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Desde Río de Janeiro
La disputa por la presidencia en este muy agitado 2022 ofrece varios – y alarmantes – aspectos sin precedentes, y otros tantos con poquísimos antecedentes.
En 1989, y luego de 29 años, los brasileños volvieron a votar para elegir presidente. Fueron ocho elecciones, siendo que tres nombres obtuvieron el derecho de sentarse dos veces seguidas en el sillón presidencial: Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva y Dilma Rousseff.
Entre los aspectos con poquísimos antecedentes, vale resaltar que solamente en dos ocasiones la disputa en una segunda vuelta tuvo resultados tan apretados como se prevé este año.
En aquel 1989, entre el derechista Fernando Collor de Melo y el izquierdista Lula da Silva, y en 2014, hubo una diferencia de escasos tres puntos. Y en 2014, la entonces presidenta Dilma Rousseff, del mismo Partido de los Trabajadores de Lula, obtuvo su victoria sobre el derechista Aécio Neves, del Partido de la Social Democracia Brasileña, también por tres puntos. Neves, a propósito, responsable por el hundimiento del PSDB, trató de impugnar el resultado. Ha sido un intento inútil: su propio partido corrió para anunciar que respetaba la reelección de Dilma.
Pero lo que más llama la atención en la disputa de 2022 son factores asombrosos que bien reflejan el escenario en que este, mi pobre país, se hunde más y más a cada día.
No hay registro de una disputa tan agresiva como la de ahora. Son océanos de mentiras, acusaciones infundadas, declaraciones manipuladas y adulteradas, amenazas y agresiones verbales.
Todo eso empezó con Bolsonaro, y la verdad que en tal grado que en un primer momento la campaña de Lula se dejó sorprender. Hubo un intento de no entrar al juego de las agresiones sin límite, hasta que los responsables vieron que habían perdido espacio significativo y se lanzaron a las desmentidas y a las respuestas agresivas.
Nunca antes el factor religioso fue de tal forma impactante, en especial entre las sectas evangélicas no tradicionales y sus autonombrados obispos. Los mercadores de la fe y la miseria ajenas se salieron muy bien, y el desequilibrado ultraderechista se sitúa en amplia ventaja sobre Lula en ese importante segmento electoral.
Pero lo que nunca, jamás, se vio antes se refiere a la amplia distribución de recursos, que supera los 13 mil 600 millones de dólares.
Ese volumen de dinero significa, en términos concretos, un inmenso agujero en las cuentas públicas de 2023.
Además, significa también recortes olímpicos en recursos originalmente destinados a educación y salud, para no mencionar el ya ultra-desgastado presupuesto destinado a proteger el medioambiente y los derechos de los indígenas.
Y significa, por fin, un clarísimo intento de compra de votos, con la distribución de beneficios tanto a los sectores más pobres de la población como de toneladas de dinero para aliados convocados a buscar electores.
Lo que nadie logra entender y mucho menos explicar es cómo todo eso, del esparcimiento de mentiras escandalosas a la escandalosa distribución de dinero público tanto a través de “beneficios sociales” como de un ilegal “presupuesto secreto”, ocurre frente a la inactividad de las autoridades, tanto del Tribunal Superior Electoral como del Supremo Tribunal Federal.
Es una muestra escandalosamente clara de la deshonestidad de Jair Bolsonaro, el peor y más abyecto presidente de la historia brasileña.
Y también una muestra dramática de hasta qué punto los brasileños se dejan manipular por un esperpento inmoral que intenta permanecer en el sillón presidencial porque sabe que, sin las prerrogativas del puesto, su destino irrevocable ya está trazado: los tribunales.