De mi infancia en el barrio nuevo puedo decir que de lejos se la ve libre y hasta parece hermosa. No andaba un alma por las tardes, salvo nosotros y el sol hiriente de las siestas de verano. Las madres, a esa hora, descansaban. Podíamos levantar dos montoncitos de remeras en cada punta de la calle para marcar los palos de los arcos y jugar a ser Kempes y el Pato Fillol durante un largo rato hasta que apareciera el primer

- ¡Auto!

que nos obligaba a interrumpir el partido por un par de segundos y movernos al costado. Después nos empujábamos y nos molestábamos, muertos de risa y de calor, para tomar agua antes que el otro en la canilla del jardín, y nos tirábamos a la sombra de los arbolitos nuevos, de los que colgaban un par de bichos canastos y se desintegraban, pegados a las ramas flacas, los caparazones vacíos de las chicharras. Y así, echados, sucios, cansados, con las rodillas sangrando, de las que no nos quejábamos porque era de maricones lloriquear, dejábamos pasar lo que quedaba de tarde hasta que nos llamaban a tomar la leche y volvíamos a nuestras casas recién estrenadas.

Con mis nuevos amigos nos habíamos encontrado en la calle y en la escuela; ese año, el 79, habíamos cursado tercer grado; éramos nueve, a veces algunos más. Y el Polilla, que era el más chico y había repetido primer grado. Andaba todo el día afuera. Los padres lo largaban o se les escapaba, qué sé yo. Y nos rondaba todo el tiempo, cargoso como un moscardón; lo espantábamos porque no lo queríamos con nosotros: le llevábamos más de dos años, lo que nos parecía una enormidad, encima era un poco raro -mi abuela decía opa-; no le dábamos bola y él se quedaba dando vueltas solo. También había otros pibes más grandes a los que les decíamos la mafia porque eran medio barderos; se juntaban a fumar en la placita de los caños; a veces pasaban y nos sacaban la pelota; nos quejábamos a los gritos pero sin putearlos, porque nos daban un poco de miedo; ellos hacían como que se la llevaban, pero después la pateaban desde lejos para devolverla; aparte de eso, casi nunca nos molestaban.

Cuarenta eneros habían pasado desde aquél primer año en el barrio de monoblocks y esa noche fría de julio hacíamos un asado en el jardín donde habíamos atorranteado todas las tardes; nos juntamos por lo del día del amigo, pero también para hacerle el aguante al Piri, que hacía poco se había separado y estaba de nuevo ahí con los padres.

Igualmente volvíamos siempre, porque nuestros viejos también seguían ahí, y porque, después de todo, era el centro geográfico de nuestra amistad. Estaba muy cambiado. Nos daba pena ver la calle mansa convertida en avenida y a las doñas asustadas que se aferraban a los monederos cada vez que oían una moto.

- Antes era otra cosa, era más seguro, los padres se quedaban tranquilos; ahora sería imposible. O no, Piri.

Al Piri lo reclamábamos en la conversación porque, aunque ahora andaba triste, era el más gracioso y era la memoria de la barra. Dijo que sí, que era otra cosa, y empezó a contar las anécdotas mil veces repetidas, mil veces festejadas: las incursiones vandálicas al obrador abandonado, en el que nos cayeron cerca las vigas del techo cuando empujábamos una pared interna para derribarla; el balancín de acero que usábamos para catapultarnos y que casi le aplasta las piernas a Kiko. La caída del Tata, desde lo alto del ombú, que lo dejó enyesado dos meses. Las salidas a robar mandarinas y naranjas de los jardines de Granadero Baigorria, de donde nos corrían a balinazos; las paradas intermedias en el chanchaje para molestar al cuidador que nos soltaba los perros; las escaladas al embudo de la arenera hasta una altura desde la cual una caída hubiera significado la cabeza estallada.

- Andábamos para todos lados solos. Hasta al Polillita lo dejaban solo.

Y empezamos a reírnos del recuerdo que teníamos del Polilla de seis años; de lo cargoso que era, de que tenía los patitos desalineados, de que se le mezclaban los caramelos del frasco. Uno dijo que lo había visto en un kiosco del centro, que trabajaba ahí, que estaba alto y flaco, que parecía muy serio, pero que de cara estaba igual. Todos lo habíamos visto en el kiosco del centro, o de camisa blanca y corbata, con un grupo de Testigos de Jehová, golpeando puertas los sábados a la mañana; y lo habíamos visto así: alto, flaco, serio, igual. Pero no lo habíamos saludado. Ninguno. Se había ido del barrio cuando todavía era muy chico, qué se iba a acordar.

- O no, Piri - le preguntó el Tucu; pero el Piri hacía rato que no hablaba.

- Éramos quilomberos pero medio giles - dijo el Rata-. Ahora hasta los más pendejos andan en cualquiera.

Y nos acordamos de la mafia, porque esos sí que andaban en cualquiera: uno estaba preso en Coronda, otro había muerto de SIDA muy joven, contagiado de tanto picarse los brazos y entre los dedos del pie, y el tercero, que se había mandado un par de cagadas con la hinchada de Central, se había tenido que ir de la ciudad.

- Ya de pibe eran medio delincuentes, esos. O no, Piri.

El Piri lo miró y no le respondió nada.

De pronto preguntó, mientras preparaba un poco más de fuego, con una voz demasiado baja y grave, como si no estuviera muy seguro de hablar, si no nos acordábamos de lo que había pasado en las cocheras.

El Tucu empezó a reírse por las dudas, pero se dio cuenta de que no iba a haber chiste y se frenó a la mitad.

El Piri se puso a revisar el fuego y, dándonos la espalda, contó que una tarde habíamos ido al kiosco a comprar Jaimitos y el Polilla nos quiso seguir, como siempre, pero que nosotros lo mandamos a mudar; que volvimos bordeando la calle curva donde están las cocheras; que en uno de los cubos, que todavía no tenían portones, vimos que dos mafias lo tenían agarrado al Polilla de las manos y de las piernas; que le tapaban la boca para que no pudiera gritar; que lo sostenían boca abajo contra el capot de un auto, que le habían bajado el shortcito y los calzoncillos hasta los tobillos; que un tercer mafia, al que apenas si se le veía el blanco de los ojos en la sombra cegada por el resplandor del sol, nos gritó que rajáramos y no abriéramos la boca porque si no nos iban a buscar uno por uno y nos iban a reventar.

Que nos fuimos corriendo cada uno a su casa.

Y que nunca dijimos nada.

El carbón nuevo crepitaba entre el silencio nuestro que se hacía largo y molesto. Paró un colectivo en la esquina y el ruido de los frenos nos aturdió; una moto a contramano pasó lento; iban dos pibes que nos miraron, nos estudiaron: éramos muchos y estábamos juntos; aceleró y se alejó.

- Yo no me acuerdo de eso - dijo, al rato, el Tata.

Una polilla revoloteó alrededor del foco de luz, el Piri quiso espantarla con un repasador pero le salió un chicotazo y la mandó directo al fuego. La miró quemarse y desaparecer.

- ¿Cómo hacen ustedes, loco? - nos preguntó.

- Cómo hacemos con qué, Piri.

No respondió. Siguió removiendo el fuego. El Tucu me codeó, me dijo que estaba lagrimeando. Puede ser. A lo mejor por el humo. Estaba de espaldas y no lo vi, así que sobre eso yo no puedo decir nada.