres semidesnudas en las tapas de revistas, turismo carretera, perfume de pachuli, el Rosariazo, patria sí colonia no, Cafrunes y Guaraníes gritando injusticias, los ovnis, los sátiros, los martillazos en los fuelles del riñón de la patria anunciando la alborada del Hombre Nuevo, Los Intocables, el boxeo, Cristo resucitado en un pesebre, el Misterio de la Anunciación, Disneys dramáticos con Bambis criollos, televisión en piedra y madera, las armas las carga el diablo y la descargan los boludos, hazañas primerizas de goles en barriadas, el labio partido por las piñas, los enamoramientos que duraban una helada, el Prode, las primeras metrallas juveniles, los libros de la Buena Memoria encapsulados en la biblioteca de la Pestalozzi, el drama de una vecina corneada, dos duelistas que atrasaban enfrentados al tiempo, tras los muros del Carrasco. Y más, muchísimo más. 

Una vida con un puñado de años, expectante por el futuro y con el terror de no poder llegar a ese lugar secreto e intangible que solo uno conoce y que se lleva a la cama y nos mantiene desvelados, porque cada ruido en la casa, en los árboles de afuera, pueden ser los signos, las advertencias de que todo está por anunciarse pero no lo hace. 

Nadie me hablaba de Perón, ese animal montuno que cruzara el Atlántico con la sombra herida de su esposa momificada, tanto que me daba miedo el solo pensar en ello. Nadie me hablaba de peronismo, solo Maguila, sentado en su hamaca, que como el buen mono que era movía la mano y susurraba con ese hilo de plata en las comisuras de los labios: “No lo dejan venir, que si no…” Y dejaba ese que si no, que me martirizaba y esperanzaba en una revuelta, una guerra de flores y amor, y me hacía bullir la panza mientras evocaba las historietas de espadas y aviones y caballadas guerreras. 

Era eso: la libertad, la vuelta, el regreso, el triunfo, el campeonato. Qué sé yo. Cuando murió Maguila lo velaron enfrente, en esa salita incómoda con olor a calas. Era mi primer cadáver. Me acerqué despacio para verlo envuelto en el encaje y venciendo el rechazo le puse entre sus dedos un caballito de plástico, para que se lo lleve por los cielos y pueda volver en su manchado, como el que montaba el Perón de la foto que había colgado en su pieza de mono viudo. Yo nunca fui peronista. O sí, sin saberlo, pero como sea, nadie supo avisarme. Que si no.

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