Si los faros sugieren rumbos con sus guiños parpadeantes, el Querandí tendrá por siempre el múltiple mérito de haberle zanjado el destino a Villa Gesell --el distrito que actualmente lo cobija-- y también a la flora y fauna que fue apareciendo a su alrededor en el transcurso del siglo que hoy se cumple desde su fundación.
En 1916, la Armada Argentina emplazó una baliza a medio camino entre los partidos de General Madariaga y Mar Chiquita, en una maratónica instalación que incluyó la creación de otros trece faros sobre los litorales marítimos de las provincias de Buenos Aires, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. La fecha oficial de inauguración, sin embargo, data del viernes 27 octubre de 1922, cuando comenzó a funcionar el Faro Querandí con un alcance lumínico de 33 kilómetros bajo la construcción troncocónica de mampostería y una garita superior de 54 metros de altura al cabo de 276 escalones.
Su nombre lo tomó de la única comunidad indígena que orilló esas playas, cuyo significado es algo así como “hombre que se unta con grasa” en guaraní. La historia ubica al faro como la primera construcción de lo que recién años después se conocería como Villa Gesell, ya que en ese entonces ni siquiera Carlos Gesell sabía de la existencia de esas tierras (arenas, en verdad) que compraría a fines de los años 20’s.
Fue necesario en ese tiempo inicial forestar las cuatro hectáreas circundantes al faro para proteger al solitario vigía de las furiosas inclemencias de un viento que aún hoy sigue rezongando con ira en la cima de su estructura cónica y acebrada. Así, como consecuencia de aquella urgencia, surgió un ecosistema increíble que con el paso del tiempo daría vida al maravilloso espectáculo biológico que constituye lo que hoy se conoce como la Reserva Natural Querandí, una banda de dunas vivas (de las últimas del mundo en estado natural) de 5757 hectáreas y 21 kilómetros de costas entre la Ruta 11, el Mar Argentino, la localidad geselina de Mar Azul y el límite con el partido de Mar Chiquita.
Como un oasis en el desierto, el bosque que rodea al Querandí asoma con la forma de un gran lunar verde conformado por numerosas especies vegetales más centenas de reptiles, anfibios, mamíferos y aves que durante largo rato fueron amos y señores de esas zonas vírgenes y salvajes, además de la rica fauna marina de la zona.
Este alucinante ecosistema de subsuelo arcilloso (que funciona como esponja y reservorio de agua dulce) ofrece una importante función biológica en toda la región, ya que el cordón de dunas supone un freno al mar que, de otro modo, se comería a las playas como en una película de ciencia ficción... o como sucede en las vecinas localidades costeras, tal el ejemplo de la casa devorada por el oleaje de Mar del Tuyú en julio del 2021.
Poner a resguardo este páramo lleno de hábitos y costumbres biológicas y naturales fue una preocupación que la región recién asumió con seriedad en los últimos tiempos. Hacia la década del 80’ se inició desde Gesell una fatigosa disputa judicial por la propiedad de esas tierras con el apoyo de las fuerzas vivas de la ciudad. Pese a ser terreno fiscal, la amplia zona era reclamada por uno de los propietarios de los terrenos linderos, quien a través del principio de usucapión pretendía ejercer dominio de las mismas argumentando su ocupación y mantenimiento durante veinte años, tal como lo determinaba la ley. El trabajo de abogados y peritos, más el apoyo de todo el arco político local, le permitió a la Villa incorporar al patrimonio municipal esa fabulosa cantidad de hectáreas vírgenes.
Pero no fue hasta mediados de los 90’s que el Concejo Deliberante local en pleno votó la ordenanza que declaraba a esas tierras como reserva natural, incluyendo además un artículo fundamental a través del cual se determinó que para cambiar esa finalidad sería necesaria la aprobación de al menos dos tercios del cuerpo. Una cifra estratégica: ninguna fuerza la alcanza por sí misma, lo cual obliga a un entendimiento entre los distintos espacios más allá de sus colores políticos. El propósito era alentar la administración municipal por encima de la posesión de distintos organismos provinciales o nacionales. Se trataba de una fabulosa oportunidad para que una ciudad de no más de 50 mil habitantes pudiera hacerse cargo de este impresionante espacio, beneficio del que pocos distritos gozan.
Lamentablemente la desatención de distintas administraciones y la idoneidad despareja del personal designado para su cuidado fueron el origen de una triste desidia que hoy, por ejemplo, impide el ingreso al faro y su ascenso, algo tan sencillo en otros lugares pero imposible en el Querandí. La suerte del centenario vigía (al que solo se puede llegar recortando a pie o en vehículos de doble tracción los diez kilómetros de arena desde Mar Azul) queda librada a la buena de Dios, tal como lo demuestran eventuales incendios ocasionados por la circulación de vehículos en ciertas zonas de la reserva.
Actualmente todo el predio no tiene los cuidados, los recursos ni el conocimiento necesaria para su preservación. Además, tensiones partidarias convirtieron al faro y a su entorno en terreno de disputas que tienen que ver menos con su preservación que con intereses políticos, tal como demuestran las sucesivas maniobras para cederle el manejo del predio a gobiernos provinciales o nacionales de distintas banderías, salidas que --como nos ha demostrado nuestra historia-- no necesariamente aportan soluciones (este diario trató especialmente las concesiones privadas que el macrismo quiso motorizar en estos lugares durante el período 2015-2019).
Más allá de la desatención por el increíble patrimonio que la naturaleza le legó a Gesell cuando esta ni siquiera existía, el Querandí y su reserva siguen de pie cien años después su creación esperando que el humano deje de tironearla en favor de intereses que nunca terminan de quedar claros.