Hace una semana, volvió Gran Hermano a la pantalla de Telefe. Y volvió con la frente en alto, para hacernos sentir que veinte años no es nada y que ahora somos nosotros, los televidentes, los que les decimos a los nuevos participantes que: “febril la mirada/ errante en las sombras/ te busca y te nombra”. A pesar de que en estos veinte años todos nos convertimos de alguna manera en participantes de nuestros propios reality shows, compartiendo hasta lo que comemos y vomitando casi todo lo que pensamos en tiempo real. A pesar de que pasamos todo 2020 encerrados en el tedio de nuestras casas. A pesar de que algunos participantes parecen salidos de una Academia de Mediáticos Trash. A pesar de todo eso, o tal vez por una particular conjunción de todo eso, Gran Hermano lo hizo. Gran Hermano nos está atrapando otra vez.
De los valientes de Solita a los hermanitos de Rial y ahora a los players de Del Moro, pasaron muchas cosas desde aquel lejano 2001 en el que un país seguía las desventuras de Gastón Trezeguet y Tamara Paganini. Si el primero aportaba su granito de arena a la visibilización gay y la segunda era carne de cañón para la prensa amarilla que cuestionaba a una mujer sexualizada (los ataques no eran solo desde la derecha o la frivolidad, en el progre TVR también se la atacaba con fiereza), uno podría haber pensado que en este 2022 habría poco de qué sorprenderse, poco que pudiera cautivar nuestra atención.
Y sin embargo, acá estamos. En cada una de sus emisiones desde el lunes pasado, Gran Hermano superó los veinte puntos de rating diarios y alcanzó más de dos tercios del share de la TV abierta, esa a la que tantas veces por muerta y (con justa razón) se resiste a ser enterrada. En 2007 tuvimos a la espontánea de Marianela Mirra y a la discusión sobre marxismo de Griselda y Osito, en 2011 a Cristian U y su elogio desmedido del cinismo que implica “jugar” en el reality. Las ediciones que se emitieron por América no movieron mucho el amperímetro y ahora sí, estamos prendidos como si fuera la primera vez.
El experimento social somos nosotres
En los últimos días, el interés saltó de las páginas de espectáculos a las de política, gracias a la denuncia del presidente y su portavoz al Alfa, un participante que lo acusó de supuestos hechos de corrupción. Más allá de lo que uno pueda pensar de ese incidente, lo que hizo es fortalecer a un programa que, como un pulpo, se abalanza sobre nosotros y genera que estemos pendientes de dieciocho personas que hasta ayer nomás eran completos desconocidos y ahora llamamos por sus nombres de pila y hasta sus apodos. Hay algo narcótico en el hecho de vernos enfrentados a nuestra propia voracidad, a nuestro propio deseo de espiar de manera voyeurística las vidas de los otros. Nos gusta chusmear, nos gusta juzgar como señaló Belén Marinone y nos gusta sentir que controlamos aquello que podemos ver.
En 2001, Gran Hermano tenía su resumen central diario, sus pastillitas diarias en los programas del canal y su gala semanal. Para espiar en vivo y en directo, había que ser cliente de una empresa de televisión satelital que no mucha gente podía pagar en ese momento. Ahora se nos ofrece, gratis, en una plataforma de streaming, en YouTube, en clips que se recortan de Twitter las 24 horas del día (estar todo el día online es la distopía en la que vivimos los que estamos afuera). Si hay miles de personas recortando y armando su propio discurso acerca de lo que pasa en esa casa, ¿quién está más al pedo: ellos o nosotros? ¿Sobre quién es el “experimento social” del que tantas veces se habló al analizar el programa?
En una nota publicada en este diario en 2007, Sandra Russo rompió el pudor que tenemos muchas veces los progres y se declaró fan de Gran Hermano. Y señaló algo muy importante, que hay que mirar al programa no como una muestra de lo que sobra en la sociedad sino de lo que falta. Siguiendo esa lógica de razonamiento, podemos pensar que, en esta primera semana de la edición 2022, aquello a lo que le prestamos atención y vemos dentro y no fuera de “la casa más famosa del país”, es por ejemplo, el diálogo intergeneracional. Alfa, un señor de sesenta, le enseñó a doblar pantalones a Thiago, un chico humilde de 19 años. Cuando Thiago le dijo que ya empezaba a sentir el desarraigo y extrañaba los pancitos caseros de su casa, Alfa se puso a hornear.
También pudimos ver un cruce entre Romina, una ex diputada del Frente de Todos, y una participante que le pidió que no cocinara polenta.
En una época en la que estamos tan encerrados en nuestras propias burbujas sociales, y en la que todos quieren hablar sin escuchar, se puede decir que ese diálogo fue un principio de novedad. Otro tema que se debatió fue el de las parejas abiertas. Y un tema latente, que se vio en las presentaciones de cada uno, va a tener que ver con las disidencias sexuales. Nacho tiene dos papás, a Romina la crió su tía travesti, María Laura es lesbiana; y Martina y Tomás eligieron mostrarse como personas homofóbicas.
Bifobia, antisemitismo y conversaciones que se quedaron en el tiempo
Por el tamaño de su popularidad, las conversaciones de Gran Hermano trascienden las cuatro paredes del estudio construido en Martínez. Algunas de esas conversaciones se ajustaron a tiempo y espacio. Lo que antes podía ser visto como novedoso o disruptivo hoy ya es parte del entramado social. Por poner un ejemplo: Gastón diciendo que era gay en 2001 generó un efecto distinto al que genera hoy Martina diciendo que “le dan asco” las personas bisexuales o Alexis, alias el Conejo, al tratar de hacer un chiste antisemita. Y otras conversaciones se quedaron en el tiempo.
Gran Hermano es tan popular que logra que todo el mundo sienta que tiene algo para decir al respecto, aunque nunca haya visto el programa ni sepa bien de qué se trata. Es curioso que se considere intelectuales a personas que desconocen el objeto de su propia crítica, pero es algo a lo que la televisión como dispositivo está más que acostumbrada. Como si no hubiese pasado nada en estos veinte años, volvieron las voces que expresan pánico moral ante los supuestos “peligros” que representa la emisión del programa y la supuesta decadencia cultural que trae consigo. Lejos de ese nicho de miradas con mucha opinión y poca data, es en el mundo de las redes sociales donde la discusión toma otro tono, hasta ahora más irónico y activo. Es imposible estar al día con la cantidad de recortes y memes que se generan y cada gala se comenta en vivo con el fervor de un Mundial. Un tuit decía que nuestra salud mental depende de 18 boludos encerrados en una casa y de 11 multimillonarios jugando a la pelota. Otro felicitaba a la producción por haber seleccionado a las 18 peores personas que uno jamás podría conocer. ¿No se trata, acaso de eso, el casting de buenos personajes? Nadie quiere seguir el minuto a minuto de la vida de un tipazo.
¿El programa más democrático de la TV?
En estos veinte años, cambió la manera de consumir información; el teléfono celular se convirtió en un apéndice de nuestras vidas; nos ofrecemos al Gran Hermano que es la mirada de los otros en Instagram; hace dos años estuvimos encerrados durante meses. Y sin embargo, o a pesar de todo eso, acá estamos, una vez más, mandando SMS al 9009 y hablando con nuestros amigos acerca de lo que vemos (y acerca de lo que no podemos ver) detrás de esa ventana indiscreta. En estos veinte años, hubo muchos otros reality, de distinto tipo, y en los últimos meses uno bastante similar en el que famosos clase B se encerraban para trabajar en un hotel. Pero ninguno de ellos genera lo que genera este.
En aquel 2001, el debate estaba integrado por personas como Eliseo Verón, Pacho O´Donnell, Any Ventura, Luis Alberto Quevedo, Adriana Schettini. Hoy hay dos personas muy inteligentes como Laura Ubfal y Sol Pérez… y también está uno de los exponentes de la derecha periodística, Ceferino Reato. Gran Hermano es un signo de los tiempos, es un espejo en el que no son las personas encerradas las que se ven reflejadas sino nosotros mismos a partir de lo que vemos en ellos, y un signo de estos tiempos es la sobrerrepresentación y radicalización de las derechas a nivel mundial.
Gran Hermano es aquí y ahora. Hoy se vive con el frenesí y la sobreabundancia de esta época, y aún así, nos sigue despertando una curiosa fascinación. Prendidos a la tele y a nuestros celulares, somos nosotros los que estamos en el confesionario, con la ilusión de que somos nosotros los que tenemos el poder de hacer que nuestros preferidos (“los buenos”, según nos gusta pensar) sean los vencedores. “Es el programa más democrático de la televisión”, dice Del Moro al cierre de cada gala. No sé si tanto, pero nos gusta pensar que es cierto y eso tal vez sea suficiente para mantenernos enganchados, una vez más.