“La plaga nos llegó como una forma de colonización por el contagio / Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario”. (Pedro Lemebel). “¿Un cáncer que solo afectaría a los homosexuales?, ¡No!, Sería demasiado bello para que fuera verdad … ¡Es para morirse de risa! … ¿Qué podría ser más bello que morir por el amor de los muchachos?”. (Hervé Guibert). “De todo nos salvará este amor hasta del mal que haya en el placer. (Federico Moura). “Mi placer ahora es riesgo de vida. Mi sexo ya no tiene rock and roll”. (Cazuza).

Los años más terribles de la epidemia del sida no dejaron a nivel global solamente el saldo de millones de muertos -que, parafraseando a Allen Ginsberg incluye algunas de las mejores mentes de esa generación-, sino también legaron poéticas páginas que dieron cuenta de esa experiencia brutal y del orgullo de pertenecer a una “raza” estigmatizada y maldita. Obras teatrales como The Norman Heart (1985), La última luna menguante (1986) de William Hoffman, crónicas valerosas como Antes que anochezca Reinaldo Arenas y Loco afán: Crónicas del sidario (1996) de Pedro Lemebel, autoficciones como Al amigo que no me salvó la vida de Hervé Guibert, Las noches salvajes de Cyril Collard o Un año sin amor de Pablo Pérez, entre tantas otras, son testimonio de aquellos años en que la comunidad gay asistió al adelgazamiento de hermosos cuerpos en la plenitud de la concupiscencia y a la despedida de amigos y amantes en lo que parecía el desvanecimiento y el apocalipsis de un mundo. También frecuentemente denunciaron la homofobia social y a un Estado ausente que dejaba morir a seres humanos por millares porque “algo habrán hecho” (sobre todo gozar).

A este corpus siempre incompleto se suma la original obra de Fernando Molano Vargas (1961-1998) que está siendo oportunamente recuperada por la editorial Blatt & Ríos. En efecto, a la ya publicada novela Un beso de Dick y las poesías Todas mis cosas en tus bolsillos de próxima publicación se le suma ahora Vista desde una acera.

La narrativa y la poética de Molano Vargas suponen la irrupción de una voz propia, original y disonante en el panorama literario colombiano. Primero, porque construye un inédito sujeto homoerótico y una celebración de la belleza masculina (“los muchachos, el fresco aroma de sus axilas”) y una obra plena de encuentros furtivos entre varones -en las calles, en los baños públicos, en las duchas, en plazas, en los bosques, en los vestuarios- en una Colombia poco proclive a la mariconería. Segundo, porque a este banquete de la carne, le suma una elegía a su amado Diego Molina fallecido por complicaciones con el HIV.

En Vista desde una acera -última de sus novelas y que hasta 2011 se consideraba perdida-, Molano Vargas vuelve a los temas de siempre ahora bajo el género de la autoficción. Así narra la historia de Fernando y Adrián (uno de los tantos nombres que le da a Diego en sus ficciones), de sus historias marcadas por el rechazo familiar y de las complicaciones económicas y sociales que suponen intentar se amantes y estudiantes universitarios sin ser heterosexuales ni pertenecer a las clases privilegiadas. 

Una historia que comienza en la parada de un autobus, continúa en la cópula loca y tierna de un hotel y solo se ve interrumpida y truncada por un diagnóstico: el de HIV positivo en un tiempo en que eso suponía la antesala de la muerte. Pero también es la narración de un deseo que no cesa. Fernando quiere seguir teniendo sexo con Adrián contra las prescripciones médicas y aunque en ello se le vaya la vida, sigue gozando hasta el final de los bultos de los pantalones y “los traseros levantados de dos chicos enamorados”. Diego Molina murió en 1988. Fernando Molano Vargos murió desconsolado pocos años después. Finalmente, en la vida real consumaron “Romeo y Pablito”, la versión gay de la obra de Shakespeare que Fernando sueña escribir en “Vista desde una acera”.