Qué gusto tiene un diente de león. Durante su primer paseo por los jardines de Versalles, Doug Clifford arranca esa flor amarilla de los canteros y comienza a masticarla en un estado de arrobamiento casi religioso. “Nunca me sentí más alucinado en toda mi vida”, dice el baterista. “Lo más insignificante de hoy es haber cumplido 25 años”. Era abril de 1970. Mientras los Beatles se caían oficialmente a pedazos y Richard Nixon preparaba la invasión de Camboya, los miembros de Creedence Clearwater Revival se preparaban para hacer cima en el viejo continente sin tomarse la molestia de clavar la bandera. ¿Qué te parecieron las parisinas?, le pregunta un periodista a John Fogerty. “No sé”, responde el tipo, pañuelo al cuello. “Desde que llegamos a Europa, no salí de mi habitación”.

Ahora, en un inesperado ataque a dos puntas, acaban de publicarse tanto el documental Travelin’ Band como el disco At the Royal Albert Hall. Es decir, el registro visual y sonoro de aquella primera gira europea de Creedence y un viaje hacia el núcleo indivisible de su cruzada. No hay forma de exagerar nada. En el último día de 1969, cuando los muchachos de El Cerrito levantaron la copa para brindar, el balance había arrojado un saldo asesino: tres discos consecutivos en el Top Ten y un millón de tickets vendidos a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Una animalada. Sin embargo, cada vez que se cuenta y decuenta la parábola de la contracultura, Creedence parece quedar afuera del cuadro de honor. ¿Por qué? Primera especulación: eran tipos sensibles y de una gran claridad conceptual, pero civiles y con los pies sobre la tierra. A mil años luz de la afectación de artistas como Morrison. El documental te lo echa en la cara. Fogerty, a pesar de sus pantalones de cuero, no era cool. Era corto y era freak. Cero snob.

Como los Kinks, los Creedence eran una piedra en el zapato de la contracultura. Así, en la misma semana que ofrecían su célebre performance de Woodstock (saboteada por los Grateful Dead, según Fogerty), tocaban en una emisión radicalmente square como el Andy Williams Show. Así, de la misma manera en que los hermanos Davies se iban a tomar una pinta con su padre en pleno carnaval del Swinging London, los Creedence tenían un ojo en Vietnam y otro en los convenios colectivos de trabajo. “En Europa podés conseguir un empleo y avanzar en la vida aunque tengas el pelo largo“, dice Stu Cook, en el documental. “No les importa tu apariencia. En Estados Unidos, tenés que cortarte el pelo si querés conseguir laburo. Ni siquiera podés usar patillas”.

Hasta abril de 1970, ninguno de los miembros de la banda se había tomado un avión transoceánico. Fíjense. Las caras no mienten. Los cuatro desembarcan en Heathrow con una sonrisa de oreja a oreja y la Nikon colgando del cuello. La cámara los sigue por las calles y registra sus pequeños gestos de héroes de la clase trabajadora. La cerveza en el avión. Los saltitos de alegría. El gesto hierático frente al Muro de Berlín. La agenda cargada con dos semanas intensivas de conciertos: Rotterdam, Essen, Estocolmo, Copenhague, Berlín, Paris y el doblete en el Royal Albert Hall de Londres. Los tipos iban a laburar.

Programados para el 14 y el 15 de abril, los shows del Royal Albert Hall se filmaron pero nunca se exhibieron. Hasta ahora. En ese sentido, la estructura del documental es simple (quizás demasiado simple) y queda completamente supeditada a su proyección: primera mitad, la historia narrada por Jeff Bridges; segunda mitad, el concierto. Vista desde afuera, la cúpula abovedada del teatro entra en cortocircuito con la prosaica puesta de los Creedence. No hay telón. No hay escenografía. No hay vestuario ad hoc. Cada tanto, escuchamos que Fogerty arenga a sus compañeros por fuera del micrófono. Cada tanto, hace un gesto a los espectadores de las primeras filas. Pero no dice una sola palabra. No usa ni un pedal: su Gibson ES-175 Les Paul Custom (en un par de temas, mete la Rickenbacker) va derecho al ampli. Más crudo no se consigue.

Como acredita el archivo, Creedence abre el setlist con su ariete habitual: “Born On The Bayou”. La guitarra con trémolo dispone el terreno y sus tres compañeros empujan el bote hacia el corazón del pantano. Para cuando Fogerty aúlla el primer verso ya sabemos que estamos metidos en problemas hasta las cejas. “Cuando era un niño / sentado en las rodillas de mi papá / mi viejo me dijo: ‘no dejes que el jefe te atrape”. Después vienen temas como “Green River” y “Tombstone Shadow”, que refuerzan todo ese imaginario Mark Twain cruzado por la sombra de Vietnam. Así, traficadas entre los atuendos de Carnaby Street y la llovizna, las canciones de Fogerty emiten un reflejo tornasolado. Es el sueño de un sueño de un sueño, pero interpretado por la banda más real del planeta.

Comparado con otros grupos de la Costa Oeste, la base hace una diferencia atroz. Doug Clifford podía realmente tocar. Stu Cook no era un arreglador en la línea de McCartney o John Entwistle, sino esa clase de bajista que aplica el método del jazz a la dinámica del rock & roll. Escuchen “Commotion”. La síncopa es brutal, pero el bajo resuelve con un walkin’ que se arrastra con el pecho siempre a tierra. En ese mismo sentido, Tom Fogerty parece algo desdibujado. Su guitarra casi no se escucha en la mezcla y el tipo se para un poco desconectado de sus compañeros. O desplazado. Sin embargo, sabemos que cuando pegue el portazo y sus compañeros se radicalicen en el power trio, la banda va a perder su color entrañable.

Mal entendido, Creedence es un grupo reaccionario. ¿Qué carajo hacen estos tipos tocando “Good Golly Miss Molly” en la corte del rock progresivo? ¿En el alba del glam y los extraterrestres? Cuando se trenzan en la zapada final de “Keep on choglin”, los muchachos de El Cerrito suenan exactamente como querían sonar los Beatles de la terraza: frescos, a cara de perro. Montados sobre un solo acorde. Fogerty colgado de la armónica como si fuera una aleta. En la primera fila hay conatos de danza y una fotógrafa registra el éxtasis de una muchacha, pero a todos nos hubiera gustado conocer mejor al público de Creedence en el Reino Unido. El documental, en ese punto, se pierde una oportunidad. O sea, ¿quién es el flaco que, en el super-pullman, parece darle la vida a ese paravalanchas? ¿Qué estudiaba la parejita que se retuerce en el trance? La respuesta no está flotando en el viento: se la llevó el río verde.

El tiempo es un chicle extraño. Si bien el camino de Creedence es igual de largo que el de los Beatles, está concentrado en dos años. Para ser precisos: dos años y un día. “Todo sucedió en el primer día de la preparatoria”, confiesa Stu Cook, en el documental. “En el fondo había un pibe molestando a todos, y el único asiento libre era a su lado. Me tuve que sentar ahí. Resultó que era Doug. Nos hicimos muy amigos. Después entramos juntos a la sala de música y había otro chico tocando el piano como si se presentara para una audición. Era John”.

Apostado en la Portola Junior High School, el trío comenzó a hacer sus primeras armas con los standards de los tardíos cincuenta y muy pronto se convirtió en la backing band de Tom. Así, vestidos de traje y con anteojos de pasta, aquellos Blue Velvets era la clase de grupo perfecto para tocar en el baile de Volver al futuro. Sacaron tres singles y, cuando finalmente lograron firmar con el sello Fantasy, ya estaban pasados de moda. Escuchando la sirena de la Invasión Británica, el productor Max Weiss tiró un manotazo de ahogado y los obligó a rebautizarse como The Golliwogs. El enroque fue más profundo. Abandonaron el piano en una esquina y, cuando Tom se quiso acordar, John estaba parado frente al micrófono. “Yo podía cantar, pero John tenía un sonido”, dijo el hermano mayor.

Las malas noticias solían llegar por correo y, en medio de la Guerra de Vietnam, John recibió un telegrama anticipando su inminente reclutamiento para el servicio militar. Veloz de reflejos, ese mismo día se acercó a la Guardia Nacional y fue tomado como voluntario en la fuerza de reserva. Fogerty, que era un muchacho disciplinado, usó el tiempo para fortalecer sus habilidades como compositor. Mientras los hippies se subían al carromato gitano del Verano del Amor, se sentó delante de una pared en blanco y no se levantó hasta que apareció una canción. Así, mientras servía como soldado en Fort Bragg, Fort Knox y Fort Lee, las partículas de la banda quedaron en estricta flotación. Barcos a vapor, películas de cowboys, coros góspel, trabajos mal pagos. Puro polvo en suspensión.

En el verano del ‘68, John regresó a su departamento y encontró un sobre lacrado con su nombre. Era el anuncio de su baja. Salió corriendo al patio, hizo un par de cabriolas y, propulsado por ese mismo ánimo, se sentó a escribir. Esta vez sobre una lavandera llamada Mary, sobre el perfil del río Misisipi, sobre un viejo film de Will Rogers. “Sabía que, enterradas dentro mío, estaban todas estas pequeños trozos y piezas de americana”, dijo Fogerty. “Estaban muy hondo en mi corazón, en mi alma. Y, como aprendí en Lengua de primer grado, hay que escribir sobre lo que uno conoce”.

Con la punta del ovillo en las manos, redobló la actividad de la banda. Rebautizados como Creedence Clearwater Revival, convirtieron su versión de “Susie Q” en un éxito menor y se prometieron no volver a sus viejos trabajos. Una noche, inmediatamente antes o inmediatamente después de un concierto en el Avalon Ballroom de San Francisco, John entendió que detrás de la Quinta Sinfonía de Beethoven se escondía un buen riff y descubrió la intro repetitiva y descendente que añadió a “Proud Mary”. ¿Para qué robar un kiosco cuando podés robar un banco?

El ensamblado de las partes fue una revelación: la canción no solo ganaba fuerza, sino también ambigüedad. El Proud Mary era uno de los grandes barcos de vapor que surcaban la costa fluvial de New Orleans, pero acaso podía ser la mujer que dejaba su trabajo en la ciudad. La iconografía se conectaba directamente con el folk y la literatura vitalista, pero el combustible inflamable (en la jerga, el tane de la letra es una contracción de octane: gasolina) que impulsaba la voz de Fogerty era puro rock & roll. Como la rueda de paletas que giraba sobre la popa, el estribillo propulsaba circularmente al tema: rolling / rolling / rolling on the river.

Como dijo Simon Frith, la identidad es la tensión entre lo que somos y lo que queremos ser. Fogerty se colgaba los colmillos de Screamin’ Jay Hawkins, pero era más blanco que la Leche Nido. Tanto “Born on the Bayou” como “Proud Mary” le cantaban a la vida en los pantanos y los vapores que surcaban el Misisipi, pero Fogerty jamás había puesto un pie en el Sur Profundo. Aunque los muchachos que llenaron el Royal Albert Hall durante aquella noche de abril de 1970 soñaban con las botas de los cuatro cowboys, la verdad es que accedían a un contacto de segunda mano. Como el de cualquiera de los grupos de la Invasión Británica. No menos legítimo, no menos imaginario. No es casual que, promediando el documental, la cámara recoja algunos testimonios en el corazón de Harlem sesentista. “These cats are real”, concluye un negro.

“Quiero que la gente distinga cuando estoy cantando algo en serio y cuando solamente estoy siendo un entertainer”, dice Fogerty, en el punctum de Travelin’ Band. “Pero también es importante no recurrir a las motivaciones de siempre, como ‘ey hippies, vamos a juntarnos a fumar porro’. Quiero decir, la gente lo va a entender y le va a gustar. Al menos, una parte de la sociedad. Pero yo no quiero que les guste por esa razón. Quiero que vean más allá”.

Entonces, en la cáscara de nuez de dos años, Creedence grabó sus discos invencibles: Green river, Willy and the poor boys, Cosmo’s Factory. Estricto jamón del medio. La película, en ese sentido, nos ahorra el spoiler. Más allá, en camisa leñadora y tiempo real, estaba el final del sueño. Nadie sabía que se podía bailar.