ATENCIÓN CONTIENE SPOILERS

Este domingo fue el último capítulo de la primera temporada de La Casa del Dragón (HBO), la precuela de Game of Thrones, que sigue el principio del fin del clan Targaryen, y que está inspirada en el universo de fantasía medieval de G.R. Martin. Contra todo pronóstico (los primeros capítulos se caracterizaron por un guión cansino y predecible), HOD pudo levantar vuelo y construir su propio relato, despegándose de la historia original, que había dejado una vara altísima.

Esta serie no solo superó las expectativas de los seguidores, sino que también “corrigió” algunas de las mayores críticas que gran parte de ellxs le hicieron al relato original. Entre lo más reclamado: la falta de diversidad en el elenco y las excesivas escenas hiperviolentas y de male gaze, (es decir, que buscan satisfacer el deseo de una mirada esterotípicamente masculina y heterosexual). En otras palabras: demasiadas mujeres -con cuerpos ultra hegemónicos- desnudas que no tienen nada que ver con la trama. Además de violaciones explícitas y una cantidad infinita de prostitutas deshumanizadas, que son retratadas como esclavas, explotadas, asesinadas y maltratadas de forma gratuita y grotesca.

En ese sentido, HOD vino a “arreglar” algunas de estas falencias y darle a sus fans más de lo que ellxs pedían: mayor dinamismo (lo que se logra con saltos temporales de varios años en la trama), diversidad, perspectiva de género y, obviamente, más dragones. Incluyó dentro de la historia a personajes negros (una decisión que fue fuertemente resistida por ala racista y conservadora del fandom), y planteó otras miradas con respecto a la experiencia de las mujeres: los arcos de las dos figuras más importantes, Alicent Hightower y Rahenyra Targaryen, son la búsqueda de ambas por dejar de ser commodities dentro de un sistema patriarcal, para empezar a reconocer sus propias voces y reclamar su poder.

Al contrario de GOT, HOD no tiene batallas épicas e inolvidables, tampoco -tantas- escenas de mutilaciones sangrientas, ni todo un abanico posible de torturas y asesinatos gore. Sin embargo, el sufrimiento físico extremo y visceral encuentra su lugar en las camas de parto, donde son las mujeres las que luchan contra sí mismas en escenas descarnadas completamente perturbadoras y desesperadas, que seguramente hicieron que más de uno quisiera adelantarlas. Está claro que en Westeros parir es tan peligroso como ir a la guerra y, en casi todos los casos, las mujeres son vistas como incubadoras que tienen que exponerse al peligro de maternar como parte de su deber cívico.

El amor entre amigas ¿es más fuerte?

Como ya vimos en GOT, HOD también confronta a dos mujeres poderosas. Pero, esta vez, explora los matices y complejidades de la amistad, la envidia y la traición entre ellas, que fueron amigas de la infancia y aliadas cercanas y amorosas durante la adolescencia. A pesar de que la serie nos quiere mostrar a Rhaenyra y a Alicent como dos polos opuestos, -que responden a dos arquetipos de mujeres diferenciados-, su cariño mutuo puede operar como una vulnerabilidad entre ambas, aunque también abre la puerta a posibles alianzas. A pesar de que, en este tablero de ajedrez, ocupan bandos enemigos, ambas tienen que defender la posición de no aniquilarse entre los hombres, que quieren dirimir el asunto matando a una o a la otra.

Tal vez, el personaje más complejo de la serie es Alicent Hightower, que es construida como la antagonista por excelencia: una cold bitch, obediente, recta, envidiosa, rigurosa y despechada. Y devota de sus hijos. Sin embargo, a lo largo de toda la narración, vemos cómo pasa de ser una adolescente que acepta su deber como esposa de un rey mucho mayor que ella, -por el que no siente ninguna atracción-, a una figura política de extrema relevancia capaz de mover sus propios hilos.

A pesar de su crecimiento político, descubre finalmente que los varones que supuestamente son sus aliados conspiran a sus espaldas. Incluso su padre insiste con desjerarquizarla hasta el último momento. Es interesante cuando Reyhnis, “la reina que no fue”, le recuerda a Alicent que, a pesar de su agencia, poder y astucia, en definitiva sigue siendo parte de un juego patriarcal donde ella no es más que un peón.

Rhaenyra -por su parte- comenzó la serie afirmando que no quería vivir encerrada en torres, siendo una máquina de parir bebés para la dinastía, y terminó con dos maridos, cinco hijos y seis embarazos. El último capítulo nos devuelve una imagen de ella tomando decisiones estratégicas mientras se arranca a un bebé muerto de sus entrañas.

Su esposo, que también es su tío, siente una fuerte atracción y devoción por ella, pero él también quiere la corona y finalmente, le demuestra que, a pesar de que ella sea la reina, él tiene el poder (físico). ¿Seguirá siendo su aliado en la próxima temporada?

Está claro qué hay detrás de la mirada de Rhaenyra en la última toma de la serie, cuando descubre el trágico desenlace de la vida de su segundo hijo: un profundo impulso de venganza y vulnerabilidad; tal vez reconoce que no fue una buena jugada haberlo expuesto a negociar con un Baratheon y se siente, en parte, responsable. Al mismo tiempo que se desmorona en angustia y odio, se transforma en un dragón dispuesto a quemarlo todo.

Y ya sabemos lo que pasa cuando los Targaryen son cegados por el fuego y montan en dragones que son tratados como commodities aunque no son solo armas de destrucción masiva: son seres sintientes, complejos y no será tan fácil doblegarlos. Sin embargo, quienes nunca alcanzaron esta autonomía son los niños que, continuamente, son obligados a insertarse dentro de un sistema bélico y peligroso del que son víctimas.

Y, por último, como siempre, está el pueblo, la “gente de a pie”, la “common people” que, una vez más, es caracterizada como una amalgama gris de gente borracha, semidesnuda, harapienta y sucia, tirada en las veredas mendigando, con menos agencia que un rebaño de ovejas. Tal vez, la temporada que viene veamos cómo la voluntad popular, como dijo lady Mysaria, puede traer infinitas consecuencias para la monarquía.