Caminás por la vereda del sol. Una cuadra antes de llegar a la plaza, te parás en la esquina, dejás que la turbia brillantez del polvo y el polen, estáticos en el aire, te dibujen el velo de Betsabé. Limpiás las lágrimas que la alergia irredenta derrama en tu cara. Llevás pollera y remera de mangas cortas. Ignorás la amplitud térmica, aunque tenés la piel de gallina. Pueden más las ganas de dorarte. No vas a polemizar con la subjetividad del calendario; fe ciega en tu percepción fáctica. A las seis y media está claro; ya comiste espárragos y frutillas: es primavera.

El sol hace a la vitamina D y la vitamina D hace lo suyo: apura los neurotransmisores que exacerban los sentidos. Como el lobo de Caperucita: ojos que ven mejor; orejas que escuchan mejor, nariz que huele mejor. Se te cruza el libro. Obturás.

Seguís y tirás postales.

Perfume agridulce, flores muy pequeñas –lilas, violetas– venenitos amarillos, un sobreviviente de la peste de las arañuelas.

Postal 1. El paraíso.

El árbol sobrepasa la casa, hace techo sobre la azotea. Dos nenas arman ramitos de flores, los ponen sobre la estantería roja del cuartito. El lavarropas y el canasto son el mostrador y la caja. Se turnan para ser la vendedora y la compradora. Cuando cierran el negocio tiran las flores a los chicos que pasan por la vereda. Corren a esconderse. Vuelven los gorriones.

Un corredor de árboles rosa sobrepasa a los fresnos de los alrededores. Aún son jóvenes, pueden crecer mucho más, hasta veinte metros. Las flores, rosas moradas, salen treinta días antes que las hojas. Hay miles de especies en la ciudad. Variedad negra.

Postal 2. El lapacho.

Tres adolescentes salen de la escuela. Se ríen, aturden. La de pelo verde saca cigarrillos de la mochila. La que camina atrás le dice algo, se separa, levanta flores que parecen trompetas. Al árbol gigante le gusta espejarse en la vereda. Cruzan a la plaza, se desparraman en un banco. Se acerca un flaco. La de trenzas va al encuentro. Él mueve los brazos, gesticula. Ella baja la cabeza. Así se van para el centro.

Se abraza al muro, lo recorre flexible, se lanza hacia arriba. Cuando alcanza madurez en su propósito, se endurece en brazos leñosos. Follaje verde y brillante. Las flores, pellizcos blancos, comienzan a aparecer en primavera, no paran hasta el otoño. Seduce con perfume que se percibe a distancia.

Postal 3. Jazmín del país.

La cancha está delimitada con alambre de rombos. El jazmín lo dominó y lo dejó invisible. El polvo de ladrillo resalta lo blanco, lo salpica, vuela, vuelve y mancha. El profesor marca la técnica del saque. La alumna reintenta y transpira. El profesor insiste en las posiciones. La abraza y deja la raqueta. Ella se va con la pollera sucia.

El árbol suele vivir mil años aunque se conforme con unos cientos. Hojas de corazón, serradas. Las flores, colgantes, adquieren una tonalidad muy semejante a las hojas nuevas. Su perfume no es intenso. Cuando el ejemplar convive con otros individuos de su misma especie intensifica el aroma. Se utiliza para abuenar el carácter.

Postal 4. El tilo.

En ambas veredas los tilos han desarrollado sus copas. No se tocan por sobre el asfalto, se alzan paralelos. El viejo y la vieja tienen la sensación de entrar a un túnel de sombra, se sienten frescos. Van del bracete y se yerguen juntos. Ella lo detiene, señala la copa de los árboles, olisquean. Él asiente. En la esquina está la farmacia.

Segunda horneada. La panadería se mete en las casas de la manzana, tienta a los que andan por la calle. Provoca, con una gradación de perfumes, un gran trabajo de las salivales. Acaban de salir del horno los pebetes. Una masa de levadura con el toque de manteca, leche y pizca de azúcar. Se asocian naturalmente con las salchichas de viena de las que suelen tomar el nombre. Asimismo, son amigables con los fiambres.

Postal 5. Los pebetes.

A cielo abierto, en medio de un océano de jóvenes que bailan y cantan, se levanta, a diez metros de altura, un escenario. Toca la banda del pueblo. Cuatro chicas se abren paso a permiso y empujones. Buscan lugar de acampe. Poco espacio para tenderse. Sacan los pebetes de queso y milán, comparten con unos pibes de camisa floreada. Avalancha y delirio los chicos las llevan al borde del escenario. Yo soy la aventura y tú la realidad, tú la ternura, yo soy la libertad. Sergio se arremanga el saco blanco. Ellas lagrimean y terminan sus pebetes.

Seguís hacia el bajo. Julia te dijo a las diez, en la esquina. Llevás los sanguches. Se te ocurre que olvidaste la esterilla. Comprobás que la tenés abajo de todo. Julia lleva las reposeras porque vive enfrente. Te gustaría vivir frente al río. Tenés ese proyecto desde que se terminó lo de Blas y dejaste el departamento. Te decís que lo único que extrañás es el ventanal. Y a Julia, con la que te reencontraste.

Tomás la avenida. No hay humo; se ve la isla. La oficina del nuevo proyecto inmobiliario está abierta. Un hombre rubio, de traje sin corbata, te hace pasar. Enganchás la mochila en el respaldo de la silla. Te sentás, no acomodás tu pollera. Él te muestra las fotos del futuro edificio, se distrae con tus piernas. Te levantás y le decís que vas a pasar otro día. Dice que te puede mostrar lo que está en obra. Te vas.

Pasás por el obrador: no se trabaja, está cerrado. Percibís el aliento frío del cemento húmedo. Una nena, un señor. No sabe, no dice. No podés construir esa postal. Obturás.

Julia elige el banco más ancho junto a la barranca. Pone el mantel. Vos desenrollás la esterilla.

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