Es la segunda entrega de una serie, pero se lee como un stand-alone o episodio cerrado sobre sí mismo. El gabinete de los ocultistas de Armin Öhri es parte de la saga policial ambientada en el siglo XIX del detective semi amateur Julius Bentheim, un joven que trabaja como ilustrador para la policía, estudiante de leyes, sensible y preocupado, no excesivamente dotado para la conclusiones luminosas como Sherlock Holmes pero atentísimo a los detalle y, sobre todo, compasivo. La novela es de 2014, el mismo año en que su autor ganó el premio European Prize for Literature por la primera entrega de la saga, La musa oscura.
Öhri nació en Liechteinstein, en consecuencia escribe en alemán y es docente, además de filólogo. Su trabajo está desperdigado entre editoriales independientes y sellos grandes –como el que publica la saga de Julius- y a los 44 años está dedicado al policial histórico muy documentado y muy distendido: una operación literaria con intenciones populares de folletín de época, anacrónica y cuidada, pero con uso de sensibilidad actual si hace falta, siempre sin sobre actuaciones. Öhri no deposita consideraciones éticas del presente en el pasado, que es Berlín de 1865, pero sí revela lo no dicho en aquellas ficciones que se veían obligadas a hablar de comportamiento lujurioso para mencionar un acto sexual, por ejemplo. El gabinete de los ocultistas es sexy, es oscura y es grotesca. Es una novela sin pretensiones y a la vez rigurosa en la reconstrucción. De hecho, incluye hechos reales como el intento de magnicidio de Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia y primer canciller del Imperio Alemán; también reconstruye otros hechos e incluye algunos personajes reales muy oscuros mezclados entre los protagonistas como Sir John Retcliffe, periodista y autor de novelas sensacionalistas cuyo libro Biarritz fue la fuente inspiradora del libelo antisemita Los protocolos de los sabios de Sion. Hay en Öhri voluntad de divertir al lector pero no de ignorar el lado oscuro de la Historia y las semillas plantadas en el Imperio que terminarían muchas décadas después en el gran desastre de Europa.
La novela comienza en Año Nuevo de 1865, en el palacio urbano del Barón Valentín von Falkenhayn. Julius, que acaba de cumplir veinte años, llega con su amigo Albrecht Krosick, estudiante de leyes como él. La velada transcurre como lo hacían en la literatura de la época: presentaciones, conversaciones chispeantes, damas ataviadas, caballeros de generoso bigote. Julius está triste: acaba de separarse, contra su voluntad, de Filine, su novia de 16 años, hija de un pastor quien, al enterarse de que su hija tenía un novio y amante, la envió a un convento. Julius no sabe nada de su paradero: se trata casi de un secuestro. El barón y dueño de casa tiene una hija de 14 años, Babette, que en principio parece una encarnación de la inocencia y la gracia, y encanta con su madura y brillante charla a los invitados.
Uno de los entretenimientos de la velada es una séance, o sesión espiritista, que a través de una médium pondrá en contacto a un grupo de los presentes con el mundo de los muertos. Hay que recordar que a mediados el siglo XIX los médiums y las séances estaban en pleno furor, que el espiritualismo era religión y creencia y objeto de estudio, defendido con locura por Conan Doyle, repudiado con igual entusiasmo por el mago Harry Houdini y con verdaderas “estrellas” como Florence Cook, Eusapia Palladino, D.D. Home, las hermanas Fox o Cora Richmond. La mayoría de las médiums eran mujeres que encontraban en esta profesión una salida a sus vidas condicionadas por la falta de educación y de libertades. En muchas ocasiones, las séances también tenían componentes eróticos, pero ese es otro tema. En el castillo de la novela la reunión ocurre sin sobresaltos pero, cuando se retiran los invitados, uno de los trece participantes de la séance muere al despedirse, en un accidente grotesco. La prensa de Berlín se hace eco y empieza el rumor de que este grupo de privilegiados profanaron una fecha sagrada –es, además, domingo- para invocar espíritus. Al principio, el accidente, aunque muy aparatoso, es desdeñado como una desgracia. Para intentar borrar las percepciones sobre una maldición, Krosick funda el Gabinete, también con el desafiante número de trece miembros, pero en vez de demostrar que se trató de una casualidad, las muertes no cesan. Y Julius, con sus contactos con la policía, entra en la acción y en la investigación.
Antes se dijo que Öhri usa elementos contemporáneos en su trama. Uno de ellos es cómo Julius trata de distraerse de la separación de su novia con Adele, una mujer a quien él dibujó desnuda como modelo, y que no sólo posa sino que vende sus servicios eróticos. Las escenas de sexo son descriptas sin los eufemismos y rodeos que estaba obligada a usar una ficción escrita de verdad a mediados del siglo XIX. Filine, la adolescente hija del pastor, es torturada por las monjas –la dejan con la ropa interior sucia por días, por ejemplo- e intenta suicidarse, momento de desesperación que también es descrito en detalle, sin juicio moral y con una extraña belleza. Los policías también admiten brutalidad y torturas. Dice uno de los personajes: “Como joven aspirante a policía, tuve que presenciar cómo se pretendía hacer hablar a un violador… Cuatro personas lo sujetaban de las manos y las piernas, mientras que a mi se me había encomendado colocarle un embudo en la boca. Un gendarme se nos unió y vertía en la boca del delincuente una jarra de agua tras otra… Trago a trago, su vientre se llenó, se hinchó, siguió creciendo hasta convertirse en un tambor… Le golpeaban la barriga sin cesar. Ya estaba dispuesto a confesar el lugar donde tenía escondidas a las muchachas cuando, de pronto, se le desgarró la pared abdominal. Un aluvión de tripas y vísceras se derramó sobre nuestros zapatos”.
Ohri no le teme a la brutalidad en las descripciones. Y tampoco a mezclar dos tramas con habilidad: por un lado, resolver las muertes –los asesinatos- iniciados tras la séance en el palacio urbano y, por otro, el dilema del protagonista, que quiere encontrar a su novia encerrada pero a la vez está enloquecido con los encantos, la piel y el sexo delicioso de Adele.
El gabinete de los ocultistas es una rareza del género “policial de época”, no tan ambiciosa ni sólida como la excelente El alienista de Caleb Carr (1994) pero muy entretenida, para nada tímida y un ejemplo de lectura inteligente y llena de humor entre hechos horribles y decisiones atroces.