En una sociedad que invierte constantemente la carga de la prueba, la culpa de la exclusión la tienen los excluidos y no una sociedad expulsiva que no los integra. Esa exclusión, que radicaliza los patrones de creencias ideológicas, convierte la frustración en terreno fértil para los extremismos.

El sociólogo Zygmunt Bauman señalaba que a partir de la de la década del 70 se produjo el traspaso de una sociedad basada en la producción, donde la ética del trabajo era el articulador social y en la que trabajar o no trabajar era opcional, a otra basada en el consumo y la libertad de elección, en la que el consumir o dejar de hacerlo, en apariencia, también se convertía en una decisión individual. De ahí en más la ética del trabajo se ha mantenido incólume, pero las condiciones materiales se modificaron. El progreso tecnológico llegó al punto en que la productividad crece en forma inversamente proporcional a la disminución de los empleos, describía el sociólogo polaco.

Ese gran articulador social que había sido el trabajo en aquella sociedad de productores, fue reemplazado por el consumo. La pobreza pasó de ser un problema a resolver, a un problema a erradicar. Es decir, se la empezó a mirar desde un punto de vista punitivo y los consumidores que no acceden al mercado comenzaron a ser vistos como inútiles y culpables de no haber sabido torcer su propio destino. Una suerte de inversión discursiva-ideológica en la que se reemplazan las manifestaciones empíricas por declaraciones abstractas para la legitimación de un sistema estructurado en las desigualdades. Una sociedad cada vez más segmentada entre ganadores y perdedores.

Las derechas ultraconservadoras sitúan el problema en la órbita de la meritocracia. Pero es difícil visualizar el mérito de haber nacido en un hogar rico y no en un hogar pobre cuando las condiciones materiales que definen la prosperidad están preestablecidas y la posibilidad de progreso individual difiere desde el punto de partida.

Ingresos

La salida de la convertibilidad fue tortuosa para el 10 por ciento más pobre de la población. En 2003, el promedio de ingresos de los individuos más pobres sólo alcanzaba para cubrir el 66,5 por ciento de la Canasta Básica Alimentaria (CBA), que mide el nivel de indigencia y el 25,1 por ciento de la Canasta Básica Total (CBT), que mide el nivel de pobreza. Una década más tarde se logró una mejora sustancial del sector más vulnerable del país: los ingresos promedio cubrían el 91,4 por ciento de la CBA y el 41,1 por ciento de la CBT.

A la salida del tercer proceso neoliberal en 2019, la situación se volvió a agravar. Los ingresos del 10 por ciento más pobre alcanzaban para cubrir el 71,6 por ciento de la CBA y el 28,6 por ciento de la CBT. Sin solución de continuidad, la pandemia arrasó con toda posibilidad de generar ingresos para el sector hiper vulnerable de nuestra sociedad, volviendo a una situación incluso peor que en la posconvertibilidad. En 2020 los ingresos promedio sólo servían para cubrir el 59,7 por ciento de la CBA y el 24,9 por ciento de la CBT.

La situación del primer decil al segundo trimestre de 2022 muestra una mejora importante, aunque todavía insuficiente: los ingresos promedio alcanzan para cubrir el 73,9 por ciento de la CBA y el 33 por ciento de la CBT.

En una sociedad de consumo, la verdadera libertad es aquella que otorgan los recursos para consumir. No cuenta con la misma libertad una persona que nace en una familia que pertenece al 10 por ciento más rico de la sociedad, que otra que nace en una familia que pertenece al 10 por ciento más pobre. Tampoco es igual en términos relativos el esfuerzo que deben realizar ambas para progresar socialmente.

Impuestos y redistribución

Una de las principales causas del subdesarrollo es la elusión tributaria. Pese a la cantinela hegemónica que insiste con la excesiva carga impositiva, la realidad es que los ricos cada vez pagan menos impuestos y el grueso recae sobre las clases medias y pobres, coartando la posibilidad de una movilidad social ascendente.

Hoy los impuestos al trabajo y el consumo representan el 64 por ciento de la recaudación tributaria nacional, el 21 por ciento son impuestos sobre el ingreso, las utilidades y las ganancias de capital, el 12 por ciento impuestos sobre comercio internacional y apenas el 2,5 por ciento impuestos sobre la propiedad, lo que bastaría para desterrar la idea de que el 10 por ciento más rico de la sociedad sostiene al 90 por ciento restante.

La cuestión impositiva obedece a la percepción de justicia que una sociedad tiene en un momento dado. Los impuestos no son un asunto técnico sino eminentemente político y filosófico, sostiene el economista Thomas Piketty. Gravar qué y cuánto es siempre una decisión política.

Los excluidos del siglo XXI no son ya únicamente los individuos que venían de hogares desfavorecidos. Por el contrario, la exclusión se ha vuelto un fenómeno transversal al punto en que la acumulación originaria de madres, padres y abuelos no garantiza el acceso al consumo de bienes y servicios. La canalización del descontento a través de las redes sociales se retroalimenta con aquellos bienes y servicios que esas redes sociales tratan de vender, pero que la falta de recursos imposibilita su acceso.

No existe el Estado mínimo, el Estado es siempre el mismo. Cuando no está focalizado en impulsar la inclusión social, está direccionado en sentido contrario garantizando rentabilidades extraordinarias de una elite minoritaria. En 2003, el 10 por ciento más rico de la población argentina tenía ingresos 148 por ciento mayores que el 50 por ciento más pobre. Doce años más tarde, esa brecha de ingresos entre el 10 por ciento más rico y el 50 por ciento más pobre era apenas 34 por ciento, para luego volver a incrementarse hasta el 56 por ciento en 2019. Hoy esa distancia es del 38 por ciento.

No hay dudas de que el mercado es quien asigna los recursos de manera más eficiente satisfaciendo plenamente la maximización de la utilidad. Sin embargo, existe una dicotomía entre eficiencia y equidad, que no se resuelve sino con regulaciones estatales. La naturalización de la pérdida de derechos horada la democracia, resta poder a la ciudadanía y posibilita el ascenso de poderes fácticos.

En la dinámica del capitalismo clásico, ni los productores de bienes ni los productores de servicios se benefician a priori con la exclusión. Los verdaderos beneficiarios de la exclusión social son los sectores especulativos de las finanzas, cuyas ganancias no guardan relación con la producción real y aumentan a la par de las primas de riesgo de los países en crisis.

El riesgo de la despolitización por las desilusiones electorales siempre está latente. El enojo tiene la capacidad de transformar en razonables ideas que, en otras situaciones, serían inmediatamente desestimadas por descabelladas. Conduce a extremos en los que la misantropía se convierte en un factor dominante de las decisiones individuales e imaginar la vida en sociedad se vuelve casi imposible.

En La cultura de la satisfacción, el economista John Kenneth Galbraith indagaba sobre cómo en una sociedad democrática la mayoría de los votantes podía apoyar un aumento de la desigualdad. Esto sucede porque, gracias a décadas de Estado de bienestar, el votante medio al que están dirigidas las proclamas políticas se siente mucho más distante de la pobreza extrema que de la extrema riqueza y, por ende, no siente la necesidad de contribuir a un Estado social del cual percibe nunca va a necesitar. Esa mayoría satisfecha se va a convertir en la base de sustentación de partidos que luego conculcan derechos amplificando dichas desigualdades.

La anteposición de las libertades individuales siempre termina horadando las libertades colectivas. Resulta necesario recordar que cuando irrumpió la pandemia de Covid-19 y la economía global colapsó, fue el Estado el que salió a asistir a los individuos y a las empresas que se cayeron del mapa. Paradójicamente, el resultado fue una concentración de la riqueza mundial aún mayor, el fortalecimiento de un discurso eminentemente individualista y la conformación de sociedades todavía más fragmentadas.

La contradicción más flagrante de las democracias modernas se hace palpable cuando invita a consumir a millones de excluidos económica y socialmente. El consumo se publicita con una apariencia democrática que no se condice con la materialidad de los consumidores. Lo que se pregona en última instancia, no es una libertad inclusiva, sino una libertad de exclusión disfrazada de revolución.

* Economista. Auxiliar docente de Historia Económica y Social Argentina (UBA).