Un niño de nueve o diez años dobla la esquina, corre a todo lo que dan sus piernas y de pronto se detiene. Mira hacia atrás, parece asustado. Ahora otros tres niños doblan la misma esquina, corriendo también, dos son de la edad del primero, el tercero parece más pequeño, como de siete u ocho años. El niño que va adelante, ahora se lo puede ver mejor, es Martín, hace poco que ha llegado al barrio, antes vivía en el centro pero el padre decidió mudarse con la familia porque consiguió trabajo en un aserradero cercano. Ahora Martín arroja algunas figuritas al suelo y retoma la carrera, los otros paran un momento para alzar las figuritas y enseguida continúan con la persecución. Éstos sí son del barrio, uno es el Adolfo Santillán, el otro su primo, el Monito Ferreyra, y el más chico, el Tito, hermano del Adolfo. El de adelante, o sea Martín, cada tanto se da vuelta y sin aminorar el paso va arrojando más figuritas que los tres que vienen detrás siguen recogiendo casi sin detenerse. Se los ve continuar la carrera cerca de dos cuadras. Los de atrás le gritan al primero: "Eh, Martín, pará, no seas cagón, eh, largá las figus o el Tito te rompe el culo, le tenés miedo, eh, dale, maricón". De pronto Martín se para, se da vuelta, se nota que los está esperando y cuando llegan junto a él se arroja sobre el Tito, lo empuja contra la pared, lo agarra del cuello, se ve que aprieta con fuerza. Los otros dos empiezan a gritar: "Dale, Tito, matalo, dale, pegale una piña, dale que te tiene miedo, dale", pero cuando ven que el Tito no puede y que Martín lo está dominando cambian sus gritos. "Martín, soltalo, no seas boludo, era una joda, no te calentés, quedate con las figus, dale", Lo toman de los brazos, forcejan para que lo suelte, pero Martín no cede, les tira patadas a los tobillos mientras sigue apretando el cuello del Tito, se ve el esfuerzo en su cara que se pone cada vez más colorada.

Seguro que hace tiempo que Martín piensa que vivir en el centro era mejor, que este barrio es una porquería, que lo odia, y más debe pensarlo los días en que se pregunta por qué su padre tuvo que tomar ese trabajo en el aserradero, por qué no se quedó en la panadería del tío Pepe, pero todo debe haber sido por la plata o porque se peleó con la tía, como seguramente escuchó decir a su madre, y ahora, en este momento, cuando tensa sus dedos y aprieta cada vez más fuerte, es muy probable que, como un rayo, cruce por su cabeza el brazo de su padre cayendo y la viruta tiñéndose de rojo, del mismo modo que su visión ahora, quizás, también se vuelva roja, así como la sierra circular escupía rojo en cada vuelta hasta que el Pancho la paró, y cuando aún goteaba alguna lenta gota, le dijo al pibe: "La ambulancia, rápido, llamá a la ambulancia, pibe". Y el pibe, que estaba apilando las tablas, salió corriendo y llamó, aunque temblaba y estaba blanco del susto, pero ya era tarde. Si en tres minutos se murió. Sí, así de rápido se murió, culpa de una arteria que vaya a saber cómo se llama, así de rápido, ya sin sangre, sobre una cama de viruta y aserrín, y a pesar del aroma a pino que todavía podía olerse llenando el galpón. Y él y su madre tuvieron que ir a buscarlo al hospital todavía sin saber que estaba muerto, porque nadie les dijo que ya estaba muerto, que ya lo habían llevado muerto, y ese día de lluvia, después de sacar la mesa y las sillas y llevarlas al patio donde se arruinaron y que mejor hubiera sido que se pudrieran de una buena vez, lo velaron en el comedor de esa casa de mierda, en ese barrio de mierda, con esos pibes de mierda que le roban las figuritas. Y si todo eso, que ahora es un montón informe y atropellado que le cruza por la cabeza como un relámpago, mientras le nubla la vista una nube también roja, pero más roja que la sangre que ese día brotó del brazo de su padre y tiñó aquel colchón de viruta, le dejara ver algo aún, entonces vería a la madre, que seguro que todavía llora, como se la ha visto llorar en el almacén cuando habla del error de su marido en dejar la panadería nada más que por la plata y por una pelea estúpida con su hermana, y vería por qué él, Martín, no puede llorar como ella, vería por qué le resulta imposible dormir, vería que es la rabia la que le hace pasar las noches en vela y que es esa rabia la que no lo deja llorar, y cualquiera vería, como se puede ver ahora, que esa rabia que lo ciega se le nota con sólo mirarlo y más si uno le presta atención mientras parece apretar cada vez más fuerte el cuello del Tito y escucha cómo le dice "pendejo de mierda, dale, quitame las figus ahora; dale, a ver, hacete el machito". Él es quien dice todo eso, sí, él, el chico bien educado que viene del centro, él, Martín, que seguro vomita su rabia contra este pibe, porque este pibe, Martín, debe estar seguro de eso, es como todos los pibes de este barrio de porquería donde todos le parecen ladrones y pendencieros. Y en eso, mientras Martín sigue apretando y al Adolfo y al Monito se los ve cada vez más asustados, se abre la puerta de una casa vecina, y una mujer sale a la vereda y grita: "Martín, qué hacés, soltalo, soltá a ese chico, dejalo, te digo". Y Martín que afloja los dedos y lo suelta y el Tito que se desliza de a poco por la pared y queda sentado en el piso de baldosas amarillas y tose y tose y abre y cierra los ojos y tose, y lagrimea y aspira profundo y un silbido raro escapa de su pecho, y vuelve a toser, y el Adolfo que lo mira, y después mira a Martín y la madre de Martín que ya viene corriendo, y el Monito Ferreyra que se mete las figuritas en el bolsillo.